BLOG EDITADO POR ALEJANDRO OSCAR DE SALVO

lunes, 21 de abril de 2014

MUERTE FÍSICA Y RESURRECCIÓN DE LA CARNE.






LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE
EN LA
PROFESIÓN DE FE CRISTIANA.


TEMARIO

I) CONSIDERACIONES PRELIMINARES.

II) SAN PABLO (1 CORINTIOS 15).

III) CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA.

IV) SELECCIÓN DE NOTAS.

V) EPÍLOGO.




 

LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE
EN LA
PROFESIÓN DE FE CRISTIANA.



I) CONSIDERACIONES PRELIMINARES.

En las dos entradas anteriores de este blog, fechadas en 14 de febrero y en 9 de marzo de 2014, nos hemos referido a la Resurrección de Cristo bajo los títulos de: “La Resurrección de Cristo: Trascendencia y Consecuencias de este Acontecimiento Extraordinario y Sobrenatural” y “Vía Lucis: Devoción sobre la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo”, respectivamente.

Ahora abordaremos una temática que se vincula estrechamente con la muerte y la Resurrección de Cristo, la denominada "resurrección de la carne o resurrección de los muertos".

A) La elección del tema tratado.

De acuerdo con las Revelaciones de las Sagradas Escrituras: La resurrección de la carne alcanzará a todos los que hubieren muerto físicamente, en oportunidad de ser resucitados en el final de los tiempos. Y también recibirán un cuerpo glorioso las personas que hayan llegado vivas a esa instancia definitiva, a quienes les serán transfigurados sus cuerpos corruptibles en incorruptibles. Y así, tanto unos como otros, ingresarán en la eternidad.

Por lo tanto, como veremos con el desarrollo de este trabajo, la resurrección de la carne es una pieza clave en el plan salvífico de Dios.

De hecho, creer en la resurrección de los muertos se torna imprescindible para poder ajustarse al plan de salvación que Dios Trino ha previsto para sus hijos. De ahí la trascendencia que esta temática alcanza para los cristianos.

Además, adviértase que es muy difícil (y, en consecuencia, altamente improbable) que podamos lograr una dimensión moral y religiosa elevada (que nos permita darle un rumbo verdaderamente cristiano a nuestra existencia terrena) sin haber reflexionado profundamente sobre el sentido de la muerte (nuestra muerte) y los acontecimientos que nos aguardan una vez acaecida la misma.

A las razones de orden moral, espiritual y religioso esgrimidas previamente se suma una cuestión de índole esencialmente pragmática y que también hace a la importancia del tema bajo análisis.

En efecto, la realidad se ocupa de mostrarnos que <La resurrección de la carne>, dada su centralidad dentro de la doctrina de Cristo, es una de las creencias que los sectores anticristianos más se empeñan en distorsionar, confundir, oscurecer y/o negar, valiéndose a tal fin de todos los medios que el inmenso poder que poseen pone a su alcance. Obviamente, esta circunstancia hace que debamos ser especialmente cuidadosos al estudiar esta temática.

De modo que elegimos para esta entrada el estudio de este apasionante misterio en virtud de las múltiples utilidades que aporta su conocimiento (dentro de las posibilidades humanas) y que justifican sobradamente que nos encontremos aquí escribiendo, leyendo y reflexionando sobre nuestras muertes y sobre nuestras resurrecciones.


Para reflexionar sobre la muerte.


B) El contenido de este trabajo:

Hemos incluido en este trabajo, a fin de maximizar los beneficios obtenibles con su lectura, una serie de materiales que consideramos indispensables para entender la naturaleza, los alcances y la  importancia de la resurrección de la carne en la doctrina cristiana.

Con esa finalidad ofrecemos al lector de manera agrupada:

a) Un pasaje del Nuevo Testamento en que San Pablo se refiere específicamente a la Resurrección de Cristo y a la resurrección de la los muertos (1 Corintios 15).

b) Las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la resurrección de la carne.

c) Una selección de artículos relevantes que abordan dicha temática desde distintos ángulos y nos ayudarán a intentar develar el misterio que nos ocupa.

Para que el visitante que ingrese en esta entrada pueda saber de antemano qué encontrará en cada uno de los artículos seleccionados, habremos de anticipar que:

El escrito “La Resurrección de Cristo y la Nuestra. La Esperanza Cristiana de la Resurrección”, elaborado por la Comisión Teológica Internacional, lo agregamos en razón que expresa con claridad la relación indisoluble existente entre la Resurrección de Cristo y la nuestra y explicita los puntos que las vinculan, incluyendo la resurrección en cuerpo glorioso.

La publicación “Creo en la Resurrección de la Carne y en la Vida Eterna”, de O’Callaghan, la hemos elegido porque aporta explicaciones y comentarios relevantes sobre la parte del Catecismo considerada en este trabajo.

La nota “La Resurrección de la Carne y la Vida Eterna” la sumamos en virtud que la estimamos de utilidad para ayudarnos a comprender como el Amor de Dios vence a la muerte y, asimismo, para entender el vínculo indisoluble que une la Resurrección de la Carne y la Vida Eterna dentro de la profesión de fe cristiana.

Con posterioridad, haremos algunos comentarios sobre la temática abordada a modo de cierre del presente trabajo.




II) SAN PABLO. (1 CORINTIOS 15[1])

En el pasaje bíblico que incluimos a continuación Dios ha querido revelarnos, a través de San Pablo, lo siguiente:

La resurrección de los muertos.

1 CORINTIOS 15

1 Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis;

2 por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano.

3 Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras;

4 y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;

5 y que apareció a Cefas, y después a los doce.

6 Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen.

7 Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles;

8 y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí.

9 Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios.

10 Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo.

11 Porque o sea yo o sean ellos, así predicamos, y así habéis creído.

12 Pero si se predica de Cristo que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?

13 Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó.

14 Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe.

15 Y somos hallados falsos testigos de Dios; porque hemos testificado de Dios que él resucitó a Cristo, al cual no resucitó, si en verdad los muertos no resucitan.

16 Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó;

17 y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados.

18 Entonces también los que durmieron en Cristo perecieron.

19 Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres.

20 Más ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho.

21 Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos.

22 Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados.

23 Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida.

24 Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia.

25 Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies.

26 Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte.

27 Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas.

28 Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos.

29 De otro modo, ¿qué harán los que se bautizan por los muertos, si en ninguna manera los muertos resucitan? ¿Por qué, pues, se bautizan por los muertos?

30 ¿Y por qué nosotros peligramos a toda hora?

31 Os aseguro, hermanos, por la gloria que de vosotros tengo en nuestro Señor Jesucristo, que cada día muero.

32 Si como hombre batallé en Efeso contra fieras, ¿qué me aprovecha? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, porque mañana moriremos.

33 No erréis; las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres.

34 Velad debidamente, y no pequéis; porque algunos no conocen a Dios; para vergüenza vuestra lo digo.

35 Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán?

36 Necio, lo que tú siembras no se vivifica, si no muere antes.

37 Y lo que siembras no es el cuerpo que ha de salir, sino el grano desnudo, ya sea de trigo o de otro grano;

38 pero Dios le da el cuerpo como él quiso, y a cada semilla su propio cuerpo.

39 No toda carne es la misma carne, sino que una carne es la de los hombres, otra carne la de las bestias, otra la de los peces, y otra la de las aves.

40 Y hay cuerpos celestiales, y cuerpos terrenales; pero una es la gloria de los celestiales, y otra la de los terrenales.

41 Una es la gloria del sol, otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en gloria.

42 Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción.

43 Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder.

44 Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo animal, y hay cuerpo espiritual.

45 Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante.

46 Mas lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual.

47 El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo.

48 Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales.

49 Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial.

50 Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción.

51 He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados,

52 en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados.

53 Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad.

54 Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria.

55 ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?

56 ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley.

57 Más gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.

58 Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano.




III) CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA.[2]

Sobre la resurrección de la carne el catecismo de la Iglesia Católica nos enseña lo siguiente:

PRIMERA PARTE
LA PROFESIÓN DE LA FE

SEGUNDA SECCIÓN:
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA

CAPÍTULO TERCERO
CREO EN EL ESPÍRITU SANTO

ARTÍCULO 11
"CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE"

988 El Credo cristiano —profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora— culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.

989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:

«Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).

990 El término "carne" designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La "resurrección de la carne" significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros "cuerpos mortales" (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

991 Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. "La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella" (Tertuliano, De resurrectione mortuorum 1, 1):

«¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe [...] ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1 Co 15, 12-14. 20).

I. La Resurrección de Cristo y la nuestra.

Revelación progresiva de la Resurrección.

992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:

«El Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna» (2 M 7, 9). «Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él» (2 M 7, 14; cf. 2 M 7, 29; Dn 12, 1-13).

993 Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: "Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error" (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que "no es un Dios de muertos sino de vivos" (Mc 12, 27).

994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del "signo de Jonás" (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).

995 Ser testigo de Cristo es ser "testigo de su Resurrección" (Hch 1, 22; cf. 4, 33), "haber comido y bebido con él después de su Resurrección de entre los muertos" (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él, por Él.

996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). "En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín, Enarratio in Psalmum 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?

Cómo resucitan los muertos.

997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: "los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).

999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24, 39); pero Él no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él "todos resucitarán con su propio cuerpo, del que ahora están revestidos" (Concilio de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp 3, 21), en "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44):

«Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano..., se siembra corrupción, resucita incorrupción [...]; los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).

1000 Este "cómo ocurrirá la resurrección" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:

«Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección» (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 18, 4-5).

1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); "al fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:

«El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Ts 4, 16).

Resucitados con Cristo.

1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en "el último día", también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:

«Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos [...] Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 2, 12; 3, 1).

1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece "escondida [...] con Cristo en Dios" (Col 3, 3) "Con él nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos "manifestaremos con él llenos de gloria" (Col 3, 4).

1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser "en Cristo"; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:

«El cuerpo es [...] para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? [...] No os pertenecéis [...] Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Co 6, 13-15. 19-20).

II. Morir en Cristo Jesús.

1005 Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario "dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor" (2 Co 5,8). En esta "partida" (Flp 1,23) que es la muerte, el alma se separa del cuerpo. Se reunirá con su cuerpo el día de la resurrección de los muertos (cf. Credo del Pueblo de Dios, 28).

La muerte.

1006 "Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre" (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es "salario del pecado" (Rm 6, 23; cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-11).

1007 La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida:

«Acuérdate de tu Creador en tus días mozos [...], mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio» (Qo 12, 1. 7).

1008 La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cf. Gn 2, 17; 3, 3; 3, 19; Sb 1, 13; Rm 5, 12; 6, 23) y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2, 23-24). "La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado" (GS 18), es así "el último enemigo" del hombre que debe ser vencido (cf. 1 Co 15, 26).

1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21).

El sentido de la muerte cristiana.

1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él" (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:

«Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima [...] Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 6, 1-2).

1011 En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46):

«Mi deseo terreno ha sido crucificado; [...] hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "ven al Padre"» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 7, 2).

«Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir» (Santa Teresa de Jesús, Poesía, 7).

«Yo no muero, entro en la vida» (Santa Teresa del Niño Jesús, Lettre (9 junio 1987).

1012 La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia:

«La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. (Misal  Romano,  Prefacio de difuntos).

1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una sola vez" (Hb 9, 27). No hay "reencarnación" después de la muerte.

1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte ("De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor": Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Avemaría), y a confiarnos a san José, patrono de la buena muerte:

«Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?» (De imitatione Christi 1, 23, 1).

«Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!»

(San Francisco de Asís, Canticum Fratris Solis)




IV) SELECCIÓN DE NOTAS.

A continuación incorporamos tres destacados trabajos que desde distintos ángulos abordan la temática de la <RESURRECCIÓN DE LA CARNE>.


A) CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y EN LA VIDA ETERNA. (Autor Paul O’Callaghan)[3]

 <Creo en la Resurrección de la Carne y en la Vida Eterna>. Esta verdad afirma la plenitud de inmortalidad a la que está destinado el hombre; constituye por tanto un recuerdo de la dignidad de la persona, especialmente de su cuerpo.

 Al final del Símbolo de los Apóstoles la Iglesia proclama: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna». En esta fórmula se contiene en forma breve los elementos fundamentales de la esperanza escatológica de la Iglesia.

1. La resurrección de la carne.

En muchas ocasiones la Iglesia ha proclamado su fe en la resurrección de todos los muertos al final de los tiempos. Se trata de algún modo de la “extensión” de la Resurrección de Jesucristo, «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29) a todos los hombres, vivos y muertos, justos y pecadores, que tendrá lugar cuando Él venga al final de los tiempos. Con la muerte el alma se separa del cuerpo; con la resurrección, cuerpo y alma se unen de nuevo entre sí, para siempre (cfr. Catecismo, 997). El dogma de la resurrección de los muertos, al mismo tiempo que habla de la plenitud de inmortalidad a la que está destinado el hombre, es un vivo recuerdo de su dignidad, especialmente en su vertiente corporal. Habla de la bondad del mundo, del cuerpo, del valor de la historia vivida día a día, de la vocación eterna de la materia. Por ello, contra los gnósticos del II siglo, se ha hablado de la resurrección de la carne, es decir de la vida del hombre en su aspecto más material, temporal, mudable y aparentemente caduco.

Santo Tomás de Aquino considera que la doctrina sobre la resurrección es natural respecto a la causa final (porque el alma está hecha para estar unida al cuerpo, y viceversa), pero es sobrenatural respecto a la causa eficiente (que es Dios)[1].

El cuerpo resucitado será real y material; pero no terreno, ni mortal. San Pablo se opone a la idea de una resurrección como transformación que se lleva a cabo dentro de la historia humana, y habla del cuerpo resucitado como “glorioso” (cfr. Flp 3,21) y “espiritual” (cfr. 1 Co 15,44). La resurrección del hombre, como la de Cristo, tendrá lugar, para todos, después de la muerte.

La Iglesia no promete a los hombres en nombre de la fe cristiana una vida de éxito seguro en esta tierra. No habrá una utopía, pues nuestra vida terrena estará siempre marcada por la Cruz. Al mismo tiempo, por la recepción del Bautismo y de la Eucaristía, el proceso de la resurrección ha comenzado ya de algún modo (cfr. Catecismo, 1000). Según Santo Tomás, en la resurrección, el alma informará el cuerpo tan profundamente, que en éste quedarán reflejadas sus cualidades morales y espirituales[2]. En este sentido la resurrección final, que tendrá lugar con la venida de Jesucristo en la gloria, hará posible el juicio definitivo de vivos y muertos.

Respecto a la doctrina de la resurrección se pueden añadir cuatro reflexiones:

a) La doctrina de la resurrección final excluye las teorías de la reencarnación, según las cuales el alma humana, después de la muerte, emigra hacia otro cuerpo, repetidas veces si hace falta, hasta quedar definitivamente purificada. Al respecto, el Concilio Vaticano II ha hablado de «único curso de nuestra vida»[3], pues «está establecido que los hombres mueran una sola vez» (Hb 9,27);

b) Una manifestación clara de la fe de la Iglesia en la resurrección del propio cuerpo es la veneración de las reliquias de los Santos;

c) Aunque la cremación del cadáver humano no es ilícita, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la fe (CIC, 1176), la Iglesia aconseja vivamente conservar la piadosa costumbre de sepultar los cadáveres. En efecto, «los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respecto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal, que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo» (Catecismo, 2300);

d) La resurrección de los muertos coincide con lo que la Sagrada Escritura llama la venida de «los nuevos cielos y la tierra nueva» (Catecismo, 1042; 2 P 3,13; Ap 21,1). No sólo el hombre llegará a la gloria, sino que el entero cosmos, en el que el hombre vive y actúa, será transformado. «La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad», leemos en la Lumen Gentium (n. 48), «no será llevada a su plena perfección sino “cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas” (Hch 3,21) y cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado». Habrá continuidad ciertamente entre este mundo y el mundo nuevo, pero también una importante discontinuidad. La espera de la definitiva instauración del Reino de Cristo no debe debilitar sino avivar, con la virtud teologal de la esperanza, el empeño de procurar el progreso terreno (cfr. Catecismo, 1049).

2. El sentido cristiano de la muerte.

El enigma de la muerte del hombre se comprende solamente a la luz de la resurrección de Cristo. En efecto, la muerte, la pérdida de la vida humana, se presenta como el mal más grande en el orden natural, precisamente porque es algo definitivo, que quedará superada de modo completo sólo cuando Dios en Cristo resucite a los hombres.

Por un lado la muerte es natural en el sentido que el alma puede separarse del cuerpo. Desde este punto de vista la muerte marca el término de la peregrinación terrena. Después de la muerte el hombre no puede merecer o desmerecer más. «La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte»[4]. Ya no tendrá la posibilidad arrepentirse. Justo después de la muerte irá al cielo, al infierno o al purgatorio. Para que esto tenga lugar, existe lo que la Iglesia ha llamado el juicio particular (cfr. Catecismo, 1021-1022). El hecho de que la muerte constituya el límite del periodo de prueba sirve al hombre para enderezar bien su vida, para aprovechar el tiempo y los demás talentos, para obrar rectamente, para gastarse en el servicio de los demás.

Por otro lado, la Escritura enseña que la muerte ha entrado en el mundo a causa del pecado original (cfr. Gn 3,17-19; Sb 1,13-14; 2,23-24; Rm 5,12; 6,23; St 1,15; Catecismo, 1007). En este sentido debe ser considerada como castigo por el pecado: el hombre que quería vivir al margen de Dios, debe aceptar el sinsabor de la ruptura con la sociedad y consigo mismo como fruto de su alejamiento. Sin embargo, Cristo «asumió la muerte en un acto de sometimiento total y libre a la Voluntad de Dios» (Catecismo, 1009). Con su obediencia venció la muerte y ganó la resurrección para la humanidad. Para quien vive en Cristo por el Bautismo, la muerte sigue siendo dolorosa y repugnante, pero ya no es un recuerdo vivo del pecado sino una oportunidad preciosa de poder corredimir con Cristo, mediante la mortificación y la entrega a los demás. «Si morimos con Cristo, también viviremos con Él» (2 Tm 2,11). Por esta razón, «gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo» (Catecismo, 1010).

3. La vida eterna en comunión íntima con Dios.

Al crear y redimir al hombre, Dios le ha destinado a la eterna comunión con Él, a lo que san Juan llama la “vida eterna”, o lo que se suele llamar “el cielo”. Así Jesús comunica la promesa del Padre a los suyos: «bien, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21). La vida eterna no es como «un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría»[5].

La vida eterna es lo que da sentido a la vida humana, al empeño ético, a la entrega generosa, al servicio abnegado, al esfuerzo por comunicar la doctrina y el amor de Cristo a todas las almas. La esperanza cristiana en el cielo no es individualista, sino referida a todos[6]. Con base en esta promesa el cristiano puede estar firmemente convencido de que “vale la pena” vivir la vida cristiana en plenitud. «El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (Catecismo, 1024); así lo ha expresado san Agustín en las Confesiones: «Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[7]. La vida eterna, en efecto, es el objeto principal de la esperanza cristiana.

«Los que mueren en la gracia y la amistad con Dios, y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3,2), es decir “cara a cara” (1 Co 13,12)» (Catecismo, 1023). La teología ha denominado este estado “visión beatífica”. Dios «a causa de su trascendencia, no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello» (Catecismo, 1028). El cielo es la máxima expresión de la gracia divina.

Por otra parte, el cielo no consiste en una pura, abstracta, e inmóvil contemplación de la Trinidad. En Dios el hombre podrá contemplar todas las cosas que de algún modo hacen referencia a su vida, gozando de ellas, y en especial podrá amar a los que ha amado en el mundo con un amor puro y perpetuo. «No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra»[8]. El gozo del cielo llega a su culminación plena con la resurrección de los muertos. Según san Agustín la vida eterna consiste en un descanso eterno, y en una deliciosa y suprema actividad[9].

Que el Cielo dure eternamente no quiere decir que en él el hombre deje de ser libre. En el cielo el hombre no peca, no puede pecar, porque, viendo a Dios a cara a cara, viéndolo además como fuente viva de toda la bondad creada, en realidad no quiere pecar. Libre y filialmente, el hombre salvado se quedará en comunión con Dios para siempre. Con ello, su libertad ha alcanzado su plena realización.

La vida eterna es el fruto definitivo de la donación divina al hombre. Por esto tiene algo de infinito. Sin embargo la gracia divina no elimina la naturaleza humana, ni en su ser ni en sus facultades, ni su personalidad ni lo que ha merecido durante la vida. Por esto hay distinción y diversidad entre los que gozan de la visión de Dios, no en cuanto al objeto, que es Dios mismo, contemplado sin intermediarios, sino en cuanto a la cualidad del sujeto: «quien tiene más caridad participa más de la luz de la gloria, y más perfectamente verá a Dios y será feliz»[10].

4. El infierno como rechazo definitivo de Dios.

La Sagrada Escritura repetidas veces enseña que los hombres que no se arrepientan de sus pecados graves perderán el premio eterno de la comunión con Dios, sufriendo por el contrario la desgracia perpetua. «Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”» (Catecismo, 1033). No es que Dios predestine a nadie a la condenación perpetua; es el hombre quien, buscando su fin último al margen de Dios y de su voluntad, construye para sí un mundo aislado en el que no puede penetrar la luz y el amor de Dios. El infierno es un misterio, el misterio del Amor rechazado, es señal del poder destructor de la libertad humana cuando se aleja de Dios[11].

Es tradicional distinguir respecto al infierno entre la “pena de daño”, la más fundamental y dolorosa, que consiste en la separación perpetua de Dios, anhelado siempre por el corazón humano; y la “pena de los sentidos”, a la que se alude frecuentemente en los evangelios con el imagen del fuego eterno.

La doctrina sobre el infierno en el Nuevo Testamento se presenta como un llamamiento a la responsabilidad en el uso de los dones y talentos recibidos, y a la conversión. Su existencia le hace vislumbrar al hombre la gravedad del pecado mortal, y la necesidad de evitarlo por todos los medios, principalmente, como es lógico, mediante la oración confiada y humilde. La posibilidad de la condenación recuerda a los cristianos la necesidad de vivir una vida enteramente apostólica.

Sin lugar a dudas, la existencia del infierno es un misterio: el misterio de la justicia de Dios para con aquellos que se cierran a su perdón misericordioso. Algunos autores han pensado en la posibilidad de la aniquilación del pecador impenitente cuando muere. Esta teoría resulta difícil de conciliar con el hecho de que Dios ha dado por amor la existencia –espiritual e inmortal- a cada hombre[12].

5. La purificación necesaria para el encuentro con Dios.

«Los que se mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (Catecismo, 1030). Se puede pensar que muchos hombres, aunque no hayan vivido una vida santa en la tierra, tampoco se han encerrado definitivamente en el pecado. La posibilidad de ser limpiados de las impurezas e imperfecciones de una vida, más o menos malograda, después de la muerte se presenta entonces como una nueva bondad de Dios, como una oportunidad para prepararse a entrar en comunión íntima con la santidad de Dios. «El purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que desean identificarse con El»[13].

El Antiguo Testamento habla de la purificación ultraterrena (cfr. 2 M 12,40-45). San Pablo en la primera carta a los Corintios (1 Co 3,10-15) presenta la purificación cristiana, en esta vida y en la futura, a través de la imagen del fuego; fuego que de algún modo emana de Jesucristo, Salvador, Juez, y Fundamento de la vida cristiana[14]. Aunque la doctrina del Purgatorio no ha sido definida formalmente hasta la Edad Media[15], la antiquísima y unánime práctica de ofrecer sufragios por los difuntos, especialmente mediante el santo Sacrificio eucarístico, es indicio claro de la fe de la Iglesia en la purificación ultraterrena. En efecto, no tendría sentido rezar por los difuntos si estuviesen o bien salvados en el cielo o bien condenados en el infierno. Los protestantes en su mayoría niegan la existencia del purgatorio, ya que les parece una confianza excesiva en las obras humanas y en la capacidad de la Iglesia de interceder por los que han dejado este mundo.

Más que un lugar, el purgatorio debe ser considerado como un estado de temporánea y dolorosa lejanía de Dios, en el que se perdonan los pecados veniales, se purifica la inclinación al mal que el pecado deja en el alma, y se supera la “pena temporal” debida al pecado. El pecado no sólo ofende a Dios, y daña al mismo pecador, sino que, por medio de la comunión de los santos, daña a la Iglesia, al mundo, a la humanidad. La oración de la Iglesia por los difuntos restablece de algún modo el orden y la justicia: principalmente por medio de la Santa Misa, las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia (cfr. Catecismo, 1032).

Los teólogos enseñan que en el purgatorio se sufre mucho, según la situación de cada uno. Sin embargo se trata de un dolor con significado, «un dolor bienaventurado»[16]. Por ello, se invita a los cristianos a buscar la purificación de los pecados en la vida presente mediante la contrición, la mortificación, la reparación y la vida santa.

6. Los niños que mueren sin el Bautismo.

La Iglesia confía a los niños muertos sin haber recibido el Bautismo a la misericordia de Dios. Hay motivos para pensar que Dios de algún modo los acoge, sea por el gran cariño que Jesús mostró a los niños (cfr. Mc 10,14), sea porque ha enviado a su Hijo con el deseo que todos los hombres se salven (cfr. 1 Tm 2,4). Al mismo tiempo el hecho de fiarse de la misericordia divina no es razón para diferir la administración del Sacramento del Bautismo a los niños recién nacidos (CIC 867), que confiere una particular configuración con Cristo: «significa y realiza la muerte al pecado y la entrada en la vida de la Santísima Trinidad a través de la configuración con el Misterio pascual» (Catecismo, 1239).

1]  Cfr. Santo Tomás, Summa contra gentiles, IV, 81.
[2] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, III. Suppl., qq. 78-86.
[3] Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 48.
[4] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, 45.
[5] Ibídem, 12.
[6] Cfr. Ibídem, 13-15, 28, 48.
[7] San Agustín, Confessiones, 1, 1, 1.
[8] San Josemaría, Amigos de Dios, 221.
[9] Cfr. San Agustín, Epistulae, 55, 9.
[10] Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q. 12, a. 6, c.
[11] «La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno» (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 45).
[12] Cfr. Ibídem, 47.
[13] San Josemaría, Surco, 889.
[14] En efecto, Benedicto XVI en la Spe salvi dice que «algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador» (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 47).
[15] Cfr. DS 856, 1304.
[16] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 47.


B) LA RESURRECCIÓN DE CRISTO Y LA NUESTRA. LA ESPERANZA CRISTIANA DE LA RESURRECCIÓN. (Autor: Comisión Teológica Internacional)[4]

El Apóstol Pablo escribía a los Corintios: «Pues os trasmití en primer lugar lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado; y que resucitó al tercer día según las Escrituras» (1 Cor 15, 3-4). Ahora bien, Cristo no sólo resucitó de hecho, sino que es «la resurrección y la vida» (Jn 11, 25) y también la esperanza de nuestra resurrección. Por ello, los cristianos hoy, como en tiempos pasados, en el Credo Niceno-Constantinopolitano, en la misma «fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios» (507), en la que profesan la fe en Jesucristo que «resucitó al tercer día según las Escrituras», añaden: «Esperamos la resurrección de los muertos» (508). En esta profesión de fe resuenan los testimonios del Nuevo Testamento: «los que murieron en Cristo, resucitarán» (1 Tes 4, 16).

«Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que duermen» (1 Cor 15, 20). Este modo de hablar implica que el hecho de la resurrección de Cristo no es algo cerrado en sí mismo, sino que ha de extenderse alguna vez a los que son de Cristo. Al ser nuestra resurrección futura «la extensión de la misma Resurrección de Cristo a los hombres» (509), se entiende bien que la resurrección del Señor es ejemplar de nuestra resurrección. La resurrección de Cristo es también la causa de nuestra resurrección futura: «porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos» (1 Cor 15, 21). Por el nacimiento bautismal de la Iglesia y del Espíritu Santo resucitamos sacramentalmente en Cristo resucitado (cf. Col 2, 12). La resurrección de los que son de Cristo debe considerarse como la culminación del misterio ya comenzado en el bautismo. Por ello se presenta como la comunión suprema con Cristo y con los hermanos y también como el más alto objeto de esperanza: «y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4, 17; «estaremos» ¡en plural!). Por tanto, la resurrección final gloriosa será la comunión perfectísima, también corporal, entre los que son de Cristo, ya resucitados, y el Señor glorioso. De todas estas cosas aparece que la resurrección del Señor es como el espacio de nuestra futura resurrección gloriosa y que nuestra misma resurrección futura ha de interpretarse como un acontecimiento eclesial.

Por esta fe, como Pablo en el Areópago, también los cristianos de nuestro tiempo, al afirmar esta resurrección de los muertos, son objeto de burla (cf. Hech 17, 32). La situación actual en este punto no es diversa de la que Orígenes describía en su tiempo: «Además, el misterio de la resurrección, por no ser entendido, es comentado con mofa por los infieles» (510).

Este ataque y esta burla no consiguieron que los cristianos de los primeros siglos dejaran de profesar su fe en la resurrección, o los teólogos primitivos, de exponerla. Todos los símbolos de la fe, como el ya citado, culminan en este artículo de la resurrección. La resurrección de los muertos es «el tema monográfico más frecuente de la teología preconstantiniana; apenas existe una obra de la teología cristiana primitiva que no hable de la resurrección» (511). Tampoco tiene que asustarnos la oposición actual.

La profesión de la resurrección desde el tiempo patrístico se hace de manera completamente realística. Parece que la fórmula «resurrección de la carne» entró en el Símbolo romano antiguo, y después de él en otros muchos, para evitar una interpretación espiritualística de la resurrección que por influjo gnóstico atraía a algunos cristianos (512). En el Concilio XI de Toledo (675) se expone la doctrina de modo reflejo: se rechaza que la resurrección se haga «en una carne aérea o en otra cualquiera»; la fe se refiere a la resurrección «en esta [carne] en que vivimos, subsistimos y nos movemos»; esta confesión se hace por el «ejemplo de nuestra Cabeza», es decir, a la luz de la resurrección de Cristo (513). Esta última alusión a Cristo resucitado muestra que el realismo hay que mantenerlo de modo que no excluya la transformación de los cuerpos que viven en la tierra, en cuerpos gloriosos. Pero un cuerpo etéreo, que sería una creación nueva, no corresponde a la realidad de la resurrección de Cristo e introduciría, por ello, un elemento mítico. Los Padres de este Concilio presuponen aquella concepción de la resurrección de Cristo que es la única coherente con las afirmaciones bíblicas sobre el sepulcro vacío y sobre las apariciones de Jesús resucitado (recuérdese el uso del verbo _öèç para expresar las apariciones del Señor resucitado y, entre los relatos de apariciones, las llamadas «escenas de reconocimiento»); sin embargo, esa resurrección mantiene la tensión entre continuidad real del cuerpo (el cuerpo que estuvo clavado en la cruz, es el mismo cuerpo que ha resucitado y se manifiesta a los discípulos) y la transformación gloriosa de ese mismo cuerpo. Jesús resucitado no sólo invitó a los discípulos para que lo palparan, porque «un espíritu no tiene carne y huesos como veis que tengo yo», sino que les mostró las manos y los pies para que comprobaran «que yo soy el mismo» (Lc 24, 39: _ôé _þ å_ìé á_ôüò); sin embargo, en su resurrección no volvió a las condiciones de la vida terrestre y mortal. Así también al mantener el realismo para la resurrección futura de los muertos, no olvidamos, en modo alguno, que nuestra verdadera carne en la resurrección será conforme al cuerpo de la gloria de Cristo (cf. Flp 3, 21). Este cuerpo que ahora está configurado por el alma (øõ÷Þ), en la resurrección gloriosa será configurado por el espíritu (ðvå_ìá) (cf. 1 Cor 15, 44).

En la historia de este dogma constituye una novedad (al menos, después que se superó aquella tendencia que apareció en el siglo II por influjo de los gnósticos), el hecho de que en nuestro tiempo algunos teólogos someten este realismo a crítica. La representación tradicional de la resurrección les parece demasiado tosca. Especialmente las descripciones demasiado físicas del acontecimiento de la resurrección suscitan dificultad. Por ello, se busca, a veces, refugio en cierta explicación espiritualística de ella. Para ello piden una nueva interpretación de las afirmaciones tradicionales sobre la resurrección.

La hermenéutica teológica de las afirmaciones escatológicas debe ser correcta (514). No se las puede tratar como afirmaciones que se refieren meramente al futuro (que, en cuanto tales, tienen otra situación lógica que las afirmaciones sobre realidades pretéritas y presentes que pueden describirse prácticamente como objetos comprobables), porque aunque con respecto a nosotros todavía no hayan sucedido y, en este sentido, sean futuras, en Cristo ya se han realizado.

Para evitar las exageraciones tanto por una descripción excesivamente física como por una espiritualización de los acontecimientos, se pueden indicar ciertas líneas fundamentales.

Pertenece a una hermenéutica propiamente teológica, la plena aceptación de las verdades reveladas. Dios tiene ciencia del futuro que puede también revelar al hombre como verdad digna de fe.

Esto se ha manifestado en la resurrección de Cristo, a la que se refiere toda la literatura patrística, cuando habla de la resurrección de los muertos. Lo que crecía en el pueblo escogido en esperanza, se ha hecho realidad en la resurrección de Cristo. Aceptada por la fe, la resurrección de Cristo significa algo definitivo también para la resurrección de los muertos.

Hay que tener una concepción del hombre y del mundo, fundamentada por la Escritura y la razón, que sea apta para que se reconozca la alta vocación del hombre y del mundo, en cuanto creados. Pero hay que subrayar todavía más que «Dios es el "novísimo" de la creatura. En cuanto alcanzado es cielo; en cuanto perdido, infierno; en cuanto discierne, juicio; en cuanto purifica, purgatorio. Él es aquello en lo que lo finito muere, y por lo que a Él y en Él resucita. Él es como se vuelve al mundo, a saber, en su Hijo Jesucristo que es la manifestación de Dios y también la suma de los "novísimos"» (515). El cuidado requerido para conservar el realismo en la doctrina sobre el cuerpo resucitado no debe olvidar la primariedad de este aspecto de comunión y compañía con Dios en Cristo (esa comunión nuestra en Cristo resucitado será completa, cuando también nosotros estemos corporalmente resucitados), que son el fin último del hombre, de la Iglesia y del mundo (516).

También el rechazo del «docetismo» escatológico exige que no se entienda la comunión con Dios en el último estadio escatológico como algo que será meramente espiritual. Dios que en su revelación nos invita a una comunión última, es simultáneamente el Dios de la creación de este mundo. También esta «obra primera» será finalmente asumida en la glorificación. En este sentido, afirma el Concilio Vaticano II: «permaneciendo la caridad y su obra, toda la creación que Dios creó por el hombre, será liberada de la esclavitud de la vanidad» (517).

Finalmente hay que advertir que en los Símbolos existen fórmulas dogmáticas llenas de realismo con respecto al cuerpo de la resurrección. La resurrección se hará «en esta carne, en que ahora vivimos» (518). Por tanto, es el mismo cuerpo el que ahora vive y el que resucitará. Esta fe aparece claramente en la teología cristiana primitiva. Así San Ireneo admite la «transfiguración» de la carne, «porque siendo mortal y corruptible, se hace inmortal e incorruptible» en la resurrección final (519); pero tal resurrección se hará «en los mismos [cuerpos] en que habían muerto: porque de no ser en los mismos, tampoco resucitaron los que habían muerto» (520). Los Padres, por tanto, piensan que sin identidad corporal, no puede defenderse la identidad personal. La Iglesia no ha enseñado nunca que se requiera la misma materia para que pueda decirse que el cuerpo es el mismo. Pero el culto de las reliquias por el que los cristianos profesan que los cuerpos de los santos «que fueron miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo» han de ser «resucitados y glorificados» (521), muestra que la resurrección no puede explicarse independientemente del cuerpo que vivió.


C) LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y LA VIDA ETERNA.
(En la página de internet[5] en la que se obtuvo este material no figuraba el nombre del autor de este excelente contenido)

El Credo concluye confesando la fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Creer en Dios Padre, como origen de la vida; creer en Jesucristo, como vencedor de la muerte; creer en el Espíritu Santo, como Espíritu vivificante en la Iglesia, donde experimentamos la comunión de los santos y el perdón de los pecados, causa de la muerte, nos da la certeza de la resurrección y de la vida terna.

La profesión de fe en «la resurrección de la carne» y en «la vida eterna» son el fruto de la fe en el Espíritu Santo y en su poder transformador, como culminador de la nueva creación inaugurada en la Resurrección de Cristo.

 1. EL AMOR DE DIOS ES MAS FUERTE QUE LA MUERTE.

Por el libro de la Sabiduría sabemos que «no fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes. El creó todo para que subsistiera» (Sab 1,13-14). «Amas a todos los seres y nada de lo que has hecho aborreces; si odiases algo, no lo hubieras creado. ¿Cómo podría subsistir algo que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no lo hubieses llamado a la existencia? Pero Tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida y la garantía de nuestra resurrección y de la vida eterna. Dios crea para la vida porque crea por amor. «El amor es más fuerte que la muerte». Es este el deseo de todo amor auténtico. Y el amor de Dios no sólo es deseo y promesa, sino realidad, pues tiene en su poder la vida y la muerte. La vida surgida del amor de Dios es vida eterna.

El Señor ora al Padre: «Quiero que donde yo estoy, estén también ellos, para que vean mi gloria» (Jn 17,24), deseando que a quienes plasmó y formó, estando con El, participen de su gloria. Así plasmó Dios al hombre, en el principio, en vista de la gloria; eligió a los patriarcas, en vistas de su salvación; formó y llamó a los profetas, para habituar al hombre sobre la tierra a llevar su Espíritu y poseer la comunión con Dios... Para quienes le eran gratos diseñaba, como arquitecto, el edificio de la salvación; guiaba en Egipto a quienes no le velan; a los rebeldes en el desierto les dio una ley adecuada; a los que entraron en la tierra les procuró una heredad apropiada; para quienes retornaron al Padre mató un «novillo cebado» y les dio el «mejor vestido», disponiendo así, de muchos modos, al género humano a la música (Lc15,22-23.25) de la salvación... Pues Dios es poderoso en todo: fue visto antes proféticamente, luego fue visto adoptivamente en el Hijo, y será visto paternalmente en el Reino de los cielos (1 Jn 3,2; 1 Cor 13,12); pues el Espíritu prepara al hombre para el Hijo de Dios, el Hijo lo conduce al Padre, y el Padre le da la incorrupción para la vida eterna, que consiste en ver a Dios. Como quienes ven la luz están en la luz y participan de su resplandor, así los que ven a Dios están en Dios, participando de su esplendor. Pero el esplendor de Dios vivifica, de ahí que quienes ven a Dios participan de la vida eterna 1.

La muerte es consecuencia del pecado. El hombre, llamado a la vida por Dios, quiere alcanzar por sí mismo el árbol de la vida, adueñarse autónomamente, sin Dios, de ella. Al intentarlo, halla la muerte (Gén 2,17;3,19). Así «por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte» (Rom 5,12). Esta es la muerte que no ha querido Dios; esta muerte es fruto del pecado y signo del alejamiento de Dios, la fuente y plenitud de la vida. La muerte es el último, el definitivo enemigo del hombre (1 Cor 15,26; Ap 20,14). Pero...

Como la carne es capaz de acoger la corrupción, también puede acoger la incorrupción. Y como puede acoger la muerte, puede acoger la vida. Y si la muerte aleja la vida, apoderándose del hombre y haciéndolo un muerto, tanto más la vida, apoderándose del hombre, alejará la muerte y restaurará al hombre como un viviente para Dios (Rom 6,11). Pues si la muerte le mató, ¿por qué la Vida no le vivificará? Por tanto, «como el primer hombre se hizo espíritu viviente, el segundo Hombre fue espíritu vivificante» (1 Cor 15,45). Y como aquel, espíritu viviente, pecando, perdió la vida, así él mismo, recibiendo el Espíritu vivificante, recobrará la vida (Rom 8,11; 2 Cor 5,4-5) 2.

En esta muerte entra Jesucristo, como nuevo Adán, y sale vencedor de la muerte: «Se hundió hasta la muerte y muerte de cruz» (Filp 2,8); por esta kénosis, en obediencia al Padre, Jesús venció el poder de la muerte (2 Tim 1,10; Heb 2,14); la muerte, de esta manera, ha perdido su aguijón (1 Cor 15,55). El que cree en Cristo «ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5,24); pues «el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no gustará la muerte por siempre» (Jn 11,25-26), siendo el mismo Cristo «la resurrección y la vida» (Jn 11,25;14,6).

Debes creer que también la carne resucitará. Pues, ¿Por qué asumió Cristo nuestra carne? ¿Por qué subió a la cruz? ¿Por qué gustó la muerte, fue sepultado y resucitó? ¿Por qué hizo todo eso, sino para que resucitaras tú? Este es el misterio de tu resurrección. Porque «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1 Cor 15,14). ¡Pero resucitó!, siendo, por tanto, firme nuestra fe 3.

La confesión de fe en la resurrección de la carne no es, pues, la fe en la inmortalidad; no profesamos que el hombre es inmortal, sino la fe en Dios, que ama al hombre y le libra de la muerte, resucitándolo. «El amor pide eternidad, y el amor de Dios no sólo la pide, sino que la da y es» (Ratzinger).

La resurrección de la carne constituye la segura esperanza de los cristianos. ¡Somos tales por esta fe! 4.

La esperanza cristiana en la resurrección no es el mero optimismo humano de que al final todas las cosas acaban por arreglarse de alguna manera. La esperanza cristiana es la certeza de que Dios no se deja vencer por el mal y la injusticia. «Remitir la justicia a Dios» es «dar razón a todos los hombres de nuestra esperanza» (1 Pe 3,15).

Esta certeza no es ilusoria, ya ha comenzado a realizarse. Se ha cumplido en Jesucristo, resucitado de entre los muertos (Rom 8,29; 1 Cor 15,20; Col 1,18), como garantía y fundamento permanente y firme de nuestra esperanza. Unidos por la fe y el bautismo a Cristo y a su muerte, esperamos participar igualmente de su gloriosa resurrección (Rom 6,5):

En Cristo se realizó ya lo que es todavía esperanza. No vemos lo que esperamos, pero somos el cuerpo de aquella cabeza en la que hizo realidad lo que esperamos (San Agustín).

Tu vida es Cristo. ¡Esta es la vida que no sabe de muerte! Por tanto, si queremos no temer la muerte, vivamos donde vive Cristo, para que también diga de nosotros: «En verdad, algunos de los que están aquí presentes no gustarán la muerte» (Lc 9,27), como el ladrón a quien el Señor aseguró: «Hay estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). Y es que la vida eterna consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino 5.

Cristo «salió del Padre», como Hijo Unigénito, y «vuelve al Padre» como Primogénito de muchos hermanos (Col 1,18). Cristo Encarnado, al tomar nuestra carne, nos diviniza, haciéndonos partícipes de su divinidad, ya en este mundo por la fe: «el que cree en mí tiene vida eterna», y en plenitud de la visión, cuando «seremos semejantes a El porque le veremos tal cual es». A través de la carne de Cristo vemos ahora y en la eternidad al Padre: «Felipe, el que me ha visto a mí, ha visto al Padreo (Jn 14,9). Jesús es siempre el mediador entre los hombres y Dios. El cuerpo glorioso de Cristo, «en el que habita la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), es la manifestación de Dios para el creyente ahora y por los siglos de los siglos.

 2. LA FIDELIDAD DE DIOS: GARANTÍA DE RESURRECCIÓN.

La fe en la resurrección surge en el Antiguo Testamento en un contexto martirial (2Mac 7; Dn 12). El justo perseguido remite su justicia a Dios, creyendo y esperando que El restablecerá el derecho (Job 19,25s; Sal 7, 23s). A quienes han sufrido por Dios, declarándose por El ante los hombres, Dios no les abandona. Esta esperanza martirial de Israel llega a su plenitud en el martirio de Cristo, en el testimonio supremo del amor de Dios en la muerte de cruz dado por Cristo Jesús (1 Tim 6,13). El Padre sale como garante de la vida de sus testigos, de sus mártires. Quien remite a él su justicia no queda defraudado, «no permitirá que su Justo experimente la corrupción» (H 2,27.31):

Yo sé que está vivo mi Vengador (goel)
y que al final se alzará sobre el polvo.
Tras mi despertar me alzará junto a El,
y con mi propia carne veré a Dios.
Yo, sí, yo mismo, y no otro, le veré,
mis propios ojos le verán (Job 19,25-27).

Es cierto que no sabemos representarnos ni explicarnos la resurrección de nuestra carne, pues «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9), pero esto no resta nada a la certeza de nuestra esperanza, que se basa no en nosotros, sino en la fidelidad de Dios. La muerte no es capaz de destruir la unión con Dios. Podemos decirle con el salmista:

Yo siempre estaré contigo,
Tú tomas mi mano derecha,
me guías según tus planes
y me llevas a un destino glorioso.
¿No te tengo a Ti en el cielo?
y contigo, ¿qué me importa la tierra?
Se consumen mi corazón y mi carne
por Dios, mi herencia eterna (Sal 73,26).

Dios rescatará mi vida,
de las garras del seol me sacará (Sal 49,16).

Desde el tiempo de San Pablo, el hombre siente curiosidad por saber «¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?» (1 Cor 15,35). La única respuesta que tenemos es la certeza de que seremos «los mismos, pero no lo mismo»; resucita el mismo cuerpo, la misma persona, pero transformados: «porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad» (1 Cor 15,50-53). «Todos resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen» 6, pero transformados y transfigurados por el Espíritu de Dios:

Se siembra lo corruptible, resucita incorruptible;
se siembra lo vil, resucita glorioso;
se siembra lo débil, resucita fuerte;
se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual (1 Cor 15,42-44).

La vida eterna es Dios mismo y el amor que Él nos da. Y siendo «Dios de vivos y no de muertos» (Mc 12,27) resucita a los muertos en fidelidad consigo mismo. En su Hijo, Jesucristo nos ha mostrado su fuerza de resurrección, es decir, ha aparecido ante nosotros como «Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Rom 4,17).

La carne de los santos será transformada por la resurrección en tal gloria que podrá estar en la presencia del Señor, pues «Dios transformará el cuerpo de nuestra humillación conforme al cuerpo del Hijo de su gloria» (Flip 3,21), que está sentado a su derecha: «Nos resucitó con Cristo y nos hizo sentar con El en los cielos» (Ef 2,6), «brillando como el sol y como el fulgor en el Reino de Dios» (Dan 12,3; Mt 13,43) 7.

Ya San pablo se sirve de la naturaleza, de la siembra y la cosecha o del dormir y despertar como imágenes del poder de Dios para hacer surgir y resurgir la vida. Los Padres de la Iglesia no se cansan de comentar estos textos:

Consideremos cómo Dios nos muestra la resurrección futura, de la que hizo primicias al Señor Jesucristo, resucitándolo de entre los muertos (Col 1,18); miremos la resurrección que se da en la sucesión del tiempo; se duerme la noche y se levanta el día; tomemos igualmente el ejemplo de los frutos: las semillas sembradas y deshechas en la tierra, la magnificencia del Señor las hace resucitar y de una brotan muchas y llevan fruto...8.

Considerándolo bien, ¿qué cosa parecería más increíble -de no estar nosotros en el cuerpo- que el que nos dijeran que de una menuda gota de semen humano nacerán huesos, tendones y carnes, con la forma que los vemos? Si no fuerais hombres y alguien, mostrándonos el semen humano y la imagen de un hombre, os dijera que éste se forma de aquel, ¿lo creerías antes de verlo nacido? Pues, aunque parezca increíble, así es... Ved, pues, cómo no es imposible que los cuerpos disueltos y esparcidos como semillas en la tierra, resuciten a su tiempo por orden de Dios y «se revistan de incorrupción» (1 Cor 16,53). «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Mt 19,26; Gén 18,14; Job 42,2; Sal 113,9; Sab 11,21).

Un árbol cortado vuelve a florecer; y el hombre «segado» de este mundo, ¿no va a quedar? (Mt 3,12p). Los sarmientos, aunque se corten, si son injertados, retoñan y fructifican; y el hombre, para quien aquellos existen, ¿No va a resucitar después de haber caído en tierra? Dios, que nos hizo de la nada, ¿No podrá resucitar a los que somos y hemos caído? Se siembra un grano de trigo u otra semilla, y caído en tierra, muere y se pudre, pero el grano podrido resucita verde y hermosísimo; pues si lo que ha sido creado para nosotros revive después de haber muerto, ¿No resucitaremos nosotros después de la muerte? Como ves, ahora es invierno; los árboles están como muertos; pero reverdecen con la primavera, como volviendo de la muerte a la vida. Pues, viendo Dios tu incredulidad, realiza cada año una resurrección de estos fenómenos naturales, para que a la vista de lo que pasa en seres inanimados, creas que lo mismo sucede con los seres dotados de alma racional... Y he aquí otro ejemplo de lo que todos los días sucede ante tus ojos: Hace cien -o doscientos años, ¿Dónde estábamos nosotros?

Nuestros cuerpos están formados de sustancias débiles, informes y sencillas; sin embargo, de tales principios el hombre se hace un viviente con nervios resistentes, ojos claros, nariz dotada de olfato, lengua que habla, corazón que palpita, manos que trabajan, pies que corren, y demás clases de miembros; aquel débil principio forma un ingeniero naval o de la construcción, un arquitecto, un obrero de cualquier profesión, un soldado, un gobernador, un rey. Pues haciéndonos Dios de cosas pequeñas, ¿No podrá resucitarnos después de muertos? Quien hace cuerpos vivos de tan insignificantes elementos, ¿No podrá resucitar un cuerpo muerto? El que hace lo que no era, ¿No resucitará lo que era y murió?...10.

Pero, ¿Cómo -te preguntas- puede resucitar una materia totalmente disuelta? ¡Examínate a ti mismo, oh hombre, y te convencerás de ello! Piensa lo que eras antes de ser: ¡Nada, de lo contrario lo recordarías! Pues si tú eres nada antes de ser y serás nada cuando dejes de ser, ¿Por qué no podrás resucitar de la nada por voluntad del mismo Autor, que quiso llegaras de la nada al ser? ¿Qué te acontecerá de nuevo? Cuando no existías, fuiste hecho. Nuevamente serás hecho, cuando no existas... Más fácil es hacerte tras haber existido, que hacerte sin existir 11.

Realmente «en vano cree en Dios, quien no cree en la resurrección de la carne y en la vida eterna, pues todo lo que creemos es por la fe en nuestra resurrección». De otro modo, «si ponemos nuestra esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los más miserables de los hombres» (1 Cor 15,19). Pues Cristo asumió la carne humana para dar a nuestro ser mortal la comunión de la vida eterna. Creer en Cristo, por tanto, es creer en la resurrección de la carne. Ya Isaías lo anunció así: «Se levantarán los muertos, resucitarán los que yacen en los sepulcros y en el polvo de la tierra» (Is 26,19). Y el mismo Señor nos dice que con El «llegó la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, resucitando quienes obraron el bien para la resurrección de la vida, y los obradores del mal para la resurrección del juicio» (Jn 11,27)... De estos -y otros textos ya citados- concluye Nicetas de Remasina

Para que no dudes, absolutamente, de la resurrección corporal, observa el ejemplo de las cosas terrestres aducido por el Apóstol. El grano de trigo sembrado en la tierra muere y, humedecido por el rocío del cielo, se pudre para finalmente ser vivificado y resucitar (1Cor 15,36). Creo que Quien, a causa del hombre, resucita un grano de trigo, puede resucitar al mismo hombre sembrado en la tierra. ¡Lo puede y lo quiere! Pues como el grano es vivificado por la lluvia así el cuerpo lo es por el rocío del Espíritu, como asegura Isaías refiriéndose a Cristo: «El rocío que de ti procede es salvación para ellos» (Is 26,19). ¡Verdadera salvación! Pues los cuerpos resucitados de los santos ya no temen morir, viviendo con Cristo en el cielo, quienes en este mundo vivieron según su voluntad. ¡Esta es la vida eterna y bienaventurada en la que crees! ¡Este es el fruto de toda la fe! ¡Esta es la esperanza por la que nacimos, creímos y renacimos! 12.

Nuestra esperanza es la resurrección de los muertos, nuestra fe es la resurrección de los muertos. Quitada ésta, cae toda la doctrina cristiana. Por tanto, quienes niegan que los muertos resuciten no son cristianos... Espero que aquí nadie sea pagano, sino todos cristianos. Pues los paganos y quienes se mofan de la resurrección no cesan de susurrar diariamente en los oídos de los cristianos: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1 Cor 15,33); pues dicen «nadie resucitó del sepulcro, no oí la voz de ningún muerto, ni de mi abuelo ni de mi bisabuelo ni de mi padre». Respondedles, cristianos, si sois cristianos: «¡Estúpido!, ¿Creerías si resucitase tu padre? resucitó el Señor de todas las cosas, ¿Y no crees?, ¿Para qué quiso morir y resucitar, sino para que todos creyéramos en Uno y no fuésemos engañados por muchos?...13

La resurrección de Jesucristo es el fundamento firme de la fe de la Iglesia en la resurrección de los muertos (He 4,1-2;17,18.32): «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu, que habita en vosotros» (Rom 8,11; 1 Cor 15,12-22). «¡Se mantenga siempre fuerte en vuestro corazón Cristo, quien quiso mostrar en la Cabeza lo que los miembros esperan! Él es el Camino: «corred de manera que lo alcancéis». Sufrimos en la tierra, pero nuestra Cabeza está en el cielo, ya no muere ni sufre nada, después de haber padecido por nosotros, pues «fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Rom 4,25) 14.

Que la muerte haya sido destruida, que la cruz haya triunfado sobre ella y que no tenga ya fuerza sobre nosotros (1 Cor 15,54-57), sino que esté realmente muerta, aparece evidente en el testimonio de los discípulos de Cristo que «desprecian la muerte». ¡Todos sus discípulos caminan hacia ella sin temerla, pisoteándola mediante el signo de la cruz y la fe en Cristo! Los que creen en Cristo la pisan como una nada, prefiriendo morir a renegar de la fe en Cristo. Pues saben muy bien que muriendo no perecen sino que viven y que la resurrección les hará incorruptibles. Así testimonian la victoria sobre la muerte lograda por el Salvador en su resurrección. De tal modo ha sido debilitada la muerte que hasta los niños y las mujeres se mofan de ella como de un ser muerto e inerte... Así todos los creyentes en Cristo la pisan y, dando testimonio de Cristo, se ríen de la muerte y la insultan: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15,55) ...Quien dude sobre la victoria de Cristo sobre la muerte, que reciba la fe en Él y le siga: ¡Verá entonces la debilidad de la muerte y la victoria lograda sobre ella! Muchos, que antes de creer se mofaban de la resurrección de Cristo, después de creer, despreciaron la muerte, llegando a ser también ellos mártires de Cristo 15.

Ya la Eucaristía es experiencia gozosa del banquete del Reino y garantía de vida eterna, según la Palabra del mismo Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,54).


 3. LA RESURRECCIÓN CONSUMA LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS.

En Cristo, hombre como nosotros, glorificado a la derecha del Padre, nos encontramos con Dios. Y en Él nos encontramos con la comunidad de los creyentes, unidos a Él como miembros de su Cuerpo, glorificados con Él.

Este es el fin y el compendio de nuestra fe. ¿Y quién, creyendo en Dios, puede dudar de la resurrección de la carne, siendo manifiesto que por eso solamente nació Cristo? ¿Por qué otro motivo se dignó el Eterno asumir la carne, sino para eternizar la carne? ¿Por qué el Hijo de Dios no rehusó la cruz, deseó la muerte y anheló la sepultura, sino para dar a los mortales la vida eterna mediante la resurrección? 16.

Confesamos la resurrección de la carne, es decir, del hombre entero, como persona que vive en la comunión eclesial en el mundo, con los hombres y con la creación entera. La vida eterna, comunión con Dios, será también la «communio sanctorum», la comunión de los santos y de las cosas santas, de los nuevos cielos y la nueva tierra, de toda la creación liberada de la «vanidad» y «servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,20- 21).

La vida eterna realizará plenamente la comunión. El gozo de la comunidad eclesial alcanzará la plenitud en la comunión celestial. En ella, cada miembro del Cuerpo eclesial de Cristo descubrirá su puesto «indispensable» (1 Cor 12,22) y, por ello, sin envidia, «tomando parte en el gozo de los demás» (1 Cor 12,26). El amor, llegado a su cumplimiento pleno, dará sentido y valor a todos y cada uno de los diversos carismas (1 Cor 13).

Cristo nos dirá: «Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino que os ha sido preparado desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Así se lo anuncia al buen Ladrón: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Pues Cristo quitó aquella «espada llameante» de la entrada del Paraíso (Gén 3,24), abriéndolo para los creyentes, al recrear todas las cosas en su estado original, para reunirnos a todos en la Jerusalén celestial, donde estaremos y haremos fiesta con Cristo... Pues es una fiesta deseabilísima la fiesta de la resurrección de todos los cuerpos, de los que Cristo fue «la primicia» (1 Cor 15,23), pues es designado -y lo es- «Primogénito de entre los muertos» (Col 1,18), siendo «la Resurrección y la Vida» (Jn 11,25-26) 17.

La fe en la vida eterna, como consumación de la comunión, impulsa a la comunidad cristiana a vivir en el mundo como signo sacramental del amor y unidad escatológico, que mientras la espera, realiza ya la comunión. El fiel vive como hijo, sintiendo a los demás fieles como hermanos, desgastando la vida presente por los hombres, en espera de la nueva creación.

Al morir, pasamos por la muerte a la inmortalidad a reinar por siempre. No es ciertamente una salida, sino un paso y traslado a la eternidad. Y el que ha de llegar a la morada de Cristo, a la gloria del reino celeste, no debe llorar sino más bien regocijarse de esta partida y traslado, conforme a la promesa del Señor (Jn 17,24) y a la fe en su cumplimiento (Filp 3,20-21). Pues nosotros tenemos por patria el paraíso (Filp 3,20; Heb 11,13-16; 13,13) y por padres a los patriarcas. Nos esperan allí muchas de nuestras personas queridas, seguras de su salvación pero preocupados por la nuestra. ¡Qué alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a su presencia y abrazarlos! Allí está el coro glorioso de los apóstoles, el grupo de los profetas gozosos, la innumerable multitud de los mártires coronados por la victoria, las vírgenes que triunfaron en el combate de la castidad, los que socorrieron a los pobres, transfiriendo su patrimonio terreno a los tesoros del cielo. ¡Corramos, hermanos amadísimos, con insaciable deseo tras éstos, para estar enseguida con ellos! ¡Deseemos llegar pronto a Cristo! 18

La resurrección «en el último día», al final de la historia y en presencia de todos los hombres, manifestará la «comunión de los santos». El cristiano, que ya vive resucitado, vivirá plenamente su resurrección en la comunión del Reino, gozando con los hermanos que vivieron la misma fe en Cristo. La muerte no ha tenido el poder de separarlos. En el Cuerpo glorioso de Cristo, a quien le unió el bautismo, el cristiano encuentra a sus hermanos, miembros con él del «Cristo total» (S. Agustín). Cristo «es la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Quien se une a Cristo, es conocido y amado por Dios y tiene, por tanto, «vida eterna» (Jn 3,15): «Pues tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16.36; 5,24).


4. EL INFIERNO ES LA EXCOMUNIÓN ETERNA.

El que cree tiene vida eterna, «pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,18-21).

Dios, en Cristo, ofrece la luz y la vida al hombre. Pero el amor y la salvación no se imponen. Dios respeta absolutamente la libertad del hombre. Le ofrece gratuitamente, en Cristo, su amor y salvación, pero deja al hombre la libertad de acogerlo o rechazarlo. Es más, el amor de Dios capacita al hombre para acoger el don, pero sin anularle la libertad y, por ello, dejándole la posibilidad de rechazar el amor. El infierno, siempre posible para todo hombre, da seriedad a la vida y es garantía de libertad. Sin infierno, todo el Credo pierde su verdad. Todo se convierte en juego, en apariencia; nada es real. La idea del infierno, como condenación eterna, puede chocar con la lógica sentimental del hombre, pero es necesario para comprender a Dios, a Cristo, al Espíritu santo, a la Iglesia y al hombre:

El infierno existe y es eterno, como aparece en el Evangelio (Mt 25,41; 5,9 p; 5,22; 8,12; 13,42.50; 18,8-12; 24,51; 25,30; Lc 13,28) y en los escritos apostólicos (2 Tes 1,9; 2,10; 1 Tes 5, 3; Rom 9,22; Filp 3,19; 1 Cor 1,18; 2 Cor 2,15; 4,3; 1 Tim 6,9; Ap 14, 10; 19,20; 20,10-15; 21,8)...

El infierno es la negación de Dios, que constituye la bienaventuranza del hombre. Por ello, el infierno es la imagen invertida de la gloria. Al «ser en Cristo», se opone el ser apartado de Cristo, «no ser conocido por El» (Mt 7,23), sin comunión con El; al «entrar en el Reino» se opone el «quedarse fuera» (Lc 13,23-27); al «sentarse en el banquete» corresponde el ser excluido de él, «no participar en el banquete» (Lc 13,28-29; Mt 22,13); el novio «no conoce a las vírgenes necias y se quedan fuera, se les cierra la puerta»; el infierno es, «perder la herencia del Reino» (1 Cor 6,9-10; Gál 5,21), «no ver la vida» (Jn 3,36)... Si el cielo es «vida eterna», el infierno es «muerte eterna» o «segunda muerte» 19.

Quienes hayan huido de la Luz (Jn 3,19-21; 12,46-48; 1 Jn 1.5-6) tendrán un lugar digno de su fuga. En efecto, hallándose en Dios todos los bienes, quienes por propia decisión huyen de Dios se privan de todos los bienes. Quienes huyen del reposo vivirán justamente en la pena y quienes hayan huido de la Luz vivirán justamente en las tinieblas eternas, por haberse procurado tal morada. La separación de Dios es la muerte; la separación de la Luz es la tiniebla... Y como eternos y sin fin son los bienes de Dios, por eso su privación es eterna y sin fin (Jn 12,18; 3,18; Mt 25,34.41.46)... Por eso dice el Apóstol: «Porque no acogieron el amor de Dios, para ser salvados, Dios les enviará un poder seductor que les hará creer en la mentira, para que sean condenados todos los que no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad» (2Tes 2,10-12) 20.

La vida eterna consiste en «ver a Dios», en «vivir eternamente con Dios»; la muerte eterna, negación de la vida, es la irrevocable lejanía de Dios, el vacío incolmable del ser humano, existencia eterna sin Dios. Es la soledad absoluta, soledad en la que no puede entrar el amor. Dios y los otros, rechazados -«el infierno son los otros»-, quedan fuera del círculo donde el pecador se ha encerrado a sí mismo, creándose su propio infierno, excomulgándose, excluyéndose de la «comunión de los santos». El pecado lleva en su seno el infierno; la muerte en el pecado es su alumbramiento con todo «su llanto y crujir de dientes».

La vida eterna, que es premio de las obras buenas, es valorada por el Apóstol como gracia de Dios: «El salario del pecado es la muerte, más la gracia de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 6,23). El salario se paga como debido por el servicio prestado, no se regala; de ahí que «la muerte es el salario del pecado», es decir, ganada con este, debida a este. La gracia de Dios, sin embargo, no es gracia si no es gratis. Se ha de entender, pues, que incluso los buenos méritos del hombre son don de Dios, de modo que, cuando son recompensados, en realidad se devuelve gracia por gracia 21.

El infierno, por ello, es la «segunda muerte» (Ap 20,14- 15), es decir, el voluntario encerrarse en sí mismo, sin querer inscribir el propio nombre en el libro de la vida. Rechazando a Cristo, amor del Padre, el hombre pecador ha extraviado la llave que podía abrirle las puertas del infierno (Ap 1, 18;3,7). La muerte eterna brota, pues, de la profundidad del pecado del hombre. No vale decir «Dios es demasiado bueno para que exista el infierno», pues para que «exista el infierno» no es preciso que Dios lo haya querido o creado; basta que el hombre, siendo libre, realice su vida al margen de Dios, quien respeta esa libertad y la ratifica. Y como Dios es la vida, lo que nace del rechazo de Dios es la muerte eterna. Un amor total, realmente ofrecido, puede ser libremente rehusado, siendo una «pérdida total» 22.

Y no se nos objete lo que suelen decir los que se tienen por filósofos: que cuanto afirmamos sobre el castigo reservado a los impíos en el fuego eterno no es más que ruido y fantasmagorías; a estos respondemos que si no es como nosotros decimos, o Dios no existe o, si existe, no se cuida para nada de los hombres; y ni la virtud ni el vicio serían nada 23


5. LA VISIÓN DE DIOS ES VIDA ETERNA.

La fe cristiana llama justamente «vida eterna» a la victoria del amor sobre la muerte. Esta vida eterna consiste en la visión de Dios, incoada en el tiempo de la fe y consumada en el «cara a cara» del Reino. Pero visión, «ver a Dios», «conocer a Dios cara a cara» recoge toda la fuerza del verbo conocer en la Escritura. No se trata del conocer intelectual, sino de convivir, de entrar en comunión personal, gozar de la intimidad, compartiendo la vida de Dios, participando de la divinidad; «seremos semejantes a El porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Conocer a Dios es recibir su vida, que nos deifica: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

El estar con Cristo, vivir en Cristo, que nos da la fe y el bautismo, es el comienzo de la resurrección, como superación de la muerte (Filp 1,23; 2 Cor 5,8; 1 Tes 5,10). Este diálogo de la fe es vida que no puede destruir ni la muerte: «Pues estoy seguro que ni la muerte... podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8,38-39). San Policarpo puede bendecir a Dios en la hora de su martirio:

¡Señor, Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendito siervo Jesucristo, por quien hemos nacido de ti, yo te bendigo por haberme considerado digno de esta hora y poder ser contado entre tus mártires, tomando parte en el cáliz de Cristo (Mt 20,22-23; 26,39) para resurrección de vida eterna, mediante la incorrupción del Espíritu Santo! (Rom 8,11). Sea yo recibido hoy con ellos en tu presencia, como sacrificio aceptable, conforme previamente me lo preparaste y me lo revelaste, cumpliéndolo ahora Tú, el infalible y verdadero Dios 24

La visión de Dios es el cumplimiento del deseo que Jesús expresa en su oración: «Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado porque me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Más aún, que lleguen a «ser uno como nosotros», «como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros..., para que el mundo sepa que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,21.21-23).

¿Qué nos dio aquí? ¿Qué recibisteis? Nos dio la exhortación, nos dio su palabra, nos dio la remisión de los pecados; recibió insultos, la muerte, la cruz. Nos trajo de aquella parte bienes y, de nuestra parte, soportó pacientemente males. No obstante nos prometió estar allí de donde El vino, diciendo: «Padre, quiero que donde voy a estar, estén también conmigo los que me has dado» (Jn 17,24) ¡Tanto ha sido el amor que nos ha precedido!. Porque donde estábamos nosotros Él también estuvo, dónde Él está tenemos que estar también nosotros. ¿Qué te ha prometido Dios, oh hombre mortal? Que vivas eternamente. ¿No lo crees? Créelo, créelo. Es más lo que ya ha hecho que lo que ha prometido. ¿Qué ha hecho? Ha muerto por ti. ¿Qué ha prometido? Que vivirás con El. Es más increíble que haya muerto el eterno que el que un mortal viva eternamente. Tenemos ya en mano lo que es más increíble. Si Dios ha muerto por el hombre, ¿No ha de vivir el hombre con Dios? ¿No ha de vivir el mortal eternamente, si por él ha muerto Aquel que vive eternamente? Pero, ¿cómo ha muerto Dios y por qué medio ha muerto? ¿Y puede morir Dios? Ha tomado de ti aquello que le permitiera morir por ti. No hubiera podido morir sin ser carne, sin un cuerpo mortal: se revistió de una sustancia con la que poder morir por ti, te revestirá de una sustancia con la que podrás vivir con El. ¿Dónde se revistió de muerte? En la virginidad de la madre. ¿Dónde te revestirá de vida? En la igualdad con el Padre. Aquí eligió para sí un tálamo casto, donde el esposo pudiera unirse a la esposa (2 Cor 11,2; Ef 5,22-23...). El Verbo se hizo carne (Jn 1,14) para convertirse en cabeza de la Iglesia (Ef 1,22-23; Col 1,18). Algo nuestro está ya allá arriba, lo que Él tomó, aquello con lo que murió, con lo que fue crucificado: ya hay primicias tuyas que te han precedido, ¿y tú dudas de que las seguirás? 25

El Hijo entregará al Padre los elegidos salvados por Él (1Cor 15,24), pasándoles de su Reino al Reino del Padre (Mt 25,35). «Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» (Mt 13,43):

El justo recibirá un «cuerpo celeste» (1 Cor 15,40), capaz de estar en compañía de los ángeles con el «vestido» limpio de su cuerpo, recibido en el bautismo, al ser inscrito en el libro de la vida (Ap 3,4-5). La otra vida es una espiritual cámara nupcial. 26.

Esta es la esperanza cristiana: «vivir con Cristo eternamente» (Filp 1,23). Esta es la fe que profesamos: «los muertos en Cristo resucitarán... yendo al encuentro del Señor... y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,16-17). «Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos» (Rom 14,9). Estar en Cristo con el Padre en la comunión del Espíritu Santo con todos los santos es la victoria plena del Amor de Dios sobre el pecado y la muerte: es la vida eterna:

Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, ni les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero, que está delante del trono, será su Pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos (Ap 7 15-17).

«¿Quién es el hombre, que apetece la vida y anhela ver días felices?» (Sal 34,13). El profeta se refiere, no a esta vida, sino a la verdadera vida, que no puede ser cortada por la muerte. Pues «ahora -dice el Apóstol- vosotros estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; pero cuando Cristo, vuestra Vida, se manifieste, también vosotros apareceréis con El en la gloria» (Col 3,3-4). Cristo es, pues, nuestra verdadera vida, siendo ésta vivir en El... De aquí que cuando oyes hablar de «días felices» no debes pensar en la vida presente, sino en los sábados alegres, santos, hechos de días eternos... Ya desde ahora, el justo bebe «agua viva» (Jn 4,11; 7,37-39), pero beberá más abundantemente de ella, cuando sea ciudadano de la Ciudad de Dios (Ap 7,17; 21,6; 22, 1.17), es decir, de la asamblea de quienes viven en los cielos, constituyendo todos la ciudad alegrada por la inundación del Espíritu Santo, estando «Dios en medio de ella para que no vacile» (Sal 45,6)... Allí, encontrará el hombre «su reposo» (Sal 114,7), al terminar su carrera de la fe y recibir la «corona de justicia» (2 Tim 4,7-8). Un reposo, por lo demás, dado por Dios no como recompensa de nuestras acciones, sino gratuitamente concedido a quienes esperaron en El. 27

Esta será la meta de nuestros deseos, amaremos sin hastío, alabaremos sin cansancio. Este será el don, la ocupación común a todos, la vida eterna. Pues, como dice el salmo, «cantarán eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88,2). Por cierto, aquella Ciudad no tendrá otro cántico más agradable que éste, para glorificación del don gratuito de Cristo, por cuya sangre hemos sido liberados. Allí se cumplirá aquel «descansad y ved que yo soy el Señor» (Sal 45,11). Este será el sábado máximo, que no tiene ocaso; descansaremos, pues, para siempre, viendo que Él es Dios, de quien nos llenaremos cuando «Él sea todo en todos». En aquel sábado nuestro, el término no será la tarde sino el Día del Señor, como octavo día eterno, que ha sido consagrado por la Resurrección de Cristo, santificando el eterno descanso. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos 28.

Un solo amor de Dios, un solo Espíritu unirá a todos los bienaventurados en un solo Cuerpo de Jesucristo, en la gloria de Dios y de sus obras, el cielo nuevo y la tierra nueva (Is 65,17; 66,22; 2 Pe 3,13):

Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni luto ni dolor. Porque lo de antes ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono dijo: Todo lo hago nuevo (Ap 21,2-5).

A M E N

La fe de la Iglesia culmina en la esperanza de la vida eterna. El AMEN final expresa la firmeza de la fe y la seguridad de la esperanza, basadas en el amor de Dios.

Amen tiene la misma raíz hebrea del creo con que empieza el Símbolo. Amén, pues, recoge y confirma el Credo confesado. Nuestra fe es nuestra esperanza. Jesucristo, el Amén (Ap 3,14), es el fundamento de nuestra fe, la garantía de nuestra esperanza y la culminación de nuestro amor en el amor de Dios. «En El todas las promesas han recibido un sí. Por El podemos responder Amén a Dios, para gloria suya» (2 Cor 1,20).

1. San Ireneo, Adversos Haereses IV 14,1-2; 20,5-6; 22,1-2.
2. San Ireneo, Adversos Haereses, 1 10,1; 111 16,9; 19,3; 23,7.
3. San Ambrosio, Explanatio Symboli 6.
4. Tertuliano, De Resurrectione Carnis 1-63.
5. San Ambrosio, Expos.Evan. s.Lucam VII 1-9; VIII 18; X 121.
6. Concilio IV de Letrán, Dzs. 801.
7. Rufino de Aquileya, Expositio Simboli 44-54.
8. San Clemente Romano, 1Cor 24-26; San Ignacio de
   Antioquia, A los Trallanos 9,2.
9. San Justino, 1 Apología 19,1-6.
10. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis XVIII 1-20.
11. Tertuliano, Apología 48. Textos semejantes se podrían multiplicar en
       los Padres, respondiendo a las objeciones de herejes u oyentes.
12. Nicetas de Remasina, Explanatio Symboli 10-12.
13. San Agustín, De Fide et Symbolo X 23-24; Sermón 362, 2-I8.
14. San Agustín, Sermón 361.
15. San Atanasio, De Incarnatione Verbi 27-28.
16. San Máximo Taumaturgo, Homilía 83.
17. San Atanasio, Contra Arrianos 11,76; San Cirilo de
     Alejandria, De Adoratione in Spiritu et Veritate XVII; In Joannes VII-
     VIII.
18. San Cipriano, Sobre la unidad de la Iglesia 26; Sobre la peste 2-26.
19. Lc 13,3; Jn 5,24; 6,50; 8,51;1Jn 3,14; 5,16-17; Ap 20,14; Rom 5,12; 6,21;   
      7,5-24; 8,6; 1Cor 15,21-22; Ef 2,1-5; Mm. 5,6...
20. San Ireneo, Adversus Haereses, IV 39,4; V 27,2-28,2.
21. San Ildefonso de Toledo, De Cognitione Baptismi 92-95.
22. Cfr. J. Ratzinger, Escatología, Barcelona 1980, p.201-203; J.L. Ruiz
     de la Peña, La otra dimensión, Santander 1986, p. 251-271.
23. San Justino, I Apología 19,7-8; 11 Apología 9,1; Diálogo con Trifón
     47,4.
24. Martirio de San Policarpo 14,1-2.
25. San Agustín, Enarratio in Psal. 148,8.
26. San Juan Crisóstomo, In Mth. Homilía 34,2; 31,3-5; De
     Resurrectione Mortis Homilía.
27. San Basilio, In Ps 33 Homilía 17; In Ps 45 Homilía 8-10; In Ps 114
      Homilía 8.
28. San Agustín, De Civitate Dei XXII 29-30.




V) EPÍLOGO.

Con lo dicho hasta aquí hemos concluido el tratamiento de la resurrección de la carne, desde una mirada católica y con los límites previstos para esta entrada.

En la próxima publicación continuaremos con el análisis de esta temática desde las perspectivas de otras tradiciones cristianas.

Valorar diferentes expresiones de fe cristianas, por un lado, nos será de utilidad para aumentar nuestros conocimientos y, por otro, nos permitirá apreciar la identidad que existe sobre este misterio entre las distintas tradiciones derivadas de la Iglesia Primitiva.

Además, conocer la comunión de puntos de vista que han alcanzado sobre el particular las distintas manifestaciones cristianas tradicionales, nos será de sumo beneficio para entender el funcionamiento de ciertas estructuras anticristianas que tienen la particularidad de actuar solapadamente bajo una mascarada de cristiandad, a las que en un futuro nos referiremos específicamente.

Al respecto, recuérdese que decíamos en la parte inicial de este trabajo que la resurrección de la carne -dada su centralidad en la doctrina de Cristo- es uno de los temas que los sectores anticristianos más se empeñan en distorsionar, confundir, oscurecer y/o negar, al tiempo que advertíamos que debíamos ser especialmente cuidadosos al abordar ese misterio.

Y es ese especial cuidado el que nos llevará -como dijimos- a continuar con el tema de la <resurrección de los muertos> en la próxima entrada.

Queridos Hermanos, hemos así llegado al final de nuestro trabajo. Sólo nos resta despedirnos implorando a la Santísima Trinidad para que nos de las fuerzas necesarias para cargar nuestra cruz y perseverar en la fe y en las obras que nos permitan regenerar nuestras naturalezas dañadas y llegar al destino de felicidad eterna que Dios pone al alcance de todos los seres humanos.


Dr. Alejandro Oscar De Salvo.
Abogado - Coach directivo.




Referencias.

[1] Reina-Valera 1960 (RVR1960)
[2] El contenido ha sido extraído de la página oficial del Vaticano.
 http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p123a11_sp.html
[3] El contenido ha sido extraído de la página: http://www.opusdei.es/art.php?p=35832
[4] La autoría de este artículo corresponde a la Comisión Teológica Internacional y fue extraído de la página Catholic.net en: http://es.catholic.net/conocetufe/424/903/articulo.php?id=24421
[5] http://www.mercaba.org/FICHAS/ORACION/CREDO/12_la_resurreccion_de_la_carne.htm