BLOG EDITADO POR ALEJANDRO OSCAR DE SALVO

domingo, 1 de junio de 2014

ESCATOLOGÍA CATÓLICA: EL DESTINO DEL HOMBRE, DE LA HUMANIDAD Y DEL UNIVERSO.



Alegoría de los salvos.


TEMARIO.

I) PRELIMINAR.

II) BREVE INTRODUCCIÓN A LA ESCATOLOGÍA CRISTIANA.

III) ESCATOLOGÍA CATÓLICA.

IV) EPÍLOGO.


Alegoría del alma de San Francisco abandonando su cuerpo.


ESCATOLOGÍA CATÓLICA: EL DESTINO DEL HOMBRE, DE LA HUMANIDAD Y DEL UNIVERSO.


I) PRELIMINAR.

En esta oportunidad comenzaremos a abordar la denominada escatología cristiana, materia que encierra una parte de las temáticas que mayor poder motivador tienen para quienes están comprometidos con la regeneración de su naturaleza corrompida o, dicho en otros términos, para quienes tienen el firme propósito de alcanzar la santidad.

Como explicamos más adelante y aquí anticipamos, dividiremos nuestra labor en tres partes. En esta primera entrega enfocaremos la cuestión escatológica desde una perspectiva católica, previo exponer los aspectos generales que hacen a la temática más allá de cualquier tradición o enfoque.

El estudio, comprensión y aplicación de los conocimientos que nos ocupan produce efectos decisivos en el modo de vida del ser humano, el cual pasa a diagramar sus objetivos y conducirse en sintonía con el crecimiento personal que experimenta al comprometerse con el destino último que le aguarda.

Sin embargo, a pesar del beneficio superlativo que causa en los planos moral y espiritual el debido uso de la escatología cristiana, ésta resulta completamente ignorada por las grandes mayorías. Es evidente que por distintas razones (que no es del caso tratar aquí) se impuso un marcado oscurantismo con relación a este asunto, con el que se está privando a las masas de acceder a un conocimiento que se torna indispensable para llevar una vida plena.

Basta con preguntarles a las personas comunes por el significado del vocablo <escatología> para confirmar que el mayor porcentaje de ellas no tienen la menor idea de que trata este asunto.

Entre los individuos vulgares sólo hay algunos (los que han alcanzado una instrucción un tanto más elevada que el resto) que logran relacionar el concepto escatológico con algo asqueroso, con una pila de estiércol u otros objetos nauseabundos. Es decir, que conocen el significado del término en su otra acepción: “Relativo a los excrementos y suciedades”

Se podrá decir que muchos de quienes no conocen la expresión en el sentido que aquí nos interesa igualmente están familiarizados con los temas que integran la escatología cristiana: La inmortalidad del alma, la resurrección de los muertos, el cielo, el infierno, etc., por haber leído o escuchado sobre ellos.

Lo cual es cierto, pero, no es menos cierto que en esos casos, casi siempre, se trata de un mero conocimiento intelectual que está alejado de las profundidades de la fe y resulta notoriamente incapaz de motivar y guiar espiritualmente a las personas en su vida terrena. Y, por ende, no alcanza para impulsarlas a intentar hacerse merecedoras del premio mayor, el cual sólo es posible cobrar en la vida futura.

En rigor de verdad sólo una élite cristiana (con representantes en las distintas tradiciones -católicos, ortodoxos y protestantes-) consigue avanzar en materia de escatología teológica hasta un punto en el que puedan materializar sus progresos en un enriquecimiento espiritual y moral significativo.

Ese aprovechamiento que logra una minoría se advierte especialmente en la consecución de un fuerte incremento de las virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad) y, asimismo, de las virtudes cardinales (Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza); cuyos desarrollos más elevados resultan inaccesibles para quienes quedan al margen del análisis de los fines últimos del hombre, de la humanidad y del universo.

Es tan lamentable como real que sólo un exiguo porcentaje de las personas pueda comprender la importancia que adquiere para la existencia humana el hecho de reflexionar profundamente sobre el destino final de la Creación. Y que un porcentaje aún menor sea el que logra sacar de ello un rédito moral y espiritual.

De la misma forma sólo una minoría es plenamente consciente sobre cómo influye la vida terrena de los seres humanos en el destino de su vida futura. Y como repercute la creencia en una vida futura en el modo en que se desenvuelven los individuos en su vida presente.

La tremenda ignorancia existente sobre el tema que nos ocupa ocasiona que millones de seres humanos concluyan su vida física desconociendo que la escatología cristiana es la disciplina que permite, con la gracia de la fe, responder con rigurosidad y esperanza a la trilogía de preguntas que toda persona inteligente se debe formular: ¿De dónde venimos? ¿Cuál es el propósito de nuestro paso por este mundo? Y ¿Hacia dónde vamos?

Si no logramos visualizar cuál es nuestro destino final, mal podremos saber qué finalidad tiene nuestra vida o de dónde venimos. De la misma manera que si no comprendemos cuál es nuestro origen difícilmente podremos apreciar que objeto tiene nuestra vida en este mundo ni asumir que será de nosotros después de nuestra muerte física.

Creemos que con lo dicho ha quedado suficientemente destacada la enorme importancia que tiene el estudio de la escatología cristiana para los seres humanos. Asimismo, la penosa situación existente en la que esta disciplina sólo es conocida y utilizada por una minoría de personas que persigue firmemente la meta de ingresar al denominado “paraíso” y vivir junto a Dios por toda la eternidad.

Resaltada la importancia medular de la temática abordada en el presente, previo a iniciar su tratamiento propiamente dicho, es necesario aclarar que:

A) Por razones metodológicas y a fin de no sobrepasar el límite de extensión previsto para nuestros trabajos, dividiremos en tres entradas el contenido ofrecido.

En ellas nos referiremos de manera separada a las escatologías: católica, ortodoxa y protestantes, en el orden en que han sido enunciadas.

B) Los títulos con que se publicarán dichas entradas son los siguientes:

ESCATOLOGÍA CATÓLICA: EL DESTINO DEL HOMBRE, DE LA HUMANIDAD Y DEL UNIVERSO. (Primera parte del trabajo)

ESCATOLOGÍA ORTODOXA: LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE. (Segunda parte del trabajo)

ESCATOLOGÍA PROTESTANTE. LA VIDA EN EL MÁS ALLÁ. (Tercera parte del trabajo)

C) Los aspectos preliminares e introductorios comunes a las tres entradas serán incluidos en todas ellas bajo la denominación de “Escatología Cristiana”, con la finalidad de que todos los trabajos sean auto-suficientes (se basten a sí mismos); evitando así que los lectores se deban remitir de una a otra publicación para lograr una correcta interpretación de sus contenidos.



II) BREVE INTRODUCCIÓN A LA ESCATOLOGÍA CRISTIANA.

Definición: “La escatología se puede definir como la reflexión creyente acerca del contenido último de la esperanza cristiana.  Suele llamarse también tratado sobre los novísimos (muerte, juicio, infierno y gloria).”[1]

Escatología significa últimos. Y novísimos es una palabra latina que también significa últimos. Por lo tanto la escatología hace referencia a las cosas últimas o finales, a la vida de ultratumba, a la consumación del universo.
    
Etimología: Del griego “eschatos” (último, final, postrero) y “logos” (discurso, tratado, estudio).

Objeto: “La escatología es un estudio teológico que trata sobre las realidades últimas, es decir, posteriores a la vida terrena del hombre y posteriores al final de la historia de la humanidad.”[2]

Perspectivas: La escatología cristiana se puede abordar desde distintos puntos de partida, a saber: católicos, ortodoxos o protestantes. Desde cualquiera de ellos el objetivo que se persigue es el mismo, aun cuando se puedan presentar diferentes posiciones entre las distintas tradiciones e, incluso, discrepancias entre los teólogos de cada una de las Iglesias; tal como efectivamente ocurre.

Clasificación: La clasificación tradicional divide la escatología cristiana en individual y general.

A) “Escatología individual, la que trata cuestiones como: la muerte física, la inmortalidad del alma, el estado intermedio (el estado entre la muerte y la resurrección general).”[3] (Es de mencionar que ese estado intermedio algunos autores lo denominan escatología intermedia y que la escatología individual también incluye entre sus principales temas el juicio particular).

B) “Escatología general, la que trata con: el regreso de Cristo, la resurrección general, el juicio final y el estado final.”[4] (El fin de toda la creación).

“Una escatología equilibrada tiene que incluir en primer plano las realidades últimas, pero debe, a la vez, esforzarse por subrayar la actitud que esas realidades últimas exigen existencialmente de nosotros, sobre todo en cuanto que son objeto de nuestra esperanza.  Lo escatológico es «ya» realidad en Cristo resucitado y tiene «ya» un comienzo en nosotros por la misma vida de la gracia, a la que, como vida que es, corresponde un determinado tipo de actitud; sin embargo, en nosotros «todavía no» ha llegado lo escatológico a su cumplimiento.  Esta dialéctica está perfectamente expresada en estas palabras: «Queridos, ya somos ahora hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como Es» (1 Jn 3,2).”[5]

“Cristo es ‘la realidad última’ (el novísimo) de la creatura.  Como alcanzado es cielo; como perdido, infierno; como examinante, juicio; como purificante, purgatorio. Cristo es aquel donde lo finito muere y aquel por lo que para Él y en Él resucita.  Los «estados» que constituyen el más allá se definen por una diversa relación a Cristo. De este modo, todo el tratado tiene que tener, inevitablemente, una fuerte orientación cristológica. Cristo debe ser el centro de toda reflexión sobre la escatología.”[6]  




III) ESCATOLOGÍA CATÓLICA.

Para el tratamiento de la escatología cristiana desde una perspectiva católica hemos elegido una parte de la obra de Ludwig Ott, Manual de Teología Dogmática, que aborda el tema en su libro quinto, capítulos primero y segundo.

En esta oportunidad nos inclinamos por la obra del citado autor por reconocer en ella un excelente equilibrio entre la amplitud de la temática abordada y la acotada extensión de su desarrollo. Asimismo, un destacado balance entre la profundidad, la solvencia técnica y la claridad expositiva alcanzadas por Ott.

A continuación incorporamos el material aludido:

MANUAL DE TEOLOGÍA DOGMÁTICA[7]
Ludwig Ott

Libro quinto
TRATADO DE DIOS CONSUMADOR

DE LOS NOVÍSIMOS O DE LA CONSUMACIÓN
(ESCATOLOGÍA)


CAPÍTULO PRIMERO.

LA ESCATOLOGÍA DEL INDIVIDUO

 § 1. LA MUERTE

1. Origen de la muerte

La muerte, en el actual orden de salvación, es consecuencia punitiva del pecado (de fe).

En su decreto sobre el pecado original nos enseña el concilio de Trento que Adán, por haber transgredido el precepto de Dios, atrajo sobre sí el castigo de la muerte con que Dios le había amenazado y transmitió además este castigo a todo el género humano; Dz 788 s; cf. Dz 101, 175.

Aunque el hombre es mortal por naturaleza, ya que su ser está compuesto de partes distintas, sabemos por testimonio de la revelación que Dios dotó al hombre, en el paraíso, del don preternatural de la inmortalidad corporal. Mas, en castigo de haber quebrantado el mandato que le había impuesto para probarle, el Señor le infligió la muerte, con la que ya antes le había intimidado; Gen 2, 17: «El día que de él comieres morirás de muerte» (= echarás sobre ti el castigo de la muerte); 3, 19: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres y al polvo vōlverás.»

San Pablo enseña terminantemente que la muerte es consecuencia del pecado de Adán; Rom 5, 12: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado»; cf. Rom 5, 15; 8, 10; 1 Cor 15, 21 s.

San Agustín defendió esta clarísima verdad revelada contra los pelagianos, que negaban los dones del estado original y, por tanto, consideraban la muerte exclusivamente como consecuencia de la índole de la naturaleza humana.

Para el justo, la muerte pierde su carácter punitivo y no pasa de ser una mera consecuencia del pecado (poenalitas). Para Cristo y María, la muerte no pudo ser castigo del pecado original ni mera consecuencia del mismo, pues ambos estuvieron libres de todo pecado. La muerte para ellos era algo natural que respondía a la índole de su naturaleza humana; cf. S.th. 2 si 164, 1; 111 14,2.

2. Universalidad de la muerte

Todos los hombres, que vienen al mundo con pecado original, están sujetos a la ley de la muerte (de fe; Dz 789).

San Pablo funda la universalidad de la muerte en la universalidad del pecado original (Rom 5, 12); cf. Hebr 9, 27: «A los hombres les está establecido morir una vez.»

No obstante, por un privilegio especial, algunos hombres pueden ser preservados de la muerte. La Sagrada Escritura nos habla de que Enoc fue arrebatado de este mundo antes de conocer la muerte (Hebt 11, 5; cf. Gen 5, 24; Eccli 44, 16), y de que Elías subió al cielo en un torbellino (4 Reg 2, 11; 1 Mac 2, 58). Desde Tertuliano son numerosos los padres y teólogos que, teniendo en cuenta el pasaje de Apoc 11, 3 ss, suponen que Elías y Enoc han de venir antes del fin del mundo para dar testimonio de Cristo, y que entonces sufrirán la muerte. Pero tal interpretación no es segura. La exégesis moderna entiende por los «dos testigos» a Moisés y Elías o a personas que se les parezcan.

San Pablo enseña que, al acaecer la nueva venida de Cristo, los justos que entonces vivan no «dormirán» (= morirán), sino que serán  inmutados; 1 Cor 15, 51: «No todos dormiremos, pero todos seremos inmutados.» (La variante de la Vulgata [«Omnes quidem resurgemus, sed non omnes immutabimur»] no tiene sino valor secundario.) Cf. 1 Thes 4, 15 ss. Parece exegéticamente insostenible la explicación que da Santo Tomás (S.th. t ti 81, 3 ad 1), según la cual el Apóstol no pretende negar la universalidad de la muerte, sino únicamente la universalidad de un sueño de muerte un tanto prolongado.

3. Significación de la muerte

Con la llegada de la muerte cesa el tiempo de merecer y desmerecer y la posibilidad de convertirse (sent. cierta).

A esta enseñanza de la Iglesia se opone la doctrina originista de la «apocatástasis», según la cual los ángeles y los hombres condenados se convertirán y finalmente lograrán poseer a Dios. Es también contraria a la doctrina católica la teoría de la transmigración de las almas (metempsícosis, reencarnación), muy difundida en la antigüedad (Pitágoras, Platón, gnósticos y maniqueos) y también en los tiempos actuales (teosofía), según la cual el alma, después de abandonar el cuerpo actual, entra en otro cuerpo distinto hasta hallarse totalmente purificada para conseguir la bienaventuranza.

Un sínodo de Constantinopla del año 543 reprobó la doctrina de la apocatástasis; Dz 211. En el concilio del Vaticano se propuso definir como dogma de fe la imposibilidad de alcanzar la justificación después de la muerte; Coll. Lac. vii 567.

Es doctrina fundamental de la Sagrada Escritura que la retribución que se reciba en la vida futura dependerá de los merecimientos o desmerecimientos adquiridos durante la vida terrena. Según Mt 25, 34 ss, el soberano Juez hace depender su sentencia del cumplimiento u omisión de las buenas obras en la tierra. El rico epulón y el pobre Lázaro se hallan separados en el más allá por un abismo insuperable (Le 16, 26). El tiempo en que se vive sobre la tierra es «el día», el tiempo de trabajar; después de la muerte viene «la noche, cuando ya nadie puede trabajar» (Ioh 9, 4). San Pablo nos enseña: «Cada uno recibirá según lo que hubiere hecho por el cuerpo [= en la tierra], bueno o malo» (2 Cor 5, 10). Y por eso nos exhorta el Apóstol a obrar el bien «mientras tenemos tiempo» (Gal 6, 10; cf. Apoc 2, 10).

Si exceptuamos algunos partidarios de Orígenes (San Gregorio Niseno, Didimo), los padres enseñan que el tiempo de la penitencia y la conversión se limita a la vida sobre la tierra. SAN CIPRIANO comenta: «Cuando se ha partido de aquí [= de esta vida], ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la satisfacción. Aquí se pierde o se gana la vida» (Ad Demetrianum 25); cf. SEUDO-CLEMENTE, 2 Cor. 8, 2 s; SAN AFRAATES, Demonstr. 20, 12; SAN JERÓNIMO, In ep. ad Gal. III 6, 10; SAN FULGENCIO, De fide ad Petrum 3, 36.

El hecho de que el tiempo de merecer se limite a la vida sobre la tierra se basa en una positiva ordenación de Dios. De todos modos, la razón encuentra muy conveniente que el tiempo en que el hombre decide su suerte eterna sea aquel en que se hallan reunidos el cuerpo y el alma, porque la retribución eterna caerá sobre ambos. El hombre saca de esta verdad un estímulo para aprovechar el tiempo que dura su vida sobre la tierra ganándose la vida eterna.

 § 2. EL JUICIO PARTICULAR

Inmediatamente después de la muerte tiene lugar el juicio particular en el cual el fallo divino decide la suerte eterna de los que han fallecido (sent. próxima a la fe).

Se opone a la doctrina católica el quiliasmo (milenarismo), propugnado por muchos padres de los más antiguos (Papías, Justino, Ireneo, Tertuliano y algunos más). Esta teoría, apoyándose en Apoc 20, 1 ss, y en las profecías del Antiguo Testamento sobre el futuro reino del Mesías, sostiene que Cristo y los justos establecerán sobre la tierra un reinado de mil años antes de que sobrevenga la resurrección universal, y sólo entonces vendrá la bienaventuranza definitiva.

Se opone también a la doctrina católica la teoría enseñada por diversas sectas antiguas y modernas según la cual las almas, desde que se separan del cuerpo hasta que se vuelvan a unir a él, se encuentran en un estado de inconsciencia o semiinconsciencia, el llamado «sueño anímico» (hipnopsiquistas), o incluso mueren formalmente (muerte anímica) y resucitan con el cuerpo (tnetopsiquistas); cf. Dz 1913 (Rosmini).

La doctrina del juicio particular no ha sido definida, pero es presupuesto del dogma de que las almas de los difuntos van inmediatamente después de la muerte al cielo o al infierno o al purgatorio. Los concilios unionistas de Lyón y Florencia declararon que las almas de los justos que se hallan libres de toda pena y culpa son recibidas en seguida en el cielo, y que las almas de aquellos que han muerto en pecado mortal, o simplemente en pecado original, descienden en seguida al infierno ; Dz 464, 693. El papa BENEDICTO XII definió, en la constitución dogmática Benedictus Deus (1336), que las almas de los justos que se encuentran totalmente purificadas entran en el cielo inmediatamente después de la muerte (o después de su purificación, si tenían algo que purgar), antes de la resurrección del cuerpo y del juicio universal, a fin de participar de la visión inmediata de Dios, siendo verdaderamente bienaventuradas; mientras que las almas de los que han fallecido en pecado mortal van al infierno inmediatamente después de la muerte para ser en él atormentadas; Dz 530 s. Esta definición va dirigida contra la doctrina enseñada privadamente por el papa Juan XXII según la cual las almas completamente purificadas van al cielo inmediatamente después de la muerte, pero antes de la resurrección no disfrutan de la visión intuitiva de la esencia divina, sino que únicamente gozan de la contemplación de la humanidad glorificada de Cristo; cf. Dz 457, 493a, 570s, 696. El Catecismo Romano (I 8, 3) enseña expresamente la verdad del juicio particular.

La Sagrada Escritura nos ofrece un testimonio indirecto del juicio particular, pues enseña que las almas de los difuntos reciben su recompensa o su castigo inmediatamente después de la muerte; cf. Eccli 1, 13; 11, 28 s (G 26 s). El pobre Lázaro es llevado al seno de Abraham (= limbus Patrum) inmediatamente después de su muerte, mientras que el rico epulón es entregado también inmediatamente a los tormentos del infierno (Lc 16, 22 s). El Redentor moribundo dice al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 23, 43). Judas se fue «al lugar que le correspondía» (Act 1, 25). Para San Pablo, la muerte es la puerta de la bienaventuranza en unión con Cristo; Phil 1, 23: «Deseo morir para estar con Cristo»; «en el Señor» es donde está su verdadera morada (2 Cor 5, 8). Con la muerte cesa el estado de fe y comienza el de la contemplación (2 Cor 5, 7; 1 Cor 13, 12).

Al principio no son claras las opiniones de los padres sobre la suerte de los difuntos. No obstante, se supone la existencia del juicio particular en la convicción universal de que los buenos y los malos reciben, respectivamente, su recompensa y su castigo inmediatamente después de la muerte. Reina todavía incertidumbre sobre la índole de la recompensa y del castigo de la vida futura. Bastantes de los padres más antiguos (Justino, Ireneo, Tertuliano, Hilario, Ambrosio) suponen la existencia de un estado de espera entre la muerte y la resurrección, en el cual los justos recibirán recompensa y los pecadores castigo, pero sin que sea todavía la definitiva bienaventuranza del cielo o la definitiva condenación del infierno. TERTULIANO supone que los mártires constituyen una excepción, pues son recibidos inmediatamente en el «paraíso», esto es, en la bienaventuranza del cielo (De anima 55; De carnis resurr. 43). SAN CIPRIANO enseña que todos los justos entran en el reino de los cielos y se sitúan junto a Cristo (De inmortalitate 26). SAN AGUSTÍN duda si las almas de los justos, antes de la resurrección, disfrutarán, lo mismo que los ángeles, de la plena bienaventuranza que consiste en la contemplación de Dios (Retr. I 14, 2).

Dan testimonio directo de la fe en el juicio particular: SAN JUAN CRISÓSTOMO (fin Matth. hom. 14, 4), SAN JERÓNIMO (In Ioel 2, 11), SAN MUSTÍN (De anima et eius origine II 4, 8) y SAN CESÁREO DE ARLÉS (Sermo 5, 5).

La Iglesia ortodoxa griega, por lo que respecta a la suerte de los difuntos, sigue estancada en la doctrina, todavía oscura, de los padres más antiguos. Admite un estado intermedio que se extiende entre la muerte y la resurrección, estado que es desigual para los justos y para los pecadores y al que precede un juicio particular; cf. la Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS, p. 1, q. 61.

§ 3. EL CIELO

1. La felicidad esencial del cielo

Las almas de los justos que en el instante de la muerte se hallan libres de toda culpa y pena de pecado entran en el cielo (de fe).

El cielo es un lugar y estado de perfecta felicidad sobrenatural, la cual tiene su razón de ser en la visión de Dios y en el perfecto amor a Dios que de ella resulta.

El antiguo símbolo oriental y el símbolo apostólico en su redacción más reciente (siglo v) contienen la siguiente confesión de fe: «Creo en la vida eterna»; Dz 6 y 9. El papa BENEDICTO XII declaró, en su constitución dogmática Benedictus Deus (1336), que las almas completamente purificadas entran en el cielo y contemplan inmediatamente la esencia divina, viéndola cara a cara, pues dicha divina esencia se les manifiesta inmediata y abiertamente, de manera clara y sin velos; y las almas, en virtud de esa visión y ese gozo, son verdaderamente dichosas y tienen vida eterna y eterno descanso; Dz 530; cf. Dz 40, 86, 693, 696.

La escatología de los libros más antiguos del Antiguo Testamento es todavía imperfecta. Según ella, las almas de los difuntos bajan a los infiernos (seol), donde llevan una existencia sombría y triste. No obstante, la suerte de los justos es mejor que la de los impíos. Más adelante se fue desarrollando la idea de que Dios retribuye en el más allá, idea que ya aparece con mayor claridad en los libros más recientes. El salmista abriga la esperanza de que Dios libertará su alma del poder del abismo y será su porción para toda la eternidad (Ps 48, 16; 72, 26). Daniel da testimonio de que el cuerpo resucita para vida eterna o para eterna vergüenza y confusión (12, 2). Los mártires del tiempo de los Macabeos sacan consuelo y aliento de su esperanza en la vida eterna (2 Mac 6, 26; 7, 29 y 36). El libro de la Sabiduría nos describe la felicidad y la paz de las almas de los justos, que descansan en las manos de Dios y viven eternamente cerca de Él (3, 1-9; 5, 16 s).

Jesús representa la felicidad del cielo bajo la imagen de un banquete de bodas (Mt 25, 10; cf. Mt 22, 1 ss; Lc 14, 15 ss), calificando esta bienaventuranza de «vida» o «vida eterna» ; cf. Mt 18, 8 s ; 19, 29; 25, 46; Ioh 3, 15 ss; 4, 14; 5, 24; 6, 35-59; 10, 28; 12, 25 ; 17, 2. La condición para alcanzar la vida eterna es conocer a Dios y a Cristo: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Ioh 17, 3). A los limpios de corazón les promete que verán a Dios: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).

San Pablo insiste en el carácter misterioso de la bienaventuranza futura: «Ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2, 9; cf. 2 Cor 12, 4). Los justos reciben como recompensa la vida eterna (Rom 2, 7; 6, 22 s) y una gloria que no tiene proporción con los padecimientos de este mundo (Rom 8, 18). En lugar del conocimiento imperfecto de Dios que poseemos aquí en esta vida, entonces veremos a Dios inmediatamente (1 Cor 13, 12; 2 Cor 5, 7).

Una idea fundamental de la teología de San Juan es que por la fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios, se consigue la vida eterna; cf. Ioh 3, 16 y 36; 20, 31; 1 Ioh 5, 13. La vida eterna consiste en la visión inmediata de Dios; 1 Ioh 3, 2: «Seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.» El Apocalipsis nos describe la dicha de los bienaventurados que se hallan en compañía de Dios y el Cordero, esto es, Cristo glorificado. Todos los males físicos han desaparecido; cf. Apoc 7, 9-17; 21, 3-7.

SAN AGUSTÍN estudia detenidamente la esencia de la felicidad del cielo y la hace consistir en la visión inmediata de Dios; cf. De civ. Dei xxii 29 s. La escolástica insiste sobre el carácter absolutamente sobrenatural de la misma, y exige una especial iluminación del entendimiento, la llamada luz de gloria (lumen gloriae; cf. Ps 35, 10; Apoc 22, 5), es decir, un don sobrenatural y habitual del entendimiento que le capacita para el acto de la visión de Dios, cf. S.th. i 12, 4 y 5; Dz 475. Véase el tratado acerca de Dios, § 6, 3 y 4.

Los actos que integran la felicidad celestial son de entendimiento (visio), de amor (amor, caritas) y de gozo (gaudium, fruitio). El acto fundamental es — según la doctrina tomista — el de entendimiento, y — según la doctrina escotista — el de amor.

A propósito del objeto de la visión beatífica, véase el tratado acerca de Dios, § 6, 2.

2. Felicidad accidental del cielo

A la felicidad esencial del cielo que brota de la visión inmediata de Dios se añade una felicidad accidental procedente del natural conocimiento y amor de bienes creados (sent. común).

Es motivo de felicidad accidental para los bienaventurados el hallarse en compañía de Cristo (en cuanto a su humanidad) y la Virgen, de los ángeles y los santos, el volver a reunirse con los seres queridos y con los amigos que se tuvieran durante la vida terrena, el conocer las obras de Dios. La unión del alma con el cuerpo glorificado el día de la resurrección significará un aumento accidental de gloria celestial.

Según doctrina de la escolástica, hay tres clases de bienaventurados que, además de la felicidad esencial (corona aurea), reciben una recompensa especial (aureola) por las victorias conseguidas. Tales son: los que son vírgenes, por su victoria sobre la carne, según dice Apoc 14, 4; los mártires, por su victoria sobre el diablo, padre de la mentira, según Dan 12, 3, y Mt 5, 19. Conforme enseña SANTO TOMÁS, la esencia de la «aureola» consiste en el gozo por las hazañas realizadas por cada uno en la lucha contra los enemigos de la salvación (Suppl. 96, 1). A propósito del término «aurea (sc. corona)», véase Apoc 4, 4; y sobre la expresión «aureola», véase Ex 24, 25.

3. Propiedades del cielo

a) Eternidad

La felicidad del cielo dura por toda la eternidad (de fe).

El papa Benedicto XII declaró : «Y una vez que haya comenzado en ellos esa visión intuitiva, cara a cara, y ese goce, subsistirán continuamente en ellos esa misma visión y ese mismo goce sin interrupción ni tedio de ninguna clase, y durará hasta el juicio final, y desde éste, indefinidamente, por toda la eternidad»; Dz 530.

Se opone a la verdad católica la doctrina de Orígenes sobre la posibilidad de cambio moral en los bienaventurados. En tal doctrina se incluye la posibilidad de la disminución o pérdida de la bienaventuranza.

Jesús compara la recompensa por las buenas obras a los tesoros guardados en el cielo, donde no se pueden perder (Mt 6, 20; Lc 12, 33). Quien se ganare amigos con el injusto Mammón (= riquezas) será recibido en los «eternos tabernáculos» (Lc 16, 9). Los justos irán a la «vida eterna» (Mt 25, 46; cf. Mt 19, 29; Rom 2, 7; Ioh 3, 15 s). San Pablo habla de la eterna bienaventuranza empleando la imagen de «una corona imperecedera» (1 Cor 9, 25); San Pedro la llama «corona inmarcesible de gloria» (1 Petr 5, 4).

SAN AGUSTÍN deduce racionalmente la eterna duración del cielo de la idea de la perfecta bienaventuranza: «Cómo podría hablarse de verdadera felicidad si faltase la confianza de la eterna duración?» (De civ. Dei XII 13, 1; cf. x 30; xi 13).

La voluntad de los bienaventurados se halla de tal modo confirmada en el bien por una íntima unión de caridad con Dios, que le es moralmente imposible apartarse de Él por el pecado (impecabilidad moral).

b) Desigualdad

El grado de la felicidad celestial es distinto en cada uno de los bienaventurados según la diversidad de sus méritos (de fe).

El Decretum pro Graecis del concilio de Florencia (1439) declara que las almas de los plenamente justos «intuyen claramente al Dios Trino y Uno, tal cual es, aunque unos con más perfección que otros según la diversidad de sus merecimientos»; Dz 693. El concilio de Trento definió que el justo merece por sus buenas obras el aumento de la gloria celestial; Dz 842.

Frente a la verdad católica está la doctrina de Joviniano (influida por el estoicismo), según la cual todas las virtudes son iguales. Se opone también al dogma católico la doctrina luterana de la imputación puramente externa de la justicia de Cristo. Tanto de la doctrina de Lutero como de la de Joviniano se sigue la igualdad de la bienaventuranza celestial.

Jesús nos asegura: «El [el Hijo del hombre] dará a cada uno según sus obras» (Mt 16, 27). San Pablo enseña: «Cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo» (1 Cor 3, 8), «El que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largura, con largura cosechará» (2 Cor 9, 6); cf. 1 Cor 15, 41 s.

Los padres citan con frecuencia la frase de Jesús en que nos habla de las muchas moradas que hay en la casa de su Padre (Ioh 14, 2). TERTULIANO comenta: «¿Por qué hay tantas moradas en la casa del Padre, sino por la diversidad de merecimientos?» (Scorp. 6). SAN AGUSTÍN considera el denario que se entregó por igual a todos los trabajadores de la viña, a pesar de la distinta duración de su trabajo (Mt 20, 1-16), como una alusión a la vida eterna que es para todos de eterna duración; y en las muchas moradas que hay en la casa del Padre celestial (Ioh 14, 2) ve el santo doctor los distintos grados de recompensa que se conceden en una misma vida eterna. Y a la supuesta objeción de que tal diversidad engendraría envidias, responde: «No habrá envidias por los distintos grados de gloria, ya que en todos los bienaventurados reinará la unión de la caridad» (In loh., tr. 67, 2); cf. SAN JERÓNIMO, Adv. Iovin. ti 18-34; S.th. 112, 6.

 § 4. EL INFIERNO

1. Realidad del infierno

Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal van al infierno (de fe).

El infierno es un lugar y estado de eterna desdicha en que se hallan las almas de los réprobos.

La existencia del infierno fue impugnada por diversas sectas, que suponían la total aniquilación de los impíos después de su muerte o del juicio universal. También la negaron todos los adversarios de la inmortalidad personal (materialismo).

El símbolo Quicumque confiesa: «Y los que obraron mal irán al fuego eterno»; Dz 40. BENEDICTO XII declaró en su constitución dogmática Benedictus Deus: «Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son atormentadas con suplicios infernales»; Dz 531; cf. Dz 429, 464, 693, 835, 840.

El Antiguo Testamento no habla con claridad sobre el castigo de los impíos, sino en sus libros más recientes. Según Dan 12, 2, los impíos resucitarán para «eterna vergüenza y oprobio». Según Iudith 16, 20 s (G 16, 17), el Señor, el Omnipotente tomará venganza de los enemigos de Israel y los afligirá en el día del juicio: «El Señor omnipotente los castigará en el día del juicio, dando al fuego y a los gusanos sus carnes, para que se abrasen y lo sientan (G: para que giman de dolor) para siempre»; cf. Is 66, 24. Según Sap 4, 19, los impíos «serán entre los muertos en el oprobio sempiterno», «serán sumergidos en el dolor y perecerá su memoria»; cf. 3, 10; 6, 5 ss.

Jesús amenaza a los pecadores con el castigo del infierno. Le llama gehenna (Mt 5, 29 s ; 10, 28; 23, 15 y 33; Mc 9, 43, 45 y 47 [G]; originariamente significa el valle Ennom), gehenna de fuego (Mt 5, 22; 18, 9), gehenna donde el gusano no muere ni el fuego se extingue (Mc 9, 46 s [G 47 s]), fuego eterno (Mt 25, 41), fuego inextinguible (Mt 3, 12; Mc 9, 42 [G 43]), horno de fuego (Mt 13, 42 y 50), suplicio eterno (Mt 25, 46). Allí hay tinieblas (Mt 8, 12; 22, 13; 25, 30), aullidos y rechinar de dientes (Mt 13, 42 y 50; 24, 51; Lc 13, 28). San Pablo da el siguiente testimonio: «Esos [los que no conocen a Dios ni obedecen el Evangelio] serán castigados a eterna ruina, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder» (2 Thes 1, 9); cf. Rom 2, 6-9; Hebr 10, 26-31. Según Apoc 21, 8, los impíos «tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre»; allí serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (20, 10); cf. 2 Petr 2, 6; Iud 7.

Los padres dan testimonio unánime de la realidad del infierno. Según SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, todo aquel que «por su pésima doctrina corrompiere la fe de Dios por la cual fue crucificado Jesucristo, irá al fuego inextinguible, él y los que le escuchan» (Eph. 16, 2). SAN JUSTINO funda el castigo del infierno en la idea de la justicia divina, la cual no deja impune a los transgresores de la ley (Apol. II 9); cf. Apol. 18, 4; 21, 6; 28, 1; Martyrium Polycarpi 2, 3; 11, 2; SAN IRENEO, Adv. haer. Iv 28, 2.

2. Naturaleza del suplicio del infierno

La escolástica distingue dos elementos en el suplicio del infierno: la pena de daño (suplicio de privación) y la pena de sentido (suplicio para los sentidos). La primera corresponde al apartamiento voluntario de Dios que se realiza, por el pecado mortal; la otra, a la conversión desordenada a la criatura.

La pena de daño, que constituye propiamente la esencia del castigo del infierno, consiste en verse privado de la visión beatífica de Dios ; cf. Mt 25, 41: «¡ Apartaos de mí, malditos!»; Mt 25, 12: «No os conozco» ; 1 Cor 6, 9 : «¿ No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios ?» ; I,c 13, 27; 14, 24; Apoc 22, 15 ; SAN AGUSTÍN, Enchir. 112.

La pena de sentido consiste en los tormentos causados externamente por medios sensibles (es llamada también pena positiva del infierno). La Sagrada Escritura habla con frecuencia del fuego del infierno, al que son arrojados los condenados; designa al infierno como un lugar donde reinan los alaridos y el crujir de dientes... imagen del dolor y la desesperación.

El fuego del infierno fue entendido en sentido metafórico por algunos padres (como Orígenes y San Gregorio Niseno) y algunos teólogos posteriores (como Ambrosio Catarino, J. A. Möhler y H. Klee), los cuales interpretaban la expresión «fuego» como imagen de los dolores puramente espirituales — sobre todo, del remordimiento de la conciencia — que experimentan los condenados. El magisterio de la Iglesia no ha condenado esta sentencia, pero la mayor parte de los padres, los escolásticos y casi todos los teólogos modernos suponen la existencia de un fuego físico o agente de orden material, aunque insisten en que su naturaleza es distinta de la del fuego actual. La acción del fuego físico sobre seres puramente espirituales la explica SANTO TOMÁS — siguiendo el ejemplo de San Agustín y San Gregorio Magno — como sujeción de los espíritus al fuego material, que es instrumento de la justicia divina. Los espíritus quedan sujetos de esta manera a la materia, no disponiendo de libre movimiento; Suppl. 70, 3. A propósito de una declaración de la Penitenciaría Apostólica sobre la cuestión del fuego del infierno (Cavallera 1466), editada el 30 de abril de 1890, véase H. LANGE, Schol 6 (1931) 89 s.

3. Propiedades del infierno

a) Eternidad

Las penas del infierno duran toda la eternidad (de fe).

El capítulo Firmiter del concilio IV de Letrán (1215) declaró: «Aquéllos [los réprobos] recibirán con el diablo suplicio eterno»; Dz 429; cf. Dz 40, 835, 840. Un sínodo de Constantinopla (543) reprobó la doctrina origenista de la apocatástasis; Dz 211.

Mientras que Orígenes negó, en general, la eternidad de las penas del infierno, H. Schell (+ 1906) restringió la duración eterna a aquellos condenados que pecan «con la mano levantada», es decir, movidos por odio contra Dios, y que en la vida futura perseveran en dicho odio.

La Sagrada Escritura pone a menudo de relieve la eterna duración de las penas del infierno, pues nos habla de «eterna vergüenza y confusión». (Dan 12, 2; cf. Sap. 4, 19), de «fuego eterno» (Iudith 16, 21; Mt 18, 8; 25, 41; Iud 7), de «suplicio eterno» (Mt 25, 46), de «ruina eterna» (2 Thes 1, 9). El epíteto «eterno» no puede entenderse en el sentido de una duración muy prolongada, pero a fin de cuentas limitada. Así lo prueban los lugares paralelos en que se habla de «fuego inextinguible» (Mt 3, 12; Mc 9, 42 [G 43]) o de la «gehenna, donde el gusano no muere ni el fuego se extingue» (Mc 9, 46 s [G 47 s]), e igualmente lo evidencia la antítesis «suplicio eterno vida eterna» en Mt 25, 46. Según Apoc 14, 11 (19, 3), «el humo de su tormento [del de los condenados] subirá por los siglos de los siglos», es decir, sin fin; cf. Apoc 20, 10.

La «restauración de todas las cosas», de la que se nos habla en Act 3, 21, no se refiere a la suerte de los condenados, sino a la renovación del mundo que tendrá lugar con la segunda venida de Cristo.

Los padres, antes de Orígenes, testimoniaron con unanimidad la eterna duración de las penas del infierno; cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Eph. 16, 2, SAN JUSTINO, Apol. i 28, 1; Martyrium Polycarpi 2, 3; 11, 2; SAN IRENEO, Adv. haer. iv 28, 2; TERTULIANO, De poenit. 12. La negación de Orígenes tuvo su punto de partida en la doctrina platónica de que el fin de todo castigo es la enmienda del castigado. A Orígenes le siguieron San Gregorio Niseno, Didimo de Alejandría y Evagrio Póntico. SAN AGUSTÍN sale en defensa de la infinita duración de las penas del infierno, contra los origenistas y los «misericordiosos» (San Ambrosio), que en atención a la misericordia divina enseñaban la restauración de los cristianos fallecidos en pecado mortal; cf. De civ. Dei xxi 23; Ad Orosium 6, 7; Enchir. 112.

La verdad revelada nos obliga a suponer que la voluntad de los condenados está obstinada inconmoviblemente en el mal y que por eso es incapaz de verdadera penitencia. Tal obstinación se explica por rehusar Dios a los condenados toda gracia para convertirse; cf. S.th. i II 85, 2 ad 3; Suppl. 98, 2, 5 y 6.

b) Desigualdad

La cuantía de la pena de cada uno de los condenados es diversa según el diverso grado de su culpa (sent. común).

Los concilios unionistas de Lyón y Florencia declararon que las almas de los condenados son afligidas con penas desiguales («poenis tamen disparibus puniendas»); Dz 464, 693. Probablemente esta fase no se refiere únicamente a la diferencia específica entre el castigo del solo pecado original (pena de daño) y el castigo por pecados personales (pena de daño y de sentido), sino que también quiere darnos a entender la diferencia gradual que hay entre los castigos que se dan por los distintos pecados personales.

Jesús amenaza a los habitantes de Corozaín y Betsaida asegurando que por su impenitencia han de tener un castigo mucho más severo que los habitantes de Tiro y Sidón; Mt 11, 22. Los escribas tendrán un juicio más severo; Lc 20, 47.

SAN AGUSTÍN nos enseña: «La desdicha será más soportable a unos condenados que a otros» (Enchir. III). La justicia exige que la magnitud del castigo corresponda a la gravedad de la culpa.

 § 5. EL PURGATORIO

1. Realidad del purgatorio

a) Dogma

Las almas de los justos que en el instante de la muerte están gravadas por pecados veniales o por penas temporales debidas por el pecado van al purgatorio (de fe).

El purgatorio (= lugar de purificación) es un lugar y estado donde se sufren temporalmente castigos expiatorios.

La realidad del purgatorio la negaron los cátaros, los valdenses, los reformadores y parte de los griegos cismáticos. A propósito de la doctrina de Lutero, véanse los Artículos de Esmalcalda, pars II, art. II, §§ 12-15; a propósito de la doctrina de Calvino, véase Instit. iii 5, 6-10; a propósito de la doctrina de la Iglesia ortodoxa griega, véase la Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS, p 1, q. 64-66 (refundida por Meletios Syrigos) y la Confessio de DOSITEO, decr. 18.

Los concilios unionistas de Lyón y Florencia hicieron la siguiente declaración contra los griegos cismáticos, que se oponían principalmente a la existencia de una lugar especial de purificación, al fuego del purgatorio y al carácter expiatorio de sus penas : «Las almas que partieron de este mundo en caridad con Dios, con verdadero arrepentimiento de sus pecados, antes de haber satisfecho con verdaderos frutos de penitencia por sus pecados de obra y omisión, son purificadas después de la muerte con las penas del purgatorio» ; Dz 464, 693; cf. Dz 456, 570 s.

Frente a los reformadores que consideraban como contraria a las Escrituras la doctrina del purgatorio (cf. Dz 777) y que la rechazaban como incompatible con su teoría de la justificación, el concilio de Trento hizo constar la realidad del purgatorio y la utilidad de los sufragios hechos en favor de las almas que en él se encuentran: «purgátorium esse animasque ibi detentas fidelium suffragiis... iuvari» ; Dz 983; cf. Dz 840, 998.

b) Prueba de Escritura

La Sagrada Escritura enseña indirectamente la existencia del purgatorio concediendo la posibilidad de la purificación en la vida futura.

Según 2 Mac 12, 42-46, los judíos oraron por los caídos en quienes se habían encontrado objetos consagrados a los ídolos de Jamnia, a fin de que el Señor les perdonara sus pecados; para ello enviaron dos mil dracmas de plata a Jerusalén para que se hicieran sacrificios por el pecado. Estaban, pues, persuadidos de que a los difuntos se les puede librar de su pecado por medio de la oración y el sacrificio. El hagiógrafo aprueba esta conducta: «También pensaba [Judas] que a los que han muerto piadosamente les está reservada una magnífica recompensa. ¡Santo y piadoso pensamiento! Por eso hizo que se ofrecieran sacrificios expiatorios por los muertos para que fueran absueltos de sus pecados» (v 45, según G).

Las palabras del Señor en Mt 12, 32: «Quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero», parecen admitir la posibilidad de que otros pecados se perdonen no sólo en este mundo, sino también en el futuro. SAN GREGORIO MAGNO comenta: «En esta frase se nos da a entender que algunas culpas se pueden perdonar en este mundo y algunas también en el futuro» (Dial, iv 39); cf. SAN AGUSTÍN, De civ. Dei xxi 24, 2; Dz 456.

San Pablo expresa en 1 Cor 3, 10-15, la siguiente idea con relación a la labor misionera de la comunidad de Corinto: la obra del predicador de la fe cristiana, el cual sigue edificando sobre el fundamento que es Cristo, será sometida a una prueba como de fuego en el día del Juicio. Si la obra resiste la prueba, el autor recibirá su recompensa, más si no la resiste «sufrirá los perjuicios», es decir, perderá la recompensa. Sin embargo, aquel cuya obra no resista la prueba, es decir, haya trabajado mal, «será ciertamente salvo, aunque como a través del fuego», es decir, alcanzará la vida eterna en el caso de que su paso a través del fuego demuestre que es digno de la vida eterna (J. Gnilka). La mayoría de los comentaristas católicos entienden el paso a través del fuego como un castigo purificador, pasajero y, probablemente, consistente, en las grandes tribulaciones que el mal constructor tendrá que padecer el día del juicio final. De ello se deduce que todo aquel que muere con pecados veniales o penas temporales merecidas por el pecado debe pasar, después de muerto, por un transitorio castigo de purificación. Los padres latinos, tomando la palabra demasiado literalmente, interpretan el fuego como un fuego físico purificador, destinado a cancelar después de la muerte los pecados veniales que no han sido expiados; cf. SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 37, 3; SAN CESÁREO DE ARLÍS, Sereno 179; SAN GREGORIO MAGNO, Dial. Iv 39.

La frase que leemos en Mt 5, 26: «En verdad te digo que no saldrás de allí [de la cárcel] hasta que pagues el último ochavo», es una amenaza, en forma de parábola, para todo aquel que no cumpla el precepto de la caridad cristiana, de un justo castigo por parte del Juez divino. Los intérpretes, "utilizando sobre la exégesis de la parábola, creyeron ver significada en esa pena temporal de cárcel un estado de castigo temporal en la vida futura. TERTULIANO interpretaba la cárcel como los infiernos, y el último ochavo como «las pequeñas culpas que habrá que expiar allí por ser dilatada la resurrección» (para el reino milenario; De anima 58); cf. SAN CIPRIANO, Ep. 55, 20.

c) Prueba de tradición

El punto esencial del argumento en favor de la existencia del purgatorio se halla en el testimonio de los padres. Sobre todo los padres latinos emplean los argumentos escriturísticos citados anteriormente como pruebas del castigo purificador transitorio y del perdón de los pecados en la vida futura. SAN CIPRIANO enseña que los penitentes que fallen después de recibir la reconciliación tienen que dar en la vida futura el resto de satisfacción que tal vez sea necesario, mientras que el martirio representa para los que lo sufren una completa satisfacción: «Es distinto sufrir prolongados dolores por los pecados y ser limpiado y purificado por fuego incesante, que expiarlo todo de una vez por el martirio» (Ep. 55, 20). SAN AGUSTÍN distingue entre las penas temporales que hay que aceptar en esta vida como penitencia y las que hay que aceptar después de la muerte: «Unos solamente sufren las penas temporales en esta vida, otros sólo después de la muerte, y otros, en fin, en esta vida y después de la muerte, pero todos tendrán que padecerlas antes de aquel severísimo y último juicio» (De civ. Dei xxi 13). Este santo doctor habla a menudo del fuego «corrector y purificador» («ignis emendatorius, ignis purgatorius»; cf. Enarr. in Ps. 37, 3; Enchir. 69). Según su doctrina, los sufragios redundan en favor de todos aquellos que han renacido en Cristo pero que no han vivido de tal manera que no tengan necesidad de semejante ayuda. Constituyen, por tanto, un grupo intermedio entre los bienaventurados y los condenados (Enchir. 110; De civ. Dei xxx 24, 2). Los epitafios paleocristianos desean a los muertos la paz y el refrigerio.

La existencia del purgatorio se prueba especulativamente por la santidad y justicia de Dios. La santidad de Dios exige que sólo las almas completamente purificadas sean recibidas en el cielo (Apoc 21, 27); su justicia reclama que se paguen los reatos de pena todavía pendientes y, por otra parte, prohíbe que las almas unidas en caridad con Dios sean arrojadas al infierno. Por eso hay que admitir la existencia de un estado intermedio que tenga por fin la purificación definitiva y sea, por consiguiente, de duración limitada ; cf. SANTO TOM ÁS, Sent. Iv, d. 21, q. 1, a. 1, qc. 1; S.c.G. Iv 91.

2. Naturaleza del suplicio del purgatorio

En el purgatorio se distingue, de manera análoga al infierno, una pena de daño y otra de sentido.

La pena de daño consiste en la dilación temporal de la visión beatífica de Dios. Como ha precedido ya el juicio particular, el alma sabe que la exclusión es solamente de carácter temporal y posee la certeza de que al fin conseguirá la bienaventuranza; Dz 778. Las almas del purgatorio tienen conciencia de ser hijos y amigos de Dios y suspiran por unirse íntimamente con Él. De ahí que esa separación temporal sea para ellos tanto más dolorosa.

A la pena de daño se añade — según doctrina general de los teólogos — la pena de sentido. Teniendo en cuenta el pasaje de 1 Cor 3, 15, los padres latinos, los escolásticos y muchos teólogos modernos suponen la existencia de un fuego físico como instrumento externo de castigo. Pero notemos que las pruebas bíblicas ad, idas en favor de esta sentencia son insuficientes. Los concilios, en sus declaraciones oficiales, solamente hablan de las penas del purgatorio, no del fuego del purgatorio. Lo hacen así por consideración a los griegos separados, que rechazan la existencia de fuego purificador; Dz 464, 693; cf. SANTO TOMÁS, Sent. Iv, d. 21, q. 1, a. 1, qc. 3.

3. Objeto de la purificación

En la vida futura, la remisión de los pecados veniales todavía no perdonados se efectúa — según doctrina de SANTO TOMÁS (De malo 7, 11) — de igual manera que en esta vida: por un acto de contrición perfecta realizado con ayuda de la gracia. Este acto de arrepentimiento, que se suscita inmediatamente después de entrar en el purgatorio, no causa la supresión o aminoramiento de la pena (en la vida futura ya no hay posibilidad de merecer), sino únicamente la remisión de la culpa.

Las penas temporales debidas por los pecados son cumplidas en el purgatorio por medio de la llamada «satispasión» (o sufrimiento expiatorio), es decir, por medio de la aceptación voluntaria de los castigos purificativos impuestos por Dios.

4. Duración del purgatorio

El purgatorio no subsistirá después de que haya tenido lugar el juicio universal (sent. común).

Después de que el soberano Juez haya pronunciado su sentencia en el juicio universal (Mt 25, 34 y 41), no habrá más que dos estados: el del cielo y el del infierno. San Agustín afirma: «Se ha de pensar que no existen penas purificativas sino antes de aquel último y tremendo juicio» (De civ. Dei xxi 16; cf. xxi 13).

Para cada alma el purgatorio durará hasta que logre la completa purificación de todo reato de culpa y pena. Una vez terminada la purificación será recibida en la bienaventuranza del cielo; Dz 530, 693.


CAPÍTULO SEGUNDO

ESCATOLOGÍA GENERAL

§ 6. EL RETORNO DE CRISTO

1. Realidad del retorno

Al fin del mundo, Cristo, rodeado de majestad, vendrá de nuevo para juzgar a los hombres (de fe).

El símbolo apostólico confiesa: «Y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.» De manera parecida se expresan los símbolos posteriores. El símbolo nicenoconstantinopolitano añade «cum gloria» (con majestad); Dz 86; cf. Dz 40, 54, 287, 429.

Jesús predijo repetidas veces su segunda venida (parusía) al fin de los tiempos; Mt 16, 27 (Mc 8, 38; Ec 9, 26): «El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras»; Mt 24, 30 (Mc 13, 26; Lc 21, 27): «Entonces aparecerá el estandarte del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande.» El estandarte del Hijo del hombre, según la interpretación de los padres, es la santa cruz. El venir sobre las nubes del cielo (cf. Dan 7, 13) manifiesta su divino poder y majestad; cf. Mt 25, 31; 26, 64; Lc 17, 24 y 26 («el día del Hijo del hombre»); Ioh 6, 39 s y passim («el último día») ; Act 1, 11.

Casi todas las cartas de los apóstoles aluden ocasionalmente a la nueva venida del Señor y a la manifestación de su gloria y celebración del juicio que van unidos con esa nueva venida. San Pablo escribe lo siguiente a la comunidad de Tesalónica, que creía inminente la parusía y estaba preocupada por la suerte que correrían los que habían fallecido anteriormente: «Esto os decimos como palabra del Señor : que nosotros, los vivos, los que quedamos para la venida del Señor, no nos anticiparemos a los que se durmieron; pues el mismo Señor a una orden, a la voz del arcángel, al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que quedamos, junto con ellos, seremos arrebatados en las nubes, al encuentro del Señor, en los aires, y así estaremos siempre con el Señor» ; 1 Thes 4) 15-17. Como inmediatamente después San Pablo nos enseña que es incierto el momento en que tendrá lugar la segunda venida de Cristo (5, 1-2), está bien claro que en las palabras citadas anteriormente el Apóstol supone, de manera puramente hipotética, que va a suceder lo que puede ser que suceda, situándose de esta manera en el punto de vista de sus lectores; cf. Dz 2181. El fin de la segunda venida del Señor será resucitar a los muertos y dar a cada uno su merecido; 2 Thes 1, 8. Por eso los fieles, cuando venga de nuevo Jesucristo, deben ser hallados «irreprensibles»; 1 Cor 1, 8; 1 Thes 3, 13; 5, 23; cf. 2 Petr 1, 16; 1 Ioh 2, 28; Iac 5, 7 s; Iud 14.

El testimonio de la tradición es unánime; Didakhé 16, 8: «Entonces el mundo verá venir al Señor sobre las nubes del cielo»; cf. 10, 6.

2. Señales precursoras de la segunda venida

a) La predicación del Evangelio por todo el mundo

Jesús nos asegura: (Será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin» Mt 24, 14; cf. Mc 13, 10. Esta frase no significa que el fin haya de venir en seguida que se predique el Evangelio a todo el mundo.

b) La conversión de los judíos

En su carta a los Romanos (11, 25-32), San Pablo revela un «misterio»: Cuando haya entrado en el reino de Dios la plenitud (es decir, el número señalado por Dios) de los gentiles, entonces «todo Israel» se convertirá y será salvo. Se trata, naturalmente, de una totalidad moral.

Es frecuente establecer una relación causal entre la nueva venida del profeta Elías y la conversión del pueblo judío, pero notemos que falta para ello fundamento suficiente. El profeta Malaquías anuncia: «Ved que yo mandaré a Elías, el profeta, antes que venga el día de Yahvé, grande y terrible. Él convertirá el corazón de los padres a los hijos y el corazón de los hijos a los padres, no venga yo a dar la tierra toda al anatema» (4, 5s; M 3, 23 s). El judaísmo entendió este pasaje en el sentido de una segunda venida corporal de Elías (cf. Eccli 48, 10), pero fijó la fecha de su venida al comienzo de la era mesiánica considerando a Elías como precursor del Mesías (Ioh 1, 21; Mt 16, 14). Jesús confirma, en efecto, la idea de que vendría Elías, pero la relaciona con la aparición del Bautista, acerca del cual había predicho el ángel que iría delante del Señor, esto es, de Dios, con el espíritu y la virtud de Elías (Lc 1, 17): «Él [Juan] es Elías, que ha de venir [según los profetas]» (Mt 11, 14); «Sin embargo, yo os digo: Elías ha venido ya, y no le reconocieron ; antes hicieron con él lo que quisieron» (Mt 17, 12; Mc 9, 13). Jesús no habla expresamente de ninguna futura venida de Elías antes del juicio final, ni siquiera es ése probablemente el sentido de sus palabras en Mt 17, 11 («Elías, en verdad, está para llegar, y restablecerá todo»), donde únicamente se repite la profecía de Malaquías, que Jesús ve cumplida en la venida de Juan (Mt 17, 12).

c) La apostasía de la fe

Jesús predijo que antes del fin del mundo aparecerían falsos profetas que lograrían extraviar a muchos (Mt 24, 4 s). San Pablo nos asegura que antes de la nueva venida del Señor tendrá lugar «la apostasía», esto es, la apostasía de la fe cristiana (2 Thes 2, 3).

d) La aparición del Anticristo

La apostasía de la fe está en relación de dependencia causal con la aparición del Anticristo; 2 Thes 2, 3: «Antes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse el hombre de iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo». Se presentará con el poder de Satanás, obrará milagros aparentes para arrastrar a los hombres a la apostasía de la verdad y precipitarlos en la injusticia y la iniquidad (vv 9-11). Cuando Jesús vuelva, destruirá «con el aliento de su boca» (v 8) al hijo de la perdición. El nombre de Anticristo lo emplea por vez primera San Juan (1 Ioh 2, 18 y 22; 4, 3; 2 Ioh 2, 7), pero aplica este mismo nombre a todos los falsos maestros que enseñan con el espíritu del Anticristo. Según San Pablo y San Juan, el Anticristo aparecerá como una persona determinada que será instrumento de Satanás. La Didakhé nos habla de la aparición del «seductor del mundo» (16, 4).

Debemos rechazar la interpretación histórica que ve al Anticristo en alguno de los perseguidores del cristianismo contemporáneo de los apóstoles (Nerón, Calígula); e igualmente debemos rechazar la explicación histórico-religiosa que busca el origen de la idea del Anticristo en los mitos persas y babilónicos. La monografía más antigua sobre el Anticristo se debe a la pluma de San Hipólito de Roma.

e) Grandes calamidades

Jesús predijo guerras, hambres, terremotos y graves persecuciones contra sus discípulos: «Entonces os entregarán a los tormentos y os matarán, y seréis abominados de todos los pueblos a causa de mi nombre»; Mt 24, 9. Ingentes catástrofes naturales serán el preludio de la venida del Señor; Mt 24, 29; cf. Is 13, 10; 34, 4.

3. El momento de la nueva venida de Cristo

Los hombres desconocen el momento en que Jesús vendrá de nuevo (sent. cierta).

Jesús dejó incierto el momento en que verificaría su segunda venida. Al fin de su discurso sobre la parusía, declaró: «Cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre»; Mc 13, 32 (en el texto paralelo de Mt 24, 36, faltan en algunas autoridades textuales las palabras «ni el Hijo»). A propósito del desconocimiento de Cristo, véase Cristología, § 23, 4a. Poco antes de su ascensión a los cielos, declaró el Señor a sus discípulos: «No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano»; Act 1, 7.

Jesús no contaba con que estuviera próxima su nueva venida, y así lo prueban varias expresiones de sus discursos escatológicos (Mt 24, 14, 21 y 31; Lc 21, 24; cf. Lc 17, 22; Mt 12, 41), las parábolas que simbolizan su segunda venida, en las cuales se sugiere una larga ausencia del Señor (cf. Mt 24, 48; 25, 5; 25, 19: «Pasado mucho tiempo vuelve el amo de aquellos siervos y les toma cuentas»), y las parábolas que describen el sucesivo crecimiento del reino de Dios sobre la tierra (Mt 13, 24-33). En muchos pasajes la expresión «venir el Señor» debe entenderse en sentido impropio como «manifestación de su poder», bien sea para castigo de sus enemigos (Mt 10, 23: la destrucción de Jerusalén), o bien para la difusión del reino de Dios sobre la turra (Mt 16, 28; Mc 9, 1: Lc 9, 27), o finalmente para recompensar con la eterna bienaventuranza del cielo a los que le han permanecido fieles (Ioh 14, 3, 18 y 28; 21, 22). La frase que leemos en Mt 24, 34: «En verdad os digo que no pasará esta generación antes que todo esto suceda», hay que relacionarla con las señales de la parusía. Según otra interpretación, la expresión «esta generación» se refiere no a los contemporáneos de Jesús, sino a la generación de los judíos, es decir, al pueblo judío (cf. Mt 11, 16; Mc 8, 12).

También los apóstoles nos enseñaron que era incierto el momento en que tendrá lugar la parusía: «Cuanto al tiempo y a las circunstancias no hay, hermanos, para qué escribir. Sabéis bien que el día del Señor llegará como el ladrón en la noche» (1 Thes 5, 1-2). En 2 Thes 2, 1 ss, el Apóstol pone en guardia a los fieles contra una exagerada expectación de la parusía, y para ello les indica algunas señales que tienen que acaecer primero (2 Thes 2, 1-3). San Pedro explica la dilatación de la parusía porque Dios, magnánimo, quiere brindar a los pecadores ocasión de hacer penitencia. Ante Dios mil años son como un solo día. El día' del Señor vendrá como ladrón; 2 Petr 3, 8-10; cf. Apoc 3, 3; 16, 15.

A pesar de la incertidumbre que reinaba en torno al momento de la parusía, los primitivos cristianos suponían que era muy probable su próxima aparición ; cf. Phil 4, 5; Hebr 10, 37; lac 5, 8; 1 Petr 4, 7; 1 Ioh 2, 18. La invocación aramea «Marana tha» = Ven, Señor nuestro (1 Cor 16, 22; Didakhé 10, 6), es testimonio del ansia con que los primeros cristianos suspiraban por la parusía; cf. Apoc 22, 20: «Ven, Señor Jesús.»

§ 7. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

1. Realidad de la resurrección

Todos los muertos resucitarán con sus cuerpos en el último día (de fe).

El símbolo apostólico confiesa: «Creo... en la resurrección de la carne.» El símbolo Quicumque acentúa la universalidad de la resurrección: «Cuando venga el Señor, todos los hombres resucitarán con sus cuerpos»; Dz 40.

En la antigüedad se oponían a la fe en la resurrección: los saduceos (Mt 22, 23; Act 23, 8), los gentiles (Act 17, 32), algunos cristianos de los tiempos apostólicos (1 Cor 15; 2 Tim 2, 17s), los gnósticos y los maniqueos; en la edad media, los cátaros; y en la edad moderna, las distintas formas del materialismo y del racionalismo.

En el Antiguo Testamento se observa una progresiva evolución de la creencia en la resurrección. Los profetas Oseas y Ezequiel emplean la imagen de la resurrección corporal para simbolizar la liberación de Israel del estado de pecado o de destierro en que se hallaba (Os 6, 3 [M 6, 2]; 13, 14; Ez 37, 1-14). Isaías expresa su fe en la resurrección individual de los justos de Israel (26, 19). Daniel profetiza también la resurrección de los impíos, pero limitándose al pueblo de Israel: «Las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para eterna vida, otros para eterna vergüenza y confusión» (12, 2). El segundo libro de los Macabeos enseña la resurrección universal (7, vv 9, 11, 14, 23 y 29; 12, 43\ss; 14, 46).

Iob 19, 25-27 («Scio enim quod Redemptor meus vivit, et in novissimo die de terra surrecturus sum; et rursum circumdabor pelle mea, et in carne mea videbo Deum meum») es testimonio de la resurrección solamente según la lectura de la Vulgata. Conforme al texto original, Job expresa la esperanza de que Dios salga en fin como fiador suyo para mostrar su inocencia mientras viviere sobre la tierra (N. Peters, P. Heinisch).

Jesús rechaza como errónea la negación saducea de la resurrección de los muertos: «Estáis en un error y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo» (Mt 22, 29 s). Cristo enseñó no sólo la resurrección de los justos (Le 14, 14), sino también la de los impíos (Mt 5, 29 s; 10, 28; 18, 8 s). «Y saldrán [de los sepulcros] los que han obrado el bien para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal para la resurrección del juicio» (Ioh 5, 29). A los que creen en Jesús y comen su carne y beben su sangre, Él les promete la resurrección en el último día (Ioh 6, 39 s, 44 y 45). El Señor dice de Sí mismo: «Yo soy la resurrección y la vida» (Iah 11, 25).

Los apóstoles, basándose en la resurrección de Cristo, predican la resurrección universal de los muertos; cf. Act 4, 1 s; 17, 18 y 32; 24, 15 y 21; 26, 23. San Pablo se dirige contra algunos cristianos de la comunidad de Corinto que negaban la resurrección, y prueba la resurrección de los cristianos por la de Cristo; 1 Cor 15, 20-23: «Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno a su tiempo: el primero, Cristo; luego los de Cristo, cuando Él venga.» La muerte será el último enemigo reducido a la nada por Cristo (vv 26, 54 s). En la victoria de Cristo sobre la muerte va incluida la universalidad de la resurrección; cf. Rom 8, 11; 2 Cor 4, 14; Phil 3, 21; 1 Thes 4, 14 y 16; Hebr 6, 1 s; Apoc 20, 12 s.

Los padres de los primeros siglos, ante los múltiples ataques que sufría la doctrina de la resurrección por parte de los judíos, los paganos y los gnósticos, se vieron forzados a estudiar minuciosamente este dogma. SAN CLEMENTE ROMANO lo prueba por analogías tomadas de la naturaleza, por la leyenda del ave Fénix y por pasajes bíblicos del Antiguo Testamento; Se escribieron tratados en defensa de la fe cristiana en la resurrección. Sus autores fueron San Justino, Atenágoras de Atenas, Tertuliano, Orígenes, San Metodio y San Gregorio Niseno. También casi todos los apologistas de principios del cristianismo se ocuparon detenidamente de la doctrina sobre la resurrección; cf. SAN AGUSTÍN, Enchir. 84-93; De civ. Dei xxrr 4 ss.

La razón natural no puede presentar ninguna prueba convincente en favor de la realidad de la resurrección, pues ésta tiene carácter sobrenatural y supone, por tanto, una intervención milagrosa de Dios. No obstante, es posible mostrar la conveniencia de la resurrección: a) por la unión natural entre el cuerpo y el alma, que hace que ésta se halle ordenada al cuerpo; b) por la idea de la justa retribución, idea que nos induce a esperar que el cuerpo, por ser instrumento del alma, participará también de la recompensa o el castigo.

La razón iluminada por la fe prueba la conveniencia de la resurrección: a) por la perfección de la redención obrada por Cristo; b) por la semejanza que tienen con Cristo (la Cabeza) los miembros de su cuerpo místico; c) porque el cuerpo humano ha sido santificado por la gracia y, sobre todo, por la fuente abundante de la misma que es la eucaristía; cf. SAN IRENEO, Adv. haer. iv 18, 5; v 2, 3; Suppl. 75, 1-3; G.rv 79.

2. Identidad del cuerpo resucitado

Los muertos resucitarán con el mismo (numéricamente) cuerpo que tuvieron en la tierra (de fe).

a) El capítulo Firmiter del concilio iv de Letrán (1215) declara: «Todos ellos resucitarán con el propio cuerpo que ahora llevan»; Dz 429; cf. Dz 16, 40, 287, 347, 427, 464, 531.

Orígenes negó la identidad material del cuerpo resucitado con el cuerpo terreno.

La Sagrada Escritura da testimonio implícito de esa identidad material por las palabras que emplea: «resurrección» o «despertamiento». Solamente habrá verdadera resurrección o despertamiento cuando el mismo cuerpo que muere y se descompone sea el que reviva de nuevo. La tesis la hallarnos enunciada explícitamente en 2 Mac 7, 11: «De él [de Dios] espero yo volver a recibirlas [la lengua y las manos]»; 1 Cor 15, 53: «Porque es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad.»

En tiempo de Orígenes, los padres enseñaron unánimemente que «esta carne resucitará y será juzgada» y «que en esta carne recibiremos nuestra recompensa» (SEUDO-CLEMENTE, 2 Cor. 9, 1-5). SAN JUSTINO da testimonio: «Tenemos la esperanza de que recobraremos a nuestros muertos y los cuerpos depositados en la tierra, pues afirmamos que para Dios no hay cosa imposible» (Apol. 1, 18). Las razones de conveniencia aducidas por los padres para probar el hecho de la resurrección suponen todas ellas la identidad del cuerpo resucitado con el cuerpo terreno. Contra Orígenes, la defendieron San Metodio, San Gregorio Niseno, SAN EPIFANIO (Haer. 64) y SAN JERÓNIMO (Adv. Ioannem Hierosolimitanum).

b) No debemos concebir esa identidad corno si todas las partículas materiales que alguna vez o en determinado instante han pertenecido al cuerpo terreno tuvieran que hallarse en el cuerpo resucitado. Así como el cuerpo terreno, a pesar del continuo metabolismo de la materia, permanece siempre el mismo, de manera parecida basta para salvar la identidad que una parte relativamente pequeña de la materia del cuerpo terreno se contenga en el cuerpo resucitado. Por eso, el hecho de que las mismas partículas materiales puedan pertenecer sucesivamente a diversos cuerpos no ofrece dificultad alguna contra la fe cristiana en la resurrección; cf. S.c.G. rv 81.

Según Durando de San Porciano (+ 1334) y Juan de Nápoles (+ después de 1336), basta para salvar la identidad del cuerpo resucitado la identidad del alma. Partiendo de la doctrina aristotélico-tomista sobre la composición de los cuerpos, según la cual la materia prima (que es pura potencia) recibe actualidad e individualidad al ser informada por la forma sustancial, convirtiéndose de esta manera en un cuerpo determinado, enseñan que el alma humana (como única forma sustancial del cuerpo humano) determina cualquier materia constituyéndola su propio cuerpo.

Prescindiendo de la hipótesis de que el alma humana sea la única forma sustancial del cuerpo — los escotistas defienden la existencia de una forma especial de corporeidad distinta del alma—, toda esta explicación lleva a la consecuencia absurda de que los huesos de un difunto podrían yacer todavía en el seno de la tierra mientras él estuviese ya en el cielo con el cuerpo resucitado. En la teología moderna, fue defendida la sentencia de Durando por L. Billot y algunos otros (v., por ej., E. KREBS, El Más Allá, Barna 1953, pp. 92 ss), mientras que la mayoría de los teólogos siguen defendiendo la doctrina patrística de la identidad material del cuerpo.

Según doctrina universal, el cuerpo resucitará en total integridad, libre de deformidades, mutilaciones y achaques. SANTO TOMÁS enseña: «El hombre resucitará en su mayor perfección natural», y por eso tal vez resucite en estado de edad madura (Suppl. 81, 1). Pertenecen también a la integridad del cuerpo resucitado todos los órganos de la vida vegetativa y sensitiva, incluso las diferenciaciones sexuales (contra la sentencia de los origenistas; Dz 207). Pero, sin embargo, ya no se ejercitarán las funciones vegetativas; Mt 22, 30: «Serán como ángeles en el cielo.»

3. Condición del cuerpo resucitado

a) Los cuerpos de los justos serán transformados y glorificados según el modelo del cuerpo resucitado de Cristo (sent. cierta).

San Pablo enseña: «El [Jesucristo] reformará el cuerpo de nuestra vileza, conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las cosas» (Phil 3, 21); «Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra un cuerpo animal y se levanta un cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42-44); cf. 1 Cor 15, 53.

Siguiendo las enseñanzas de San Pablo, la escolástica enumera cuatro propiedades o dotes de los cuerpos resucitados de los justos:

a') La impasibilidad, es decir, la propiedad de que no sea accesible a ellos mal físico de ninguna clase, como el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Definiéndola con mayor precisión, es la imposibilidad de sufrir y morir («non posse pati, mori»); Apoc 21, 4: «Al [Dios] enjugará las lágrimas de sus ojos [de ellos], y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado»; cf. 7, 16; Lc 20, 36: «Ya no pueden morir.» La razón intrínseca de la impasibilidad es el perfecto sometimiento del cuerpo al alma; Suppl. 82, 1.

b') La sutileza (o penetrabilidad), es decir, la propiedad por la cual el cuerpo se hará semejante a los espíritus en cuanto podrá penetrar los cuerpos sin lesión alguna. No creamos que por ello el cuerpo se transformará en sustancia espiritual o que la materia se enrarecerá hasta convertirse en un cuerpo «etéreo»; cf. Lc 24, 39. Un ejemplo de «espiritualización» lo tenemos en el cuerpo resucitado de Cristo, que salió del sepulcro sellado y entraba en el Cenáculo aun estando cerradas las puertas; Ioh 20, 19 y 26. La razón intrínseca de esta espiritualización la tenemos en el dominio completo del alma glorificada sobre el cuerpo, en cuanto es la forma sustancial del mismo; Suppl. 83, 1.

c') La agilidad, es decir, la capacidad del cuerpo para obedecer al espíritu con suma facilidad y rapidez en todos sus movimientos. Esta propiedad se contrapone a la gravedad de los cuerpos terrestres, determinada por la ley de la gravitación. El modelo de la agilidad lo tenemos en el cuerpo resucitado de Cristo, que se presentó de súbito en medio de sus apóstoles y desapareció también repentinamente; Ioh 20, 19 y 26; Lc 24, 31. La razón intrínseca de la agilidad la hallamos en el total dominio que el alma glorificada ejerce sobre el cuerpo, en cuanto es el principio motor del mismo; Suppl. 84, 1.

d') La claridad, es decir, el estar libre de todo lo ignominioso y rebosar hermosura y esplendor. Jesús nos dice: «Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13, 43); cf. Dan 12, 3. Un modelo de claridad lo tenemos en la glorificación de Jesús en el monte Tabor (Mt 17, 2) y después de su resurrección (cf. Act 9, 3). La razón intrínseca de la claridad la tenemos en el gran caudal de hermosura y resplandor que desde el alma se desborda sobre el cuerpo. El grado de claridad será distinto — como se nos dice en 1 Cor 15, 41 s— y estará proporcionado al grado de gloria con que brille el alma; y la gloria dependerá de la cuantía de los merecimientos; Suppl. 85, 1.

b) Los cuerpos de los impíos resucitarán en incorruptibilidad e inmortalidad, pero no serán glorificados (sent. cierta).

La incorruptibilidad e inmortalidad son condiciones indispensables para que el cuerpo reciba castigo eterno en el infierno; Mt 18, 8 s. La incorruptibilidad (cf. 1 Cor 15, 52 ss) excluye el metabolismo de la materia y todas las funciones determinadas por él, mas no excluye la pasibilidad; Suppl. 86, 1-3.

 § 8. EL JUICIO UNIVERSAL

1. Realidad del juicio universal

Cristo, después de su retorno, juzgará a todos los hombres (de fe.)

Casi todos los símbolos de fe confiesan, con el símbolo apostólico, que Cristo al fin de los siglos «vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos», es decir, a todos aquellos que vivan cuando Él venga y a todos los que hayan muerto anteriormente. (Según otra interpretación: a los justos y a los pecadores).

Este dogma es impugnado por todos aquellos que niegan la inmortalidad personal y la resurrección.

La doctrina del Antiguo Testamento sobre el juicio futuro muestra una progresiva evolución. El libro de la Sabiduría es el primero que enseña con toda claridad la verdad del juicio universal sobre justos e injustos que tendrá lugar al fin de los tiempos (4, 20; 5, 24).

Los profetas anuncian a menudo un juicio punitivo de Dios sobre este mundo designándolo con el nombre de «día de Yahvé». En ese día Dios juzgará a los pueblos gentílicos y librará a Israel de las manos de sus enemigos; cf. loel 3 (M 4), i ss. Pero no sólo serán juzgados y castigados los gentiles, sino también los impíos que vivan en Israel; cf. Amos 5, 18-20. Se hará separación entre los justos y los impíos; cf. Ps 1; 5; Prov 2, 21 s; Is 66, 15 ss.

Jesús toma a menudo como motivo de su predicación el «día del juicio» o «el juicio» ; cf. Mt 7, 22 s; 11, 22 y 24; 12, 36 s y 41 s. Él mismo, en su calidad de «Hijo del hombre» (= Mesías), será quien juzgue : «El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras» (Mt 16, 27) ; «Aunque el Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar. Para que todos honren al Hijo como honran al Padre... Y le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre» (Ioh 5, 22 s y 27).

Los apóstoles predicaron esta doctrina de Jesús. San Pedro da testimonio de que Jesucristo «ha sido instituido por Dios juez de vivos y muertos»; Act 10, 42; cf. 1 Petr 4, 5: 2 Tim 4, 1: San Pablo dice en su discurso pronunciado en el Areópago (Act 17, 31) y escribe en sus cartas que Dios juzgará con justicia al orbe por medio de Jesucristo; cf. Rom 2, 5-16; 2 Cor 5, 10. Como Cristo ejercerá el oficio de juez, San Pablo llama al día del juicio «el día de Jesucristo», Phil 1, 6; 1 Cor 1, 8; 5, 5.

De esta verdad del juicio venidero, el Apóstol deduce conclusiones prácticas para la vida cristiana, exhortando a sus lectores con motivo del juicio para que no juzguen a sus prójimos (Rom 14, 10-12; 1 Cor 4, 5), y suplicándoles que tengan paciencia para aguantar los sufrimientos y persecuciones (2 Thes 1, 5-10). San Juan describe el juicio al estilo de una rendición de cuentas (Apoc 20, 10-15). La acción de abrir los libros en los cuales están escritas las obras de cada uno es una imagen bíblica para expresar intuitivamente el proceso espiritual del juicio; cf. SAN AGUSTíN, De civ. Dei xx 14.

Los padres dan testimonio unánime de esta doctrina, claramente contenida en la Escritura. Según SAN POI.ICARPO, «todo aquel que niegue la resurrección y el juicio es hijo predilecto de Satanás» (Phil. 7, 1). La Epístola de Bernabé (7, 2) y la 2" Epístola de Clemente (1, 1) llaman a Cristo Juez de vivos y muertos; cf. SAN JUSTINO, Apol. I 8; SAN IRENÉO, Adv. haer. 110, 1. SAN AGUSTÍN trata detenidamente del juicio final, estudiando los testimonios del Antiguo y el Nuevo Testamento en De civ. Dei xx.

2. La celebración del juicio universal

Jesús nos da un cuadro pintoresco del juicio universal en su grandiosa descripción del juicio que leemos en Mt 25, 31-46. Todos los pueblos, esto es, todas las personas, se reunirán ante el tribunal de Cristo, que es el Hijo del hombre. Los buenos y los malos serán separados definitivamente unos de otros. Al juicio seguirá inmediatamente la aplicación de la sentencia: «Estos [los malos] irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna.»

En contradicción aparente con muchos pasajes bíblicos que afirman expresamente que Cristo, el Hijo del hombre, es quien ha de juzgar al mundo, hallamos otros pasajes que aseguran que Dios será el  juez del mundo; v.g., Rom 2, 6 y 16; 3, 6; 14, 10. Como Cristo, en cuanto hombre, ejerce el oficio de juez por encargo y poder de Dios, resulta que es Dios quien juzga al mundo por medio de Cristo, y así dice San Pablo: «Dios juzgará lo oculto de los hombres por medio de Jesucristo» (Rom 2, 16); cf. Ioh 5, 30; Act 17, 31.

Los ángeles colaborarán en el juicio como servidores y mensajeros de Cristo; Mt 13, 41s y 49s; 24, 31. Según leemos en Mt 19, 28 («Vosotros os sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel»), los apóstoles colaborarán inmediatamente con Cristo en el juicio; y según se lee en 1 Cor 6, 2 («¿Acaso no sabéis que los santos han de juzgar al mundo?»), colaborarán también todos los justos. A causa de su íntima unión con Cristo, pronunciarán con Él el veredicto de condenación contra los impíos, haciendo suya la sentencia del Señor. Objeto del juicio serán todas las obras del hombre (Mt 16, 27; 12, 36: «toda palabra ociosa»), incluso las cosas ocultas y los propósitos del corazón (Rom 2, 16; 1 Cor 4, 5). Desconocemos el tiempo y el lugar en que se celebrará el juicio (Mc 13, 32). El valle de Josafat, que Joel señala como lugar del juicio (3 [M 4], 2 y 12), y que desde Eusebio y San Jerónimo es identificado con el valle del Cedrón, debe solamente considerarse como una expresión simbólica («Yahvé juzga»).

El juicio del mundo servirá para glorificación de Dios y el Dios-Hombre Jesucristo (2 Thes 1, 10), pues hará patente la sabiduría de Dios en el gobierno del mundo, su bondad y paciencia con los pecadores y, sobre todo, su justicia retributiva. La glorificación del Dios-Hombre alcanzará su punto culminante en el ejercicio de su potestad judicial sobre el universo.

Mientras que en el juicio particular el hombre es juzgado como individuo, en el juicio universal será juzgado ante toda la humanidad y como miembro de la sociedad humana. Entonces se completarán el premio y el castigo al hacerlos extensivos al cuerpo resucitado; cf. Suppl. 88, 1.

§ 9. EL FIN DEL MUNDO

1. La ruina del mundo

El mundo actual perecerá en el último día (sent. cierta).

Se oponen a la doctrina de la Iglesia algunas sectas antiguas (gnósticos, maniqueos, origenistas) que sostenían la total aniquilación del mundo material. Son igualmente opuestos los sistemas filosóficos de la antigüedad (estoicos) que enseñaban que el mundo, en un ciclo eterno, perecería pero volvería a surgir tal cual era antes.

De acuerdo con la doctrina del Antiguo Testamento (Ps 101, 27; Is 34, 4; 51, 6), Jesucristo anuncia la destrucción del mundo actual. Usando el lenguaje de la apocalíptica del Antiguo Testamento (cf. Is 34, 4), el Señor predice grandes catástrofes cósmicas (Mt 24, 29) : «Luego, después de la tribulación de aquellos días, se obscurecerá el sol, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán del cielo, y las columnas del cielo se conmoverán» ; Mt 24, 35 : «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» ; Mt 28, 20: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo.»

San Pablo da el siguiente testimonio: «Pasa la figura de este mundo»; 1 Cor 7, 31; cf. 15, 24. San Pedro predice la destrucción del mundo por el fuego: «Vendrá el día del Señor como ladrón, y en él pasarán con estrépito los cielos, y los elementos, abrasados, se disolverán, y asimismo la tierra con las obras que hay en ella»; 2 Petr 3, 10. San Juan contempla en una visión la ruina del mundo: «Ante la faz del Juez del universo, huyeron el cielo y la tierra, y no dejaron rastro de sí»; Apoc 20, 11.

En la antigua tradición cristiana es frecuente hallar testimonios de la creencia en la ruina del mundo actual. El autor de la Epístola de Bernabe comenta que el Hijo de Dios, después de juzgar a los impíos, «transformará el sol, la luna y las estrellas» (15, 5). TERTULIANO habla de un incendio del universo en el cual «se consumirá el mundo, que ya se ha hecho viejo, y todas sus criaturas» (De Spect. 30). SAN AGUSTÍN insiste en que el mundo actual no quedará destruido por completo, sino únicamente transformado: «Pasará la figura, no la naturaleza» (De civ. Dei xx, 14).

Ni la ciencia ni la revelación nos permiten saber nada seguro sobre el modo con que perecerá el mundo. La idea de que perecerá bajo el poder del fuego (2 Petr 3, vv 7, 10 y 12), idea que se encuentra con frecuencia aun fuera de la revelación bíblica, no es tal vez sino una expresión pintoresca de uso corriente que sirve de ropaje literario a la verdad revelada del futuro fin del mundo.

2. La renovación del mundo

El mundo actual será renovado en el último día (sent. cierta).

El profeta Isaías anuncia que habrá un nuevo cielo y una nueva tierra: «Porque voy a crear cielos nuevos y una tierra nueva» (65, 17; cf. 66, 22). Empleando la imagen de la prosperidad terrena, va describiendo la dicha inmensa que reinará en el mundo nuevo (65, 17-25). Jesús habla de la «regeneración» (palingenesia), es decir, de la renovación del mundo: «En verdad os digo que vosotros, los que me habéis seguido, en la regeneración [en la renovación del mundo], cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, os sentaréis también sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel»; Mt 19, 28.

San Pablo nos enseña que toda la creación se contaminó con la maldición del pecado, y que espera redención; e igualmente nos dice que las criaturas serán también libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios; Rom 8, 18-25. San Pedro, al mismo tiempo que nos anuncia que el mundo perecerá, afirma que han de surgir «un cielo nuevo y una tierra nueva, donde more la justicia»; 2 Petr 3, 13. La frase «la restauración de todas las cosas» (Act 3, 21) se refiere también a esta renovación del mundo. San Juan nos ofrece una descripción alegórica del nuevo cielo y la nueva tierra, cuyo centro será la Nueva Jerusalén bajada del cielo y el Tabernáculo de Dios entre los hombres. El que está sentado sobre el trono (Dios) habla así: «He aquí que hago nuevas todas las cosas»; Apoc 21, 1-8.

SAN AGUSTÍN enseña que las propiedades del mundo futuro estarán adaptadas al modo de existir de los cuerpos humanos glorificados, lo mismo que las propiedades de este mundo perecedero están acomodadas a la existencia perecedera del cuerpo mortal (De civ. Dei xx 16).

SANTO TOMÁS prueba la renovación del mundo por la finalidad de éste, que es servir al hombre. Como el hombre glorificado ya no necesitará, el servicio que puede ofrecerle este mundo actual, que consiste en procurarle el sustento de la vida corporal y en avivar en su mente la idea de Dios, parece conveniente que juntamente con la glorificación del cuerpo humano experimenten también una glorificación todos los demás cuerpos naturales para que así puedan adaptarse mejor al estado del cuerpo glorioso. La vista gloriosa del bienaventurado contemplará la majestad de Dios en todos los maravillosos efectos que produce en el universo glorificado, en el cuerpo de Cristo y de los bienaventurados, y en todas las demás cosas materiales; Suppl. 91, 1; cf. 74, 1. Por la revelación no podemos saber más detalles sobre la extensión que alcanzará esa renovación del mundo ni sobre la forma en que se hará; Suppl. 91, 3.

La consumación y renovación del mundo significará el final de la obra de Cristo: su misión estará ya cumplida. Como entonces habrán sido derrotados todos los enemigos del reino de Dios, Jesús entregará el reinado a Dios Padre (1 Cor 15, 14), sin abdicar por ello de su poder soberano ni de su dignidad regia, fundados en la unión hipostática.

Con el fin del mundo comenzará el reino perfecto de Dios, reino que constituye el fin último de toda la creación y el sentido supremo de toda la historia humana.

 


IV) EPÍLOGO.

En los puntos I y II precedentes expusimos los aspectos preliminares e introductorios comunes a las tres entradas que integran nuestro trabajo sobre escatología cristiana (Escatologías Católica, Ortodoxa y Protestante); las que serán publicadas sucesivamente, en el orden y bajo los títulos indicados al comienzo.

En ese marco general resaltamos la importancia de la escatología cristiana para la vida presente y futura de los seres humanos.

Luego de ese tramo común y ya abocándonos en particular la escatología católica, incorporamos en el punto III los pasajes pertinentes de la excelente obra de Ludwig Ott, Manual de Teología Dogmática.

Ahora, como cierre de esta primera sección de nuestro trabajo, elegimos una trascendente monición[8] sálmica[9]. Más precisamente aportamos un breve e interesante comentario sobre el salmo 48.

“El salmo 48 es un poema sapiencial sobre la vanidad de las riquezas y la brevedad de la vida. Al final de la jornada, escuchar atentamente estas reflexiones de un sabio puede centrar nuestro espíritu, excesivamente turbado quizá por los quehaceres y preocupaciones de la jornada.”

“Ha pasado ya un nuevo día de nuestra vida, y como él terminará también nuestro vivir en la tierra. ¿Por qué, pues, temer tanto ante males que sólo duran un instante? ¿Por qué habré de temer los días aciagos?, se pregunta el salmista; y ¿por qué esperar tanto de nosotros mismos y desesperar ante nuestros fracasos, si nadie puede salvarse a sí mismo?”

“Pero la sabiduría a que nos exhorta el salmista no es una sabiduría sólo negativa. Los días aciagos terminarán, como termina la vida terrena de los sabios y de los ignorantes y como desaparecerán un día las riquezas y todos los planes de los hombres satisfechos y confiados en sí mismos. Pero hay una salvación que no desaparecerá -que el salmista sólo entrevé, pero que nosotros conocemos ya totalmente por la revelación de Jesucristo-, porque, si bien es verdad que el hombre de por sí es como un animal que perece, que irá a reunirse en el sepulcro con sus antepasados, este mismo hombre será salvado por Dios de las garras del Abismo y el Señor le llevará consigo. Ésta es la esperanza cristiana, capaz de superar todo pesimismo humano.”

Queridos Hermanos, hemos así llegado al final de nuestra labor. Sólo nos queda recordar que en las dos próximas entradas abordaremos la escatología ortodoxa y la escatología protestante respectivamente. Hecho lo cual nos despedimos implorando a la Santísima Trinidad para que nos de las fuerzas necesarias para cargar nuestra cruz y perseverar en la fe y en las obras que nos permitan regenerar nuestras naturalezas dañadas y salvar nuestras almas para la eternidad.


Dr. Alejandro Oscar De Salvo.
Abogado - Coach Directivo.




[1]Doc. Escatología - Resumen - sacerdotes y seminaristas
https://www.google.com.ar/search?q=escatolog%C3%ADa+intermedia+resumen+sacerdotes&oq=escatolog%C3%ADa+intermedia+resumen+sacerdotes&aqs=chrome..69i57.10431j0j7&sourceid=chrome&espv=2&es_sm=122&ie=UTF-8#q=sacerdotesyseminaristas.org%2Fcatalogo_es%2F4120_escatologia.doc%E2%80%8E
[2] Ibídem.
[3] Rev. Carlos A. Mena C.  http://www.iglesiareformada.com/Mena_ESCATOLOGIA_REFORMADA.pdf
[4] Ibídem.
[5] Doc. Escatología - Resumen - sacerdotes y seminaristas
https://www.google.com.ar/search?q=escatolog%C3%ADa+intermedia+resumen+sacerdotes&oq=escatolog%C3%ADa+intermedia+resumen+sacerdotes&aqs=chrome..69i57.10431j0j7&sourceid=chrome&espv=2&es_sm=122&ie=UTF-8#q=sacerdotesyseminaristas.org%2Fcatalogo_es%2F4120_escatologia.doc%E2%80%8E
[6] Ibídem.
[7]Contenido extraído de  http://www.mercaba.org/TEOLOGIA/OTT/indice_general.htm
[8]Monición: Consejo o advertencia. Texto breve que se lee en determinados momentos de la liturgia.
[9]Directorio Franciscano. La Oración de cada día. Pedro Farnés.
 http://www.franciscanos.org/oracion/salmo048.htm