LA RESTAURACIÓN DE LA NATURALEZA HUMANA COMO CAMINO DE SALVACIÓN: JUSTIFICACIÓN, REGENERACIÓN, SANTIFICACIÓN Y DIVINIZACIÓN.
TEMARIO.
I) PRELIMINAR.
II) MARCO GENERAL.
III) JUSTIFICACIÓN.
IV) REGENERACIÓN.
V) SANTIFICACIÓN.
VI) DIVINIZACIÓN.
VII) SALVACIÓN.
VIII) EPÍLOGO.
LA RESTAURACIÓN DE LA NATURALEZA HUMANA COMO CAMINO DE SALVACIÓN: JUSTIFICACIÓN,
REGENERACIÓN, SANTIFICACIÓN Y DIVINIZACIÓN.
I) PRELIMINAR.
Ningún ser humano debería pasar
por este mundo sin comprender: ¿De dónde viene? y ¿A dónde va? Y, por ende,
reflexionar profundamente sobre ¿Qué debe hacer para llegar al destino final
que anhela? Para luego ocuparse con seriedad y sin pérdidas de tiempo de
aquellos asuntos que deben estar cumplidos al momento de concluir su vida terrenal.
Los cristianos tenemos resueltas
las dos primeras cuestiones: Aceptamos por fe, de acuerdo con la verdad
revelada, que fuimos creados por Dios y que la inmortalidad del alma nos llevará
a la eternidad, con dos posibilidades: Felicidad absoluta en la Casa de Dios (Paraíso) o angustia
permanente en la morada del diablo (Infierno).
A partir de esas alternativas es
obvio que la labor trascendente e irrenunciable que tenemos por delante en
nuestro tiempo terreno es hacer lo necesario para alcanzar la salvación de
nuestra alma y lograr lo que se suele llamar “Visión Beatífica”; es decir, llegar
a estar “cara a cara” con Dios y compartir la eternidad con Él, fuente de la
única felicidad posible y verdadera.
En pocos párrafos tenemos
resueltos los tres interrogantes más difíciles de la existencia humana y, sin
embargo, esto no nos permite relajarnos. Somos conscientes de la complejidad de
la tarea que tenemos por delante.
Dios nos ayuda con la gracia y
los dones que nos regala (sin mérito alguno de nuestra parte) pero también nos prueba
a fondo al poner en juego nuestro libre albedrío y nuestra voluntad. Nos exige
que nos neguemos a nosotros mismos y nos sometamos a Su voluntad.
En este post nos ocuparemos de
las distintas etapas que comprenden el nacimiento y el desarrollo de nuestra
espiritualidad (Justificación, Regeneración, Santificación y Divinización)
y que en su conjunto tienen como objetivo ingresar al reino de los cielos. (Salvación)
II) MARCO GENERAL.
Previo a abordar dicha temática
de manera específica en cada una de sus instancias, utilizaremos como marco
general un excelente ensayo de Rodrigo Abarca[1]. En
el mismo, el autor describe con singular claridad y belleza las figuras del
hombre original, del hombre caído y del hombre restaurado.
EL HOMBRE SEGÚN DIOS
Rodrigo Abarca
La vida cristiana sólo puede ser vivida en el Espíritu. Ella no es el
resultado del esfuerzo ni de la actividad estéril de la carne. Esta es una
lección fundamental que cada hijo de Dios necesita aprender. En los capítulos 5
al 8 de Romanos encontramos algunas claves para aprender a andar en el
Espíritu.
El hombre original.
El apóstol Pablo nos enseña a partir de Romanos capítulo 5, que el
problema fundamental de cada hombre se halla en la fuente o raíz desde donde se
nutre su vida. Previamente nos ha mostrado cómo nuestros pecados nos separaban
de Dios, su propósito y su gloria. Y cómo, a continuación, Cristo ha provisto
una perfecta obra de reparación, que nos permite reconciliarnos con Dios y ser
declarados justos ante sus ojos por medio de la fe en su sangre. Sin embargo,
aunque justificados por la fe tenemos paz con Dios, el principal obstáculo para
una vida santa continúa actuando aún en nosotros, y necesita ser tratado y
removido.
Esto explica el porqué tantos creyentes que han conocido la salvación y
el perdón de sus pecados, no consiguen, no obstante, vivir vidas santas y
libres del poder del pecado. Una y otra vez, aunque se esfuerzan por vencer los
pecados que aparecen recurrentemente en su vida, fracasan y acaban en la
confusión y el desaliento. ¿Cómo se explica este fracaso? Para encontrar la
respuesta necesitamos comprender, con la ayuda indispensable del Espíritu de
Verdad, cómo Dios diseñó originalmente la naturaleza humana, y cómo esta puede
y debe ser restaurada al original divino, antes de poder vivir de acuerdo con
el carácter y la santidad de Dios. Precisamente acerca de esto nos habla
Romanos 5 al 8.
Dios creó al hombre con el propósito de que éste llevase su imagen en
el mundo creado; es decir, para que fuese la expresión de su carácter y de su
gloria. Sin embargo, ¿Cómo puede el hombre, una criatura tomada del polvo de la
tierra, llevar y expresar la imagen de su Creador? Pues ni aún los ángeles,
tanto mayores en fuerza y potencia, fueron creados para un designio tan alto.
La respuesta se encuentra en la misma creación del hombre. Dios dijo: «Hagamos
al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». Las dos palabras
resaltadas en la frase anterior, aunque puedan parecer una figura redundante de
la poesía hebrea, conllevan, en realidad, un importante significado.
La imagen hace referencia al ya mencionado propósito divino de que el
hombre exprese su carácter y su gloria en el universo creado. La semejanza, por
otro lado, es la clave fundamental para el logro de dicho propósito. Pues Dios
posee una naturaleza y una vida por completo distinta a la de cualquier
criatura, aun la de los poderosos arcángeles y los llameantes serafines (en
realidad, la naturaleza divina se eleva a una distancia infinita por encima de
la naturaleza creada). Dios, nos dice la Escritura, es Espíritu (Jn. 4:24).
Esta es su naturaleza esencial. Por ello, para poder poseer su imagen, el
hombre necesitaba, en primer lugar, una naturaleza semejante a la que Dios
posee, capaz de recibir, contener y expresar su vida divina.
Por ello, cuando Dios moldeó al hombre del polvo de la tierra, la
Escritura nos sugiere que lo hizo tal como un alfarero moldea una vasija de
arcilla, pues el nombre Adán (del hebreo adama), procede de una raíz semántica
que significa barro rojo (vgr. greda o arcilla). Una vasija tiene por propósito
contener algo dentro de sí. Es decir, la mayor parte de ella es un gran vacío
interior, cuyo único fin es el ser llenado. En este sentido, la Biblia nos dice
que Dios sopló en el hombre aliento de vida, y que fue el hombre un ser
viviente (un alma viviente). Pero, en ese instante, cuando el aliento de Dios
entró en el hombre tomado de la arcilla de la tierra, plasmó en lo más íntimo
de él una cámara secreta que tiene la «forma de su aliento», es decir, su
semejanza.
Tal vez, un ejemplo nos ayude a entender mejor lo recién afirmado: Una
vez vi a un hombre haciendo botellas de manera artesanal. Con un tubo largo de
cobre extraía una pequeña gota de vidrio líquido desde un horno ardiente,
pegado a uno de sus extremos. Luego, soplaba por el otro extremo y el vidrio
comenzaba a inflarse maravillosamente, igual como si fuera un globo. Entonces
aquel hombre, sin dejar de soplar, daba rápida y hábilmente forma a una
botella, girando el tubo con velocidad. Finalmente, en unos pocos minutos, la
botella estaba terminada. Se podía decir que, literalmente, el aliento de ese
hombre había dejado su forma en la botella.
Del mismo modo, el aliento de Dios plasmó su semejanza en el interior
del hombre, cuando entró en él para crear su alma. Entonces, el hombre no sólo
tuvo un cuerpo tomado de la tierra, un alma creada por el soplo de Dios (como
el exterior de la botella), sino también la forma interior del aliento de Dios
(el interior de la botella), semejante en naturaleza al mismo Dios. Es decir,
un espíritu. Luego, el hombre fue creado como un ser tripartito, formado por un
espíritu, un alma y un cuerpo. Pero el espíritu fue concebido para ser la parte
más elevada y rectora del hombre, pues tiene la capacidad de recibir la vida
divina dentro de sí y participar así de su naturaleza increada. El espíritu
podía ser engendrado por Dios, al recibir dentro de sí la simiente divina,
contenida en el árbol de la vida. De ese modo, el hombre habría sido elevado a
participar de una vida de unión y comunión con Dios en espíritu.
Pero este era el primer paso requerido. Recordemos que, en lo principal,
la Escritura nos dice que el primer Adán fue hecho un alma viviente (1 Co.
15:45a). Y que lo animal (lo que pertenece al alma) es primero, y luego lo
espiritual. Por ello, el postrer Adán, que es Cristo, es espíritu vivificante
(1 Co. 15:45b), mostrando cuál es la meta final de Dios. Esto implica que el
alma fue creada para servir al propósito divino. Ella es el asiento de lo
propiamente humano, vale decir, de nuestra identidad y personalidad. En ella
están la voluntad, la mente y las emociones. Ella era, en unión con el cuerpo,
la vasija destinada a expresar la vida y la naturaleza divinas alojadas en el
espíritu. Por ello fue creada con una voluntad libre y distinta de la voluntad
divina. Pues el propósito de Dios es que el hombre se rinda voluntariamente a
la operación de la vida divina, entregando su voluntad a la voluntad del
Espíritu, su mente a la mente del Espíritu, y sus emociones a los sentimientos
del Espíritu. Este habría de ser un proceso gradual y progresivo de una cada
vez más libre y profunda capitulación del alma a la operación de la vida del
Espíritu en el espíritu humano. Entonces el hombre llegaría a ser un espíritu
vivificante (tras comenzar siendo un alma viviente en su primer estado, con un
espíritu aún no desarrollado).
El alma fue creada para ser una sierva sumisa y voluntaria del
espíritu, quien a su vez tenía la capacidad de unirse a Dios y comunicar su
vida, dirección, poder, carácter y autoridad hacia el alma y, por medio de
ésta, al cuerpo. Este era el diseño original de Dios para el hombre.
El hombre caído.
Pero Adán pecó y cayó. Y la primera consecuencia de su caída fue la
muerte de su espíritu. Este hecho trajo consigo la pérdida de su capacidad para
participar de la naturaleza divina, como también de contener su vida y expresarla.
Adán se volvió incapaz de llevar la imagen de Dios; por eso, Dios ocultó el
árbol de la vida y cerró el camino para Adán y toda su descendencia. En
realidad, el hombre lleva dentro de sí la imposibilidad de alcanzar la vida,
pues su espíritu está muerto para Dios. El alma, por sí misma, es incapaz de
unirse a Dios y tener comunión con él.
Sin embargo, no sólo el espíritu murió cuando Adán pecó y cayó. A su
vez, el alma fue envilecida y envenenada. El pecado entró en la naturaleza
humana y tomó posesión de ella, deformándola y alterándola por completo. En
lugar de servir a los deseos del espíritu, el alma se convirtió en esclava de
los deseos del cuerpo, y el hombre se volvió una criatura carnal.
También el cuerpo fue afectado, pues se volvió un cuerpo mortal, lleno
de apetitos desordenados que el alma es incapaz de gobernar y someter. Este
estado o condición es lo que la Escritura llama la carne, el cuerpo pecaminoso
carnal, el viejo hombre, etc. El pecado que somete al alma humana, está anclado
en su voluntad y deseo de existir y vivir con independencia de Dios. Por
consiguiente, en su plan de recobrar al hombre para su voluntad y propósito
originales, Dios debió hacer una maravillosa obra de restauración en Cristo,
que repara todos y cada uno de los efectos del pecado y la caída.
El hombre restaurado.
En primer lugar, Dios removió nuestros pecados por medio de la sangre
de Cristo, quitando nuestra culpa y las causas de nuestra muerte y separación;
pues la muerte es el justo castigo por nuestros pecados. Pero Cristo llevó
nuestros pecados sobre la cruz, sufrió el justo castigo por ellos, y presentó
su sangre ante el Padre como prueba de su sacrificio perfecto a nuestro favor.
Por ello, la sangre de Cristo ha hecho expiación eterna por todos nuestros
pecados, desde el primero que Adán cometió y precipitó la tragedia, hasta el
último de ellos. Luego, por su sangre preciosa, el camino al Padre y su
voluntad fue abierto nuevamente, pues él hizo posible nuestra eterna
reconciliación con Dios.
Sin embargo, quedaba aún por resolver el problema del pecado y su
efecto sobre el alma humana. ¿Cómo deshacer su obstinación, independencia y
sometimiento a los deseos de la carne? La respuesta de la Escritura es: sólo
por medio de la muerte, pues, «el alma que pecare, esa morirá». El pecador no
puede ser perdonado como tal, es decir, en cuanto a su permanente y persistente
estado pecaminoso, con su alma humana en desorden, independencia y rebeldía
contra Dios. Sólo los pecados que comete pueden ser perdonados. Pues, aunque se
pudiera perdonar los crímenes cometidos por un asesino, ¿Se podría perdonar su
naturaleza asesina como tal, mientras ésta siga allí con sus deseos de matar?
Lo mismo ocurre con el hombre pecador, cuya naturaleza caída persiste en sus
deseos de pecar.
Por ello, el hombre pecador debía ser tratado de otra manera, la única
posible: debía morir; pues el instrumento del pecado en el hombre –su
naturaleza pecaminosa– debía ser quitado de en medio. Y esto sólo era posible
por medio de la muerte. Y aquí, una vez más, Cristo vino en nuestro socorro,
pues él murió la muerte que todos debíamos morir, para ser libres del pecado.
En Romanos 6 se nos dice que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente
con él, para que el cuerpo del pecado (su instrumento) fuera destruido, y así
no sirviéramos más al pecado como sus esclavos. Entonces, la muerte de Cristo
fue una muerte ‘todoinclusiva’: la muerte de todos nosotros, los pecadores. La
muerte era en principio, nuestra única salida. Pero ello suponía nuestro fin,
pues nuestra alma estaba vendida irremediablemente al pecado. ¿Significaba
entonces que debía ser destruida?
Sin embargo, gracias a Dios, la muerte de Cristo fue en realidad la
muerte de todos los pecadores. Él sufrió la muerte que todos debíamos sufrir y
todos nosotros morimos en él. Luego, al aceptar la muerte de Cristo como
nuestra muerte, el alma es libertada de la esclavitud del pecado a fin de vivir
para Dios. He aquí el poder de la cruz y de la muerte de Cristo. En lo que a
Dios respecta, ésta es una obra consumada. Ya fuimos crucificados, muertos y
sepultados juntamente con Cristo. ¿Cuándo? El día en que Cristo fue
crucificado, muerto y sepultado por todos nosotros. Allí acabó, en lo que a
Dios respecta, nuestra carrera de pecadores al servicio del pecado. Lo que
resta ahora es que nosotros, por medio de la fe, nos apropiemos de su muerte,
considerándola nuestra propia muerte, para, cada día de nuestras vidas,
presentarnos voluntariamente a Dios con el propósito de vivir para él.
Entonces, la muerte de Cristo opera en nosotros para librarnos del poder del
pecado. No obstante, si hemos muerto juntamente con Cristo, ¿con qué vida nos
presentaremos y viviremos ahora para Dios?
La respuesta a esta última pregunta nos introduce en un tercer aspecto
de la obra de restauración hecha por Dios en Cristo a nuestro favor. En Romanos
capítulo 7 se nos muestra que la vieja vida del alma es incapaz de vivir para
Dios. Y es precisamente en este punto donde comienza nuestro largo camino de
aprendizaje como discípulos de Cristo, para ser efectivamente conformados a
imagen de Dios. Él no sólo ha puesto fin a nuestra vieja vida: «Con Cristo
estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo...» (Note el tiempo presente y
continuo de los verbos). Vale decir que yo (mi alma, con su voluntad, mente y
emociones), dejo de ser el motor fundamental de mí ser al aceptar la muerte de
Cristo como mi muerte de manera continua. Sino que, además, ahora «Cristo vive
en mí». Es decir, no significa que yo haya sido eliminado o destruido, sino que
ahora vivo, pero no con mi propia vida, sino con la de Cristo que está en mí.
Yo continúo existiendo, pero rendido y gobernado por Cristo y su vida.
He aquí la clave de la vida cristiana: Cristo viviendo su vida en mí.
¿Cómo? Por medio de su Espíritu. Pues Dios no solamente nos crucificó
juntamente con Cristo, sino que también nos resucitó con él. Nuestra vieja vida
pecaminosa quedó clavada con él en la cruz para siempre. Pero también, y en
lugar de ella, su vida santa nos fue otorgada en virtud de su resurrección. Esa
vida divina e indestructible, que en Cristo venció a la muerte para siempre,
nos fue impartida cuando creímos en él. No sólo nuestros pecados fueron
perdonados y nuestro viejo hombre crucificado, pues todo esto no fue sino el
camino de preparación para que Dios pudiera renovar y vivificar nuestros
espíritus muertos desde el principio. Al creer en Cristo, el Espíritu de Dios
entró en nuestro espíritu con el poder de la resurrección de Cristo, y lo
restauró para que ocupe su lugar y cumpla su función original.
Por consiguiente, el camino del discipulado no es otra cosa que el
aprender a vivir por medio de Cristo a través de nuestro espíritu vivificado.
Esto supone, al mismo tiempo, el que la obra de la cruz opere de una manera
progresiva y cada vez más profunda en el alma, para librarla de su
independencia, rebeldía e ignorancia en cuanto a los caminos de Dios. En la
medida que nos vamos fortaleciendo en espíritu, vamos aprendiendo a ganar
nuestras almas, es decir, a rendirlas al espíritu, y por medio de él, al
Espíritu de Dios. También el alma, al someterse al espíritu gana para sí el
poder de someter al cuerpo y sus deseos. De este modo, todo nuestro ser,
espíritu, alma y cuerpo, llega a estar santificado para Dios.
El espíritu posee un conjunto de sentidos nuevos y distintos a los del
alma y del cuerpo. Aprender a conocerlos y usarlos es parte de nuestro
aprendizaje. Estamos acostumbrados a vivir confiando en nuestra emociones,
razonamientos y en los sentidos físicos de nuestro cuerpo. El deseo de Dios es
que aprendamos a confiar y a depender –por medio de estos nuevos sentidos
espirituales– del Espíritu Santo en todos los asuntos de nuestra vida. Para
ello existen algunos ejercicios de vida práctica que debemos realizar
constantemente, tales como leer Escritura, tener comunión con Dios en oración,
y tener comunión con los hermanos en una vida de mutua dependencia en el Señor.
De esta manera podremos crecer juntos para alcanzar la medida de la estatura de
la plenitud de Cristo, la imagen de Dios.
III) JUSTIFICACIÓN.
El primer paso hacia la
restauración de nuestra naturaleza dañada es la justificación.
Empezaremos por hacer un distingo
esencial para el correcto abordaje de esta etapa de nuestra espiritualidad. El
mismo consiste en separar el <concepto
de Justificación> de la <forma
en que se alcanza la justificación>, que es en dónde se produce la
división de aguas entre católicos y protestantes.
El concepto de justificación lo
presentaremos mediante un interesante trabajo realizado desde un enfoque
Paulino y luego incorporaremos dos artículos provenientes de sectores católicos
y protestantes, de cuyo contraste surgen las diferencias aludidas entre ambas
tradiciones cristianas.
FRAGMENTO DE LA DOCTRINA DE LA JUSTIFICACION[2]
Dra. Marysol C. Romero.
…En pocas palabras, “contar como justo”. No significa en ningún modo
hacer al hombre justo, sino por lo contrario, somos justos porque Dios nos
imputa la justicia de Jesucristo.
El vocablo justificación es sinónimo de validar, absolver, vindicar y
rectificar.
Pablo explica la justificación como un proceso judicial. Ilustra de
esta forma que el hombre es culpable, pero el juez lo declara libre por el pago
hecho por el redentor a su favor.
Podemos definir dicho hecho como una acción:
a) Declarativa– Dios declara al pecador libre de culpa y de
las consecuencias del pecado. (Ro 4:6-8; 5:18-19; 8:33-34; 2 Co 5:19-21)
La justificación implica una remisión del castigo eterno para el
creyente.
b) Judicial – Cristo cumplió la ley a favor del pecador. (Mt 10:41; Ro 3:26; 8:3; 2 Co 5:21; Gá 3:13, 1Ti 1:9; 1 P 3:18)
La base sobre la cual depende la justificación es la obra redentora en
la: muerte de Cristo. La justicia de Cristo es la única base por la cual Dios
puede justificar al pecador. (Ro 3:24; 5:19; 8:1; 10:4; 1 Co 1:8; 6:11; Fil
3:9; Ti 3:7).
c) Remisiva irreversible – Dios perdona los pecados por la perfecta justicia
de Cristo. (Ro 4:5; 6:7).
La justicia de Cristo es imputada, impartida al creyente justificado
por medio de la presencia de Cristo.
La salvación en Cristo imparte al creyente la calidad y el carácter de
la justicia de Cristo (Ro 3:22-26; Fil 3:9). Cristo llega a ser el justificador
por medio del cual una nueva vida es inaugurada en el creyente (1 Co 1:30).
d) Restaurativa exclusiva – El pecador alcanza el agrado de Dios y la comunión
con Dios es restablecida por el sacrificio de Cristo. (Ro 5:11; 1 Co 1:30; Gá
3:6).
La justificación no es una mera absolución o remisión. Esto dejaría al pecador
en la misma condición de un criminal puesto en libertad.
Cuando Dios justifica, trata al pecador como si él nunca hubiera
pecado. No hay sólo absolución sino también aprobación, y no sólo perdón, sino
también promoción.
e) Final de Dios – Dios al justificarnos nos une al pueblo de
Dios. Nos hace sus hijos y herederos. (Ro 8:30-34; Ro 5:9-10).
La justificación es la declaración misma de la membresía del pueblo de
Dios, no permitiendo diferencias entre judío o griego. Escatológicamente hablando,
el creyente es declarado anticipadamente libre de la ira de Dios y a cuentas
con Dios. Se establece una nueva condición legal ante Dios.
Cristo toma el lugar de maldición del pecador y el creyente es ahora
hecho un hijo de Dios (Gá 3:13,4:5; 2 Co 5:21; Ro 3:25).
La causa instrumental de justificación es la fe, mientras que la base
definitiva de la justificación es la obra de Cristo; completa, acabada y
adecuada.
Sacrificio expiatorio para bien del pecador obtuvo él en su obra
redentora en la cruz. La justificación y la fe son inseparables, ya sea para
hablar de Dios como hacedor o como marca de la gente de Dios. Podemos
diferenciar brevemente la justificación de la gracia.
EL BAUTISMO Y LA CONFIRMACIÓN[3]
Philip Goyret
El bautismo otorga al cristiano la justificación. Con la confirmación
se completa el patrimonio bautismal con los dones sobrenaturales de la madurez
cristiana.
Bautismo 1. Fundamentos bíblicos
e institución.
De entre las numerosas prefiguraciones veterotestamentarias del
bautismo, se destacan el diluvio universal, la travesía del mar Rojo, y la
circuncisión, por encontrarse explícitamente mencionadas en el Nuevo Testamento
aludiendo a este sacramento (cfr. 1 P 3,20-21; 1 Co 10,1; Col 2,11-12). Con el
Bautista el rito del agua, aun sin eficacia salvadora, se une a la preparación
doctrinal, a la conversión y al deseo de la gracia, pilares del futuro
catecumenado.
Jesús es bautizado en las aguas del Jordán al inicio de su ministerio
público (cfr. Mt 3,13-17), no por necesidad, sino por solidaridad redentora. En
esa ocasión, queda definitivamente indicada el agua como elemento material del
signo sacramental. Se abren además los cielos, desciende el Espíritu en forma
de paloma y la voz de Dios Padre confirma la filiación divina de Cristo:
acontecimientos que revelan en la Cabeza de la futura Iglesia lo que se
realizará luego sacramentalmente en sus miembros.
Más adelante tiene lugar el encuentro con Nicodemo, durante el cual
Jesús afirma el vínculo pneumatológico que existe entre el agua bautismal y la
salvación, de donde sigue su necesidad: «el que no nazca de agua y de Espíritu
no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5).
El misterio pascual confiere al bautismo su valor salvífico; Jesús, en
efecto, «había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un
"Bautismo" con que debía ser bautizado (Mc 10,38; cfr. Lc 12,50). La
sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado (cfr.
Jn 19,34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida
nueva» (Catecismo, 1225).
Antes de subir a los cielos, el Señor dice a los apóstoles: «Id, pues,
y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he
mandado» (Mt 28,19-20). Este mandato es fielmente seguido a partir de
Pentecostés y señala el objetivo primario de la evangelización, que sigue
siendo actual.
Comentando estos textos, dice Santo Tomás de Aquino que la institución
del bautismo fue múltiple: respecto a la materia, en el bautismo de Cristo; su
necesidad fue afirmada en Jn 3,5; su uso comenzó cuando Jesús envió a sus
discípulos a predicar y bautizar; su eficacia proviene de la pasión; su
difusión fue impuesta en Mt 28, 19[1].
2. La justificación y los efectos
del bautismo.
Leemos en Rm 6,3-4: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados
en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también
nosotros vivamos una vida nueva». El bautismo, que reproduce en el fiel el paso
de Jesucristo por la tierra y su acción salvadora, otorga al cristiano la
justificación. Esto mismo apunta Col 2,12: «Sepultados con él en el bautismo,
con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó
de entre los muertos». Se añade ahora la incidencia de la fe, con la cual,
junto al rito del agua, nos «revestimos de Cristo», como confirma Ga 3,26-27:
«Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los
bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo».
Esta realidad de justificación por el bautismo se traduce en efectos
concretos en el alma del cristiano, que la teología presenta como efectos
sanantes y elevantes. Los primeros se refieren al perdón de los pecados, como
pone en relieve la predicación petrina: «Pedro les contestó: “Convertíos y que
cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión
de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Esto
incluye el pecado original y, en los adultos, todos los pecados personales. Se
remite también la totalidad de la pena temporal y eterna. Permanecen sin
embargo en el bautizado «ciertas consecuencias temporales del pecado, como los
sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida
como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la
Tradición llama concupiscencia, o "fomes peccati"» (Catecismo, 1264).
El aspecto elevante consiste en la efusión del Espíritu Santo; en
efecto, «en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados» (1 Co 12,13). Porque
se trata del mismo «Espíritu de Cristo» (Rm 8,9), recibimos «un espíritu de
hijos adoptivos» (Rm 8,15), como hijos en el Hijo. Dios confiere al bautizado
la gracia santificante, las virtudes teologales y morales y los dones del
Espíritu Santo.
Junto a esta realidad de gracia «el bautismo imprime en el cristiano un
sello espiritual indeleble (character) de su pertenencia a Cristo. Este sello
no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al bautismo dar frutos
de salvación» (Catecismo, 1272).
Como fuimos bautizados en un solo Espíritu «para no formar más que un
cuerpo» (1 Co 12,13), la incorporación a Cristo es contemporáneamente
incorporación a la Iglesia, y en ella quedamos vinculados con todos los
cristianos, también con aquellos que no están en comunión plena con la Iglesia
Católica.
Recordemos, finalmente, que los bautizados son «linaje elegido,
sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de
Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9):
participan, pues, del sacerdocio común de los fieles, quedando «”obligados a
confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la
Iglesia” (LG 11) y a participar en la actividad apostólica y misionera del
Pueblo de Dios» (Catecismo, 1270).
3. Necesidad.
La catequesis neotestamentaria afirma categóricamente de Cristo que «no
hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos». Y puesto que ser «bautizados en Cristo» equivale a ser «revestido
de Cristo» (Gal 3,27), deben entenderse en toda su fuerza aquellas palabras de
Jesús según las cuales «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no
crea, se condenará» (Mc 16,16). De aquí deriva la fe da la Iglesia sobre la
necesidad del bautismo para la salvación.
Corresponde entender esto último según la cuidadosa formulación del
magisterio: «El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que
el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este
sacramento (cfr. Mc 16,16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo
para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a
no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer "renacer del
agua y del espíritu" a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha
vinculado la salvación al sacramento del Bautismo, pero su intervención
salvífica no queda reducida a los sacramentos» (Catecismo, 1257).
Existen, en efecto, situaciones especiales en las cuales los frutos
principales del bautismo pueden adquirirse sin la mediación sacramental. Más
justamente porque no hay signo sacramental, no existe certeza de la gracia
conferida. Lo que la tradición eclesial ha llamado bautismo de sangre y
bautismo de deseo no son «actos recibidos», sino un conjunto de circunstancias
que concurren en un sujeto, determinando las condiciones para que pueda
hablarse de salvación. Se entiende así «la firme convicción de que quienes
padecen la muerte por razón de la fe, sin haber recibido el Bautismo, son
bautizados por su muerte con Cristo y por Cristo» (Catecismo, 1258). En modo
análogo, la Iglesia afirma que «todo hombre que, ignorando el evangelio de
Cristo y su Iglesia, busca la verdad y hace la voluntad de Dios según él la
conoce, puede ser salvado. Se puede suponer que semejantes personas habrían deseado
explícitamente el Bautismo si hubiesen conocido su necesidad» (Catecismo,
1260).
Las situaciones de bautismo de sangre y de deseo no incluyen la de los
niños muertos sin bautismo. A ellos «la Iglesia sólo puede confiarlos a la
misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos»; pero es
justamente la fe en la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres
se salven (cfr. 1 Tm 2,4), lo que nos permite confiar en que haya un camino de
salvación para los niños que mueren sin bautismo (cfr. Catecismo, 1261).
4. Celebración litúrgica.
Los «ritos de acogida» intentan discernir debidamente la voluntad de
los candidatos, o de sus padres, de recibir el sacramento y de asumir sus
consecuencias. Siguen las lecturas bíblicas, que ilustran el misterio
bautismal, y son comentadas en la homilía. Se invoca luego la intercesión de
los santos, en cuya comunión el candidato será integrado; con la oración de
exorcismo y la unción con el óleo de catecúmenos se significa la protección
divina contra las insidias del maligno. A continuación se bendice el agua con
fórmulas de alto contenido catequético, que dan forma litúrgica al nexo
agua-Espíritu. La fe y la conversión se hacen presentes mediante la profesión
trinitaria y la renuncia a Satanás y al pecado.
Se entra ahora en la fase sacramental del rito, «mediante el baño del
agua en virtud de la palabra» (Ef 5,26). La ablución, sea por infusión que por
emersión, se debe realizar en modo tal que el agua corra por la cabeza,
significando así el verdadero lavado del alma. La materia válida del Sacramento
es el agua tenida como tal según el común juicio de los hombres. Mientras el
ministro derrama tres veces el agua sobre la cabeza del candidato, o la
sumerge, pronuncia las palabras: «NN, yo te bautizo en el nombre del Padre, y
del Hijo, y del Espíritu Santo».
Los ritos posbautismales (o explicativos) ilustran el misterio
realizado. Se unge la cabeza del candidato (si no sigue inmediatamente la
confirmación), para significar su participación en el sacerdocio común y evocar
la futura crismación. Se entrega una vestidura blanca como exhortación a
conservar la inocencia bautismal y como símbolo de la nueva vida conferida. La
candela encendida en el cirio pascual simboliza la luz de Cristo, entregada
para vivir como hijos de la luz. El rito del effeta, realizado en las orejas y
en la boca del candidato, quiere significar la actitud de escucha y de
proclamación de la palabra de Dios. Finalmente, la recitación del Padrenuestro
ante el altar –en los adultos, dentro de la liturgia eucarística– pone de
manifiesto la nueva condición de hijo de Dios.
5. Ministro y sujeto.
Ministro ordinario es el obispo y el presbítero y, en la Iglesia
latina, también el diácono. En caso de necesidad, puede bautizar cualquier hombre
o mujer, incluso no cristiano, con tal de que tenga la intención de realizar lo
que la Iglesia cree cuando así actúa.
El bautismo está destinado a todos los hombres y mujeres que aun no lo
hayan recibido. Las cualidades necesarias del candidato dependen de su
condición de niño o adulto. Los primeros, que no han llegado aun al uso de
razón, han de recibir el sacramento durante los primeros días de vida, apenas
lo permita su salud y la de la madre: proceder de otro modo es, con expresión
fuerte de San Josemaría, «un grave atentado contra la justicia y contra la
caridad»[2]. En efecto, como puerta a la vida de la gracia, el bautismo es un
evento absolutamente gratuito, para cuya validez basta que no sea rechazado;
por otra parte, la fe del candidato, que es necesariamente fe eclesial, se hace
presente en la fe de la Iglesia. Existen, sin embargo, determinados límites a
la praxis del bautismo de los niños: es ilícita si falta el consenso de los
padres, o no existe garantía suficiente de la futura educación en la fe
católica. En vista de esto último se designan los padrinos, elegidos entre
personas de vida ejemplar.
Los candidatos adultos se preparan a través del catecumenado,
estructurado según las diversas praxis locales, con vista a recibir en la misma
ceremonia también la confirmación y la primera Comunión. Durante este período
se busca excitar el deseo de la gracia, lo que incluye la intención de recibir
el sacramento, que es condición de validez. Ello va unido a la instrucción
doctrinal, que progresivamente impartida busca suscitar en el candidato la
virtud sobrenatural de la fe, y a la verdadera conversión del corazón, lo que
puede pedir cambios radicales en la vida del candidato.
Confirmación 1. Fundamentos bíblicos e históricos.
Las profecías sobre el Mesías habían anunciado que «reposará sobre él
el espíritu de Yahvéh» (Is 11,2), y esto estaría unido a su elección como
enviado: «He aquí a mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se
complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones»
(Is 42,1). El texto profético es aún más explícito cuando es puesto en labios
del Mesías: «El espíritu del Señor Yahvéh está sobre mí, por cuanto me ha
ungido Yahvéh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado» (Is 61,1).
Algo similar se anuncia también para el entero pueblo de Dios; a sus
miembros Dios dice: «infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis
según mis preceptos» (Ez 36,27); y en Jl 3,2 se acentúa la universalidad de
esta difusión: «hasta en los siervos y las siervas derramaré mi espíritu en
aquellos días».
En el misterio de la Encarnación se realiza la profecía mesiánica (cfr.
Lc 1,35), confirmada, completada y públicamente manifestada en la unción del
Jordán (cfr. Lc 3,21-22), cuando desciende sobre Cristo el Espíritu en forma de
paloma y la voz del Padre actualiza la profecía de elección. El mismo Señor se
presenta al comienzo de su ministerio como el ungido de Yahvéh en quien se cumplen
las profecías (cfr. Lc 4,18-19), y se deja guiar por el Espíritu (cfr. Lc 4,1;
4,14; 10,21) hasta el mismo momento de su muerte (cfr. Hb 9,14).
Antes de ofrecer su vida por nosotros, Jesús promete el envío del
Espíritu (cfr. Jn 14,16; 15,26; 16,13), como efectivamente sucede en
Pentecostés (cfr. Hch 2,1-4), en referencia explícita a la profecía de Joel
(cfr. Hch 2,17-18), dando así inicio a la misión universal de la Iglesia.
El mismo Espíritu derramado en Jerusalén sobre los apóstoles es por
ellos comunicado a los bautizados mediante la imposición de las manos y la
oración (cfr. Hch 8,14-17; 19,6); esta praxis llega a ser tan conocida en la
Iglesia primitiva, que es atestiguada en la Carta a los Hebreos como parte de
la «enseñanza elemental» y de «los temas fundamentales» (Hb 6,1-2). Este cuadro
bíblico se completa con la tradición paulina y joánica que vincula los
conceptos de «unción» y «sello» con el Espíritu infundido sobre los cristianos
(cfr. 2 Co 1,21-22; Ef 1,13; 1 Jn 2,20.27). Esto último encontró expresión
litúrgica ya en los más antiguos documentos, con la unción del candidato con
óleo perfumado.
Estos mismos documentos atestiguan la unidad ritual primitiva de los
tres sacramentos de iniciación, conferidos durante la celebración pascual presidida
por el obispo en la catedral. Cuando el cristianismo se difunde fuera de las
ciudades y el bautismo de los niños pasa a ser masivo, ya no es posible seguir
la praxis primitiva. Mientras en occidente se reserva la confirmación al
obispo, separándola del bautismo, en oriente se conserva la unidad de los
sacramentos di iniciación, conferidos contemporáneamente al recién nacido por
el presbítero. A ello se une en oriente una importancia creciente de la unción
con el myron, que se extiende a diversas partes del cuerpo; en occidente la
imposición de las manos pasa a ser una imposición general sobre todos los
confirmandos, mientras que cada uno recibe la unción en la frente.
2. Significación litúrgica y
efectos sacramentales.
El crisma, compuesto de aceite de oliva y bálsamo, es consagrado por el
obispo o patriarca, y sólo por él, durante la misa crismal. La unción del
confirmando con el santo crisma es signo de su consagración. «Por la
Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más
plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que
éste posee, a fin de que toda su vida desprenda "el buen olor de
Cristo" (cfr. 2 Co 2,15). Por medio de esta unción, el confirmando recibe
"la marca", el sello del Espíritu Santo» (Catecismo, 1294-1295).
Esta unción es litúrgicamente precedida, cuando se realiza
separadamente del bautismo, con la renovación de las promesas del bautismo y la
profesión de fe de los confirmandos. «Así aparece claramente que la
Confirmación constituye una prolongación del Bautismo» (Catecismo, 1298). Sigue
a continuación, en la liturgia romana, la extensio manuum para todos los
confirmandosdel obispo, mientras pronuncia una oración de alto contenido
epiclético (es decir, de invocación y súplica). Se llega así al rito
específicamente sacramental, que se realiza «por la unción del santo crisma en
la frente, hecha imponiendo la mano, y con estas palabras: "Recibe por
esta señal el don del Espíritu Santo"». En las Iglesias orientales, la
unción se hace sobre las partes más significativas del cuerpo, acompañando cada
una por la fórmula: «Sello del don que es el Espíritu Santo» (Catecismo, 1300).
El rito se concluye con el beso de paz, como manifestación de comunión eclesial
con el obispo (cfr. Catecismo, 1301).
Así pues, la confirmación posee una unidad intrínseca con el bautismo,
aunque no se exprese necesariamente en el mismo rito. Con ella el patrimonio
bautismal del candidato se completa con los dones sobrenaturales
característicos de la madurez cristiana. La Confirmación se confiere una única
vez, pues «imprime en el alma una marca espiritual indeleble, el
"carácter", que es el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano
con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza de lo alto para que sea
su testigo» (Catecismo, 1304). Por ella, los cristianos reciben con particular
abundancia los dones del Espíritu Santo, quedan más estrechamente vínculados a
la Iglesia, «y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y
defender la fe, con su palabra y sus obras»[3].
3. Ministro y sujeto.
En cuanto sucesores de los apóstoles, solo los obispos son «los
ministros originarios de la confirmación»[4]. En el rito latino, el ministro
ordinario es exclusivamente el obispo; un presbítero puede confirmar
válidamente sólo en los casos previstos por la legislación general (bautismo de
adultos, acogida en la comunión católica, equiparación episcopal, peligro de
muerte), o cuando recibe la facultad específica, o cuando es asociado
momentáneamente a estos efectos por el obispo. En las Iglesias orientales es
ministro ordinario también el presbítero, el cual debe usar siempre el crisma
consagrado por el patriarca u obispo.
Como sacramento de iniciación, la confirmación está destinada a todos
los cristianos, no solo a algunos escogidos. En el rito latino es conferida una
vez que el candidato ha llegado al uso de razón: la edad concreta depende de
las praxis locales, las cuales deben respetar su carácter de iniciación. Se
requiere la previa instrucción, una verdadera intención y el estado de gracia.
TODO SOBRE DIOS.
DOCTRINA CRISTIANA PRESENTADA CLARAMENTE.[4]
Doctrina Cristiana: Una
Explicación para el Buscador.
La Doctrina Cristiana puede parecerle intrincada y ritualista al
buscador que ha experimentado las "tradiciones" de la "religión
organizada." Algunas iglesias en realidad dificultan la clara presentación
y comprensión de la doctrina cristiana. Para el buscador "de iglesia"
o "sin iglesia," la única presentación válida del cristianismo es a
través de la Santa Biblia.
Doctrina Cristiana: Lo Básico de
las Escrituras.
La doctrina cristiana puede ser resumida de la siguiente manera:
"Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito,
para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna"
(Juan 3:16).
Somos justificados delante de Dios cuando confiamos en Jesucristo para
que quite nuestros pecados. Y todos podemos ser salvos de esta misma manera,
sin importar quiénes somos o lo que hayamos hecho. Por cuanto todos hemos
pecado; y no cumplimos con los gloriosos estándares de Dios. Aun así, ahora
Dios, por su bondad llena de gracia, nos declara inocentes. Él ha hecho esto a
través de Jesucristo, quien nos liberó al limpiarnos de nuestros pecados.
Porque Dios envió a Jesús a sufrir el castigo por nuestros pecados y a soportar
el enojo de Dios contra nosotros. Somos justificados delante de Dios cuando
creemos que Jesús derramó su sangre, sacrificando su vida por nosotros (Romanos
3:22-25) y resucitando de entre los muertos tres días después.
Doctrina Cristiana: Justificación
Mediante los Regalos de la Gracia y de la Fe.
Un popular pastor de doctrina cristiana se refiere a su congregación
como a "Pecadores Anónimos." La justificación significa que Dios me
acepta "tal como soy," porque Jesucristo vivió la vida perfecta que
nosotros somos incapaces de vivir. Jesús murió en una cruz y pagó el castigo
por nuestro pecado. Necesitamos ir al pie de la cruz, entregarle nuestras vidas
a Dios y solicitar los méritos de la justicia de Cristo, para que a través de
Él, podamos estar purificados delante del Padre Eterno, sin culpa delante de
Él. Es el don de la fe. Es el tesoro reclamado por los creyentes en todas
partes, que han puesto sus esperanzas, no en elevados ideales e intenciones
nobles, sino en Jesucristo.
La mayoría de los buscadores "sin iglesia" han escuchado de
los 10 Mandamientos. Estas piedras angulares legales del vivir recto fueron
establecidas en el Antiguo Testamento y ratificadas en el Nuevo Testamento. El
Cristianismo no anula estas leyes, sino en realidad las confirma mediante la fe
y la gracia de Dios. La Ley nunca fue dada como un camino para ganar la
salvación. En cambio, la Ley nos hace conscientes de nuestro pecado.
Adicionalmente, sentimos la presión de la Ley; sabemos que es nuestro
comportamiento lo que justifica la furia de un Dios santo y justo (Gálatas
3:10-13). Cristo nos liberó al poner la maldición del pecado sobre Sí mismo.
Estando justificados por la fe, tenemos paz con Dios a través de nuestro Señor
Jesucristo (Romanos 5:1).
Muchos de nosotros nos aferramos a nuestras propias formas de
justificación con Dios tratando de cumplir la Ley (o nuestra propia versión de
la Ley). Por varias razones, muchos de nosotros no estamos de acuerdo con la
manera de Dios. Porque Cristo ha cumplido todo el propósito de la Ley. Todos lo
que creen en Él están justificados con Dios (Romanos 10:3-4). Todos los
esfuerzos humanos para justificarnos a nosotros mismos fuera de la fe, son
fútiles. Las Escrituras nos advierten acerca del error de buscar la
justificación a través de medios inútiles. La salvación es solo por fe,
"no por obras, para que nadie se gloríe" (Efesios 2:9). Los
cristianos no están justificados por lo que hacen para Dios, sino que están
justificados por lo que Dios ha hecho por ellos. Ya sea conocimiento, leyes,
moralidad, buenas intenciones, ideales nobles, o cualquier cosa debajo del
cielo; sin Cristo, ninguno estará justificado.
Doctrina Cristiana: El Llamado a
Vivir Una Vida Santa.
Ya que la doctrina cristiana de la gracia de Dios nos ha librado de la
Ley, ¿significa esto que podemos seguir pecando? No. Aunque este no es un
asunto de salvación eterna, la fe verdadera debe estar y estará acompañada de
un estilo de vida recto (Romanos 6:15-18). "Pero sed hacedores de la
Palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos."
(Santiago 1:22). Se nos exhorta a que vivamos una vida santa. "Sino, como
Aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera
de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque Yo soy santo." (1ra de
Pedro 1:15-16). "Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas,
procurad con diligencia ser hallados por Él sin mancha e irreprensibles, en
paz. (2da de Pedro 3:14).
¡Viva Libre Ahora!
El material citado y la realidad
que nos circunda (guerras, homicidios, fraudes, altos niveles de corrupción y
todo tipo de perversiones e inmoralidades) nos permiten apreciar empíricamente
que la justificación lejos está de reconstruir la naturaleza humana dañada por
el pecado original. No obstante tiene la enorme importancia de recomponer la
relación del hombre con Dios.
La justificación es el punto de
partida de nuestro proceso de evolución espiritual. Es una segunda oportunidad
que Dios nos regala y con ella nos da la posibilidad de reconstruir los daños
causados por la caída original y recuperar la naturaleza con la que Él nos
creó. (La concupiscencia aún sigue activa en nosotros y debemos trabajar para
derrotarla)
Para esa ímproba tarea no caben
dudas que deberemos aportar un máximo compromiso y un riguroso esfuerzo. Será
nuestra conducta (obras), apoyada y sostenida por la gracia y los dones que
Dios nos obsequia, la que nos permitirá reconstruir nuestro ser a Su Imagen y
Semejanza, tal como ha sido previsto por Él desde que trazó el Plan de Su
Creación.
IV) REGENERACIÓN.
El segundo paso en la
reconstrucción de nuestra naturaleza dañada es la regeneración.
Al respecto incorporamos a
continuación dos destacados artículos que, desde una perspectiva evangélica,
explican con claridad esta etapa del desarrollo espiritual cristiano.
En los contenidos acompañados el
lector podrá acceder al concepto de regeneración y a la forma en que se produce
la misma.
VARÓN RESTAURADO[5]
Por Gilberto Rocha
Objetivo: Restaurar
las ruinas ocasionadas por el pecado.
Isaías 61:4 Reedificarán las ruinas antiguas, y levantarán los
asolamientos primeros, y restaurarán las ciudades arruinadas, los escombros de
muchas generaciones.
Hemos de estudiar en esta ocasión la restauración tan necesaria en el
varón. Ya vimos la semana pasada, la importancia y el significado del nacer de
nuevo, de ese cambio de naturaleza entre lo carnal y lo espiritual que sucede
cuando dejamos que el Señor Jesucristo entre en las vidas, por lo que hoy hemos
de analizar la importancia de ser restaurado.
Significado de Restaurar. Volver
al estado original.
Reponer, restablecer, restituir, reintegrar, renovar, rehabilitar,
reconstruir, regenerar, reanudar, recuperar.
Existen 2 palabras que lo definen en la Biblia:
Shub (hebreo) Retornar, regresar, revertir el daño y sacar lo que ha
hecho daño. Volver al punto de partida original, producto del arrepentimiento.
Anakainosis (griego) Otra vez nuevo.
En realidad el término nacer de nuevo, indica algo que vuelve a ser
nuevo. Ya que cuando algo nace, se supone que es nuevo, se trate de un ser
humano, una empresa, un proyecto, una escuela, cuando nace, es nuevo, por ello
debemos entender la relación entre nacer de nuevo, que indica el
arrepentimiento de los pecados, y el ser restaurado, que indica volver al
estado original.
El problema del varón, es que una vez que hemos nacido de nuevo, es
decir, nos hemos arrepentido de nuestros pecados y aceptado a Jesucristo en
nuestro corazón, suceden 2 cosas: una en el terreno espiritual y otra en el
terreno natural o carnal:
En el terreno espiritual: Dios nos perdona, nos es quitada la culpa,
el pecado es olvidado, somos declarados inocentes, si en ese momento morimos,
somos salvos por la gracia y la misericordia de Dios, en realidad se nace de
nuevo para Dios, por cuanto Él ya no ve la naturaleza de pecado, sino la de
santidad por el perdón de Jesucristo. Ef. 1:3-7 Bendito sea el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los
lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación
del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor
habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo,
según el puro afecto de su voluntad, alabanza de la gloria de su gracia, con la
cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el
perdón de pecados según las riquezas de su gracia.
En el terreno natural o carnal: Por un lado al habernos arrepentido de
nuestros pecados, y haber nacido de nuevo, tomamos una nueva actitud,
aborreciendo el pecado, o luchando contra aquello que antes nos atraía, pero
decidimos caminar hacia la santidad, pero por otro lado, tenemos sobre nosotros
las consecuencias de nuestro propio pecado, los daños que nosotros mismos
provocamos, y que necesitamos restaurar: Reponer lo que quitamos o echamos a
perder, restablecer lo que se dañó o descompuso, restituir lo que perjudicamos,
robamos o violamos, reintegrar lo que sacamos de lugar, renovar lo que
desgastamos, rehabilitar lo que ya no sirve, reconstruir lo que destruimos,
regenerar lo que corrompimos, reanudar lo que interrumpimos, recuperar lo que
perdimos.
En ese andar echando a perder, nos lastimamos a nosotros mismos, a la
esposa, a los hijos, la economía, la salud, la sexualidad, la relación con
otras personas, la mente, la conciencia, la habilidad, la inteligencia, y el
problema mayor es que durante toda la vida, desde que se es pequeño todo se va
echando a perder.
¿Cómo es el original? Gn. 1:26-28 Entonces dijo Dios: Hagamos al
hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces
del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en
todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen,
a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les
dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en
los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se
mueven sobre la tierra. Cuando Dios decide crear al hombre, lo hace a Su imagen
y conforme a Su semejanza.
Lo cual incluía el ser señor de todas las cosas, Dios hizo la creación
para dominio y deleite del hombre. Pero Dios deseaba algo más del hombre: 2:9 Y
Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno
para comer; también el árbol de vida en medio del huerto, y el árbol de la
ciencia del bien y del mal, puso todos los árboles, incluyendo el de la vida y
el de la ciencia del bien y del mal, según el 2:16-17 Y mandó Jehová Dios al
hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres,
ciertamente morirás., Dios permitió al hombre comer de todos los árboles,
incluyendo el de la vida, pues Dios quería que el hombre escogiera ser eterno,
menos el de la ciencia del bien y del mal, pues Dios deseaba que el hombre
decidiera mantenerse lejos del pecado. Jesucristo vino a recuperar el estado
original en el que fue planeado o concebido el hombre en la mente de Dios, por
ello nos muestra un camino excelente, un varón perfecto.
Consecuencias del pecado. Por ello cuando el hombre desobedece, Dios
lo saca del huerto 3:22 Y dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de
nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y
tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre. Si analizamos
las consecuencias: dolor, enfermedad, la tierra sería infértil, muerte, se
perdió la oportunidad de vivir en el paraíso y la presencia de Dios ya estuvo
más presente en la vida del hombre.
Las consecuencias son resumidas en Rm. 1:21-31 Pues habiendo conocido a
Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se
envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.
Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible
en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de
reptiles. Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las
concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios
cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando
culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos.
Amén. Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres
cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza, y de igual modo
también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su
lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y
recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío. Y como ellos no
aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para
hacer cosas que no convienen; estando atestados de toda injusticia,
fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios,
contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de
Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los
padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia; y
es aquí donde entendemos que es necesaria la restauración, chequee la lista y
compárese:
Vanidad, necedad, idolatría, concupiscencia, perversiones sexuales,
pasiones vergonzosas, lascivia, mente reprobada, injusticia, fornicación,
perversidad, avaricia, maldad, envidia, homicidio, contienda, engaño,
malignidad, murmuración, detractor, injurioso, soberbio, altivo, desobediente,
inventor de mal, desleal, implacable, sin afecto natural, sin misericordia.
Tal vez se da cuenta de que ha dejado de pecar, en el sentido de lo que
usted entiende por pecado, pero se da cuenta de que aún hay soberbia, vanidad,
altivez, avaricia, envidia, malos pensamientos, entra en contiendas, participa
en chismes y murmuraciones, le cuesta trabajo obedecer, es necio, le gusta
llevar la contraria... Ello indica que usted requiere ser restaurado, volver al
estado original.
Adviértase la diferencia entre el
perdón de Dios y la consecuencia personal. Alguien podría preguntarse: Si ya acepté a Jesucristo y me perdonó de
mis pecados, ¿No quedé automáticamente restaurado? No necesariamente, Ya vimos
lo que ocurre en el terreno espiritual y en el terreno natural, el problema es
que no se nos olvida como pecar, nuestro carácter y personalidad no cambia de
la noche a la mañana.
El pecado tiene consecuencias personales que van más allá del perdón de
Dios, por ejemplo: ¿Perdonó Dios a Abraham de haber adulterado con Agar, aun
cuando haya sido con el consentimiento de Sara? Sí, pero ¿Cambiaron las
consecuencias de ese pecado? No, Ismael siguió, y aun hoy día miles de años
después, las consecuencias siguen. ¿Perdonó Dios a Pablo por la muerte de
Esteban? Sí, pero ello no devolvió la vida a Esteban. Cuando Jesús llamó a sus
discípulos ¿Judas era perdonado o salvo? Sí, pero su naturaleza no había
cambiado. ¿Perdonó Dios a Adán y Eva? Sí, pero de todos modos fueron
expulsados. Podemos decir entonces, que Dios nos perdona, pero muchas de las
consecuencias de nuestros pecados no se pueden corregir, en otras ocasiones sí
se corrigen las consecuencias, por ejemplo, la salud es devuelta, regresa la
prosperidad económica, el matrimonio vuelve a vivir en felicidad, el hijo
vuelve a casa, etc.
Corrigiendo lo deficiente. Analicemos la vida de un varón en México,
con sus diversas variantes, pero que en términos generales es similar.
Desde pequeño se le enseña a endurecer el corazón. "No
llores" es de mujeres.
Desde pequeño se le enseña que Dios es mujer (una virgen), que quienes
sirven en la iglesia no se casan, y casi siempre quien va a la iglesia es la
mamá y la abuela.
El papá se queda viendo el fútbol, tomando cerveza.
Cuando se es joven, a la mujer se le pone una hora de llegar a casa más
temprana que al varón, "el hombre se sabe cuidar solo"
A muchos el propio padre les induce en el vicio del cigarro, alcohol y
fornicación. Es para las pocas cosas en que hubo relación, en su mayoría, el
varón tuvo una relación de mala a pésima con su padre.
Como una forma de escape, el varón busca desahogarse con los amigos que
viven los mismos o peores problemas que ellos.
Nunca se le dio educación sexual. Creció con una sexualidad
desordenada.
Nunca se le enseñó a expresar sus sentimientos. El varón debe ser duro,
inexpresivo, insensible.
Se formó con la idea de que los chanchullos y transas son buenas y/o
normales.
Muchos tuvieron que vivir la experiencia de conocer una segunda o más
mujeres del padre, y tal vez medios hermanos.
Otros crecieron con imposición de estudiar una carrera determinada o
trabajar en el mismo negocio u oficio que el padre, pero nunca tuvieron la
oportunidad de elegir o desarrollarse en
lo que realmente les satisface o tienen talento.
Otros más se casaron no por amor o compromiso real, sino por huir de
una situación o buscando un placer para la sexualidad no controlada.
Is. 58:12 Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de
generación y generación levantarás, y serás llamado reparador de portillos,
restaurador de calzadas para habitar.
El varón viene arrastrando maldiciones y ruinas de generaciones atrás,
por ello hoy en día se dice: "Así es el hombre", se considera algo
normal o natural, pero no era así en el principio, ni Jesucristo era así, por
ello la necesidad de ser restaurados, volviendo todo al modelo original.
¿Cómo lograr la restauración? Básicamente encontramos en la Biblia 3
cosas que debemos hacer y que son finalmente el fruto digno del
arrepentimiento.
Corrigiendo errores. Debemos aprender a corregir los errores
pasados y encaminarnos a una nueva forma de vida, sin que ello nos cause
vergüenza. Pr. 16:6 Con misericordia y verdad se corrige el pecado, Y con el
temor de Jehová los hombres se apartan del mal. Jer. 6:8 Corrígete, Jerusalén,
para que no se aparte mi alma de ti, para que no te convierta en desierto, en
tierra inhabitada. No seguir viviendo en la misma condición.
Perdonando y pidiendo perdón. Evidentemente el pecado y la forma de vivir
del varón, no solo lo afectó a él, sino que afectó a quienes le rodean: esposa,
hijos, y aun hijos fuera del matrimonio. Gn. 35:2-3 Entonces Jacob dijo a su
familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay
entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y
subamos a Bet-el; y haré allí altar al Dios que me respondió en el día de mi
angustia, y ha estado conmigo en el camino que he andado. (Jacob y su familia).
Buscar que el daño que les hicimos a otros deje las menos huellas posibles, por
medio del perdón mutuo. Esta es la acción de limpiarse.
La necesaria restitución. La Biblia enseña que debemos restituir
aquello en que hemos dañado o afectado a otros. Ez. 36:33-37 Así ha dicho
Jehová el Señor: El día que os limpie de todas vuestras iniquidades, haré
también que sean habitadas las ciudades, y las ruinas serán reedificadas. Y la
tierra asolada será labrada, en lugar de haber permanecido asolada a ojos de
todos los que pasaron. Y dirán: Esta tierra que era asolada ha venido a ser
como huerto del Edén; y estas ciudades que eran desiertas y asoladas y
arruinadas, están fortificadas y habitadas. Y las naciones que queden en
vuestros alrededores sabrán que yo reedifiqué lo que estaba derribado, y planté
lo que estaba desolado; yo Jehová he hablado, y lo haré. Así ha dicho Jehová el
Señor: Aún seré solicitado por la casa de Israel, para hacerles esto;
multiplicaré los hombres como se multiplican los rebaños. Lc. 19:8 Entonces
Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes
doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo
cuadruplicado. (Zaqueo). En lo posible, restituir (como cuando se rompe un
cristal). Al final de una reunión, cuando se hizo el llamado a salvación, un
hombre se dirigió a una pareja que estaba sentada a su lado y le dijo: "He
decidido cambiar de vida y aceptar a Cristo pasando al frente": La pareja
se extrañó de que se lo dijera, pero luego el hombre extendió su mano y dijo:
"Pero antes tengo que devolverles el dinero que les saqué del
bolsillo". Y así lo hizo.
LA REGENERACIÓN[6]
“No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (Juan
3.7).
El significado literal de regeneración es “engendrar de nuevo”
(Diccionario de uso del español, María Moliner). Esta palabra se usa raras
veces en las escrituras (Mateo 19.28; Tito 3.5). Sin embargo, la doctrina de la
regeneración se evidencia bastante en la enseñanza bíblica que pertenece a la salvación.
Es la doctrina de la vida nueva que Dios engendra en nosotros cuando nos
convertimos.
Vida nueva en Cristo resulta de la regeneración como también la
redención resulta de la expiación, la justicia de la justificación y la
santidad de la santificación. Dios regenera, el hombre es renacido; Dios expía,
el hombre es redimido; Dios justifica, el hombre es justificado; Dios
santifica, el hombre es hecho santo.
A) Lo que la regeneración es:
1. Nacer de nuevo.
“El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3.3).
“Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la
palabra de Dios” (1 Pedro 1.23). La vida que recibimos al nacer de nuevo es la
vida triunfante de Cristo que vence el pecado, el mundo y la muerte. Es una
vida incorruptible que verá el reino de Dios.
2. Ser nueva criatura.
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas
viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5.17). La vida
nueva no resulta de nuestros esfuerzos para reformarnos, sino resulta de una
obra creadora de Dios en nosotros. “Porque somos hechura suya, creados en
Cristo Jesús para buenas obras” (Efesios 2.10). Observe que las buenas obras de
Dios serán evidentes en la persona regenerada. La vida después que el pecador
se arrepiente y se reconcilia con Dios se describe como una “vida nueva”
(Romanos 6.4).
“Habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del
nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el
conocimiento pleno” (Colosenses 3.9–10). El hombre nuevo no nace hasta que el
viejo sea crucificado (Romanos 6.6).
3. Ser engendrado por la palabra.
“Pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio” (1
Corintios 4.15). “El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad”
(Santiago 1.18). El tema principal en estos dos versículos es que la nueva
creación es engendrada por la palabra de Dios.
4. Ser lavado.
“Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho,
sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la
renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3.5).
5. Recibir la naturaleza divina.
“Para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza
divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la
concupiscencia” (2 Pedro 1.4). Pablo ofrece la misma idea cuando habla de
“Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Colosenses 1.27). Cada persona
nacida de Dios tiene la naturaleza divina en sí misma, porque “si alguno no
tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8.9).
6. Recibir un corazón nuevo.
Ezequiel predijo lo que iba a pasar cuando dio la promesa de Dios: “Os
daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de
vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel
36.26). Con este corazón nuevo nuestra mirada está puesta en “las cosas de
arriba” (Colosenses 3.1). Mientras que cuando uno todavía vive según el corazón
de piedra la mirada está puesta en las cosas terrenales (Colosenses 3.5).
B) Lo que la regeneración no es:
1. Sólo reformarse.
La regeneración no consiste meramente en rehacer o reformar al hombre
viejo de pecado; es una creación completamente nueva, creada “según Dios en la
justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4.24).
2. Meramente la convicción de
pecado.
La convicción es una señal de que el Espíritu Santo está obrando, pero
el hombre llega a ser una nueva criatura solamente cuando se rinde a Dios y le
permite obrar el milagro de gracia en su corazón.
3. Afiliarse a una iglesia.
La maldición de las iglesias modernas es que hay demasiados miembros en
quienes todavía reina el hombre viejo. No llegamos a ser hijos de Dios al
pertenecer a alguna iglesia o a cierta denominación, sino que nos afiliamos a
una iglesia que armoniza con la palabra de Dios después que nosotros hemos sido
regenerados.
4. Meramente vivir una buena vida
moral.
Hay personas que se consideran “buena gente” y están tan seguras de que
jamás han hecho alguna cosa muy mala. Pero si se examinaran honestamente en el
espejo del evangelio (2 Corintios 3.18) se verían como pobres pecadores,
engañados por su propia justicia.
5. Meramente un mejoramiento
social.
El mejoramiento social no tiene nada que ver con el “lavamiento de la
regeneración” (Tito 3.5) que vivifica el alma y de esa manera limpia la vida
por dentro y por fuera. No hay comunidad que pueda ser salva a menos que sus
habitantes se vuelvan al Señor y lleguen a ser “nuevas criaturas” (2 Corintios
5.17) en Cristo.
6. Meramente adherirse a la
doctrina bíblica.
“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la
incircuncisión, sino una nueva creación” (Gálatas 6.15). Usted puede seguir una
teología correcta y todavía ser un pecador perdido. Una cosa es aceptar el
evangelio en la mente como algo correcto y otra cosa es aceptarlo en el corazón
como el “poder de Dios para salvación” (Romanos 1.16).
Todas las cosas mencionadas aquí son buenas en su propio lugar, pero no
ocupan ningún lugar como substituto para la salvación.
C) La obra de la regeneración.
1. Es la obra de Dios.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen algo que ver con esta obra
(Juan 1.13; 3.6; Tito 3.5; 1 Pedro 1.3; 1 Juan 2.29). Es el “lavamiento de la
regeneración” lo que nos trae la salvación; las obras no la pueden traer. Dios
nos salvó, “no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia” (Tito 3.5). No somos nacidos por obras, sino nacidos de Dios,
“porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su
buena voluntad” (Filipenses 2.13).
2. Crece de la palabra de Dios.
El evangelio de Cristo, dice la Biblia que “es poder de Dios para
salvación” (Romanos 1.16). En otras palabras, somos engendrados por el
evangelio. En el nuevo nacimiento la palabra de Dios es la semilla; el corazón
humano es la tierra; el predicador es el sembrador que siembra la semilla en la
tierra (Hechos 16.14); el Espíritu da vida a la semilla en el corazón que la
recibe; la nueva naturaleza nace de la divina palabra; el creyente es nacido de
nuevo, creado de nuevo y ha pasado de muerte a vida.
3. No se efectúa sin la
cooperación de los hombres.
La salvación es completamente la obra de Dios. Pero Dios usa a hombres
para traer las buenas nuevas de salvación a otros hombres. Además, Dios no
salva a nadie en contra de su propia voluntad. De cierto, Dios toca a los
hombres con el poder de la convicción del Espíritu Santo, pero el hombre no
recibe la nueva creación hasta que responda de corazón: “Señor, ¿qué quieres
que yo haga?” (Hechos 9.6). El hombre tiene que tener fe para recibir la
regeneración (Juan 1.12; Gálatas 3.26).
4. No es necesaria para el niño
inocente.
Cuando aquellas madres trajeron a sus niños a Jesús, él bendijo a los
niños, diciendo: “...de los tales es el reino de los cielos” (Mateo 19.14). Los
infantes que aún no son responsables por sus actos están bajo la sangre del
Señor y son candidatos aptos para el cielo hasta que lleguen a la edad cuando
el pecado revive y entonces ellos mueren (Romanos 7.9). De manera que cuando
esto sucede ellos deben experimentar el nuevo nacimiento para entrar al reino
de Dios.
5. Es esencial para la salvación.
Para probar esto, nos referimos a las escrituras ya citadas de las
cuales las más directas son Juan 3.3, 5, 7.
D) Evidencias de la regeneración.
La Biblia ofrece evidencias por las cuales podemos saber si somos
regenerados o no. A continuación presentamos algunas:
1. La justicia.
“Todo el que hace justicia es nacido de él” (1 Juan 2.29). “Dios no
hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y
hace justicia” (Hechos 10.34–35). La justicia de Cristo, dada a los hombres, se
manifiesta en una vida justa, porque “los que hemos muerto al pecado, ¿cómo
viviremos aún en él?” (Romanos 6.2). Es imposible ser justo por dentro sin
manifestarlo por fuera (Mateo 5.14–16).
2. La victoria sobre el pecado.
“Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado” (1 Juan 3.9).
La Biblia habla acerca de las flaquezas de la carne, pero no ofrece excusas en
cuanto a pecar voluntariamente. (Lea Romanos 8.1; Efesios 2.1–12; Tito 3.3–7; 1
Juan 1.4–7; Hebreos 10.26–27.) “Pero los que son de Cristo han crucificado la
carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5.24). Los que son nacidos de Dios no
practican pecado, no porque nunca yerran, sino porque no pecan voluntariamente.
Si un hijo de Dios yerra y cae en pecado, en cuanto se da cuenta que ha pecado,
él se arrepiente y confiesa ese pecado. Por eso no se le inculpa el pecado
(Salmo 32.2; Romanos 4.8).
“Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo” (1 Juan 5.4). Los hijos
de Dios aman las cosas que Dios ama y aborrecen las cosas que él aborrece. Este
amor y ese odio son evidencias de la regeneración en la vida del cristiano. Por
tanto, “si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Juan 2.15).
Todo aquel que de todo corazón ama lo que es bueno entonces aborrece en
absoluto lo que es malo. Esta es una de las evidencias fundamentales que
demuestra que alguien es hijo de Dios.
“Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado,
pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1
Juan 5.18). Para el que es nacido de Dios el mandamiento “aborreced lo malo” le
es tan importante como “seguid lo bueno” (Romanos 12.9). El hijo de Dios, que
está lleno del Espíritu Santo, puede decir como dijo el salmista: “He
aborrecido todo camino de mentira” (Salmo 119.104).
3. La vida guiada por el Espíritu
Santo.
La diferencia entre la carnalidad y la espiritualidad es muy notable en
Gálatas 5.19–23. Podemos saber si andamos según la carne o según el Espíritu
Santo (Romanos 8.1) al determinar si nuestra vida diaria manifiesta las obras
de la carne o el fruto del Espíritu Santo. Cuando usted ve a una persona cuya
vida diaria muestra claramente que está dirigida por el Espíritu de Dios, puede
estar seguro de que tal persona ha sido renacida.
4. La obediencia.
“Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus
mandamientos” (1 Juan 2.3). Cristo les pone una prueba a sus discípulos cuando
les dice: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Juan
15.14). También Santiago nos amonesta diciendo: “Pero sed hacedores de la
palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago
1.22).
5. El amor.
“Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a
los hermanos” (1 Juan 3.14). Por esta misma razón Dios dice que “el que no ama
a su hermano, permanece en muerte” (1 Juan 3.14). “Amados, amémonos unos a
otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce
a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios” (1 Juan 4.7–8).
6. La fe.
“Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan
5.1). La prueba verdadera de la fe, como la del amor, se halla al creer toda la
palabra de Dios y obedecerla. “Más a todos los que le recibieron, a los que
creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1.12).
V) SANTIFICACIÓN.
El tercer paso hacia la recomposición
de nuestra naturaleza dañada es la santificación.
La santificación como comunión,
es la evolución en la unión espiritual con Dios.
La santificación como proceso, es
la labor encaminada al desarrollo de las virtudes naturales y teologales desde una
óptica cristiana.
La santificación como búsqueda,
es la decisión de lograr la “perfección cristiana” o “divinización” como
prefieren llamarla algunos.
La santificación como pertenencia,
es lo que nos distingue como hijos de Dios y coherederos del reino con
Jesucristo.
La santificación como objetivo,
es la pretensión de salvar nuestra alma.
Para el abordaje de este elemento
central de la espiritualidad cristiana recurriremos a un artículo de un
religioso evangélico y luego expondremos nuestra opinión sobre los elementos que
integran la santificación.
LA SANTIFICACIÓN[7]
Pastor Luis E. Llanes
¿Qué relación tiene la
REGENERACIÓN con la SANTIFICACIÓN?
La regeneración tiene que ver con la parte subjetiva de la salvación
mientras que la santificación tiene que ver con la objetiva. La regeneración
tiene que ver con el inicio de la vida de santidad, la santificación con la
continuidad de esta vida. La regeneración es la planta, la santificación es los
frutos. La regeneración es como la criatura que nace, la santificación es su
desarrollo y crecimiento. La regeneración provee la materia prima, la
santificación la elabora. La regeneración es la fuente de la luz, la
santificación la lámpara que la proyecta.
Definición de santificación.
La santificación es una obra directa del Espíritu Santo que perfecciona
la vida espiritual del creyente a partir del nuevo nacimiento.
Naturaleza dual de la
santificación.
La santificación es tanto estática (un estado) como dinámica y
pefeccionable (un proceso).
1. La santificación es estática
(un estado).
En este caso es instantánea. Desde el momento que la persona cree, Dios
la santifica. Lo convierte en un santo. A pesar de sus imperfecciones, Dios lo
trata como tal ya que al igual que la justificación, la santificación es
imputada por la fe (Hechos 26:18; 1 Pedro 1:16; Hebreos 12:14; 1 Tesalonicenses
5:23; Véase 2 Corintios 1:1; Efesios 1:1; Filipenses 1:1; Gálatas 1:2).
Cuando analizamos el uso de la palabra “santo” en el Antiguo
Testamento, nos damos cuenta que el acto de santificar algo implicaba dos
aspectos: por una parte apartar (Génesis 20:8; Levíticos 20:26; Éxodo 40:9;
Números 6:2; Levíticos 11:44: 25:10; 2 Crónicas 7:16; Hechos 13:2); y por la
otra parte dedicar (Éxodo 13:2; Levítico 27:14; Números 6:2; 1 Samuel 1:11; 1
Crónicas 23:13; 2 Crónicas 35:3).
Como un acto de la soberanía de Dios (Éx. 20:12) , él santificaba con
su presencia lugares (Éxodo 3:5); días (Génesis 2:3), personas (Jeremías 1:5).
Por la acción directa de sus siervos eran santificados objetos (2
Crónicas 29:19), artículos y personas (Éxodo 19:10; 19:23; 28:41).
Su pueblo y sus siervos se auto santificaban, cuando se apartaban del
pecado y se dedicaban al servicio de Dios y en obediencia al mandato de Dios
(Levíticos 11:44; Números 11:18; Joel 2:16).
2. La santificación es dinámica y
perfeccionable (un proceso).
Se nos hace un llamado para buscarla (Romanos 1:7; 1 Corintios 1:2). Se
nos exhorta a perfeccionarla (2 Corintios 7:1) y al santo se le manda a que “se
santifique todavía” (Apocalipsis 22:11).
En este aspecto se la compara con una casa en construcción: “Sed
edificados como casa espiritual y sacerdocio santo...” (1 Pedro 2:5), y para
lograr esta meta se nos exhorta:
1o. “Desechando toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias y toda
las detracciones" (1 Pedro 2:1).
2o. "Desead como niños recién nacidos la leche espiritual no
adulterada, para que por ella crezcáis para salvación..." (1 Pedro 2:2).
3o. "... acercándoos a él” (1 Pedro 2:4).
En este proceso se apela a la voluntad del creyente. En el mismo cada
uno ayuda a otro a su perfección, cooperando en este proceso Dios, que
santifica al creyente. O sea, que el dinamismo de la santificación estriba en
la acción del Espíritu de Dios en el creyente y la voluntad del creyente
sometida a la voluntad de Dios (Romanos 12:1; 6:13-19).
Otra palabra que la Biblia usa para revelar el aspecto dinámico y
progresivo de la santificación es perfección. Esta palabra nos revela los dos
aspectos de la santificación.
Como estado, Jesús dijo: “Sed, pues, perfectos, como mi Padre que está
en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48).
El deseo de Dios es nuestra perfección (2 Timoteo 3:17; Efesios 4:13:
Santiago 1:4).
Pero a la vez nos muestra el aspecto dinámico cuando Pablo nos dice:
“No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto, sino que prosigo, por ver
si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús.
Hermanos, yo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando
ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome hacia lo que está delante,
prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios. Así que todos los
que somos perfectos, esto mismo sintamos...” (Filipenses 3:12-15).
Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento, el creyente
es llamado “perfecto” a pesar de sus imperfecciones (Génesis 6:9; Salmo 37:18;
Proverbios 2:21; 11:20). El asunto es que Dios nos considera perfectos, aun cuando
nosotros no nos sintamos que somos perfectos (Job 9:20; compare con Job 1:1 y
8), porque la perfección es imputada por Dios, aunque perfeccionada en nosotros
por la acción de él con consentimiento nuestro. Pablo oraba “por la perfección”
de los corintios, aun cuando él los llama “santos” (1 Corintios 1:1). Dios
espera que los “perfectos” anden en el camino de la perfección (Salmo 101:2), y
que en ese camino alcancen la perfección (Hebreos 6:1).
Los medios de la santificación.
En la acción y proceso de la santificación intervienen un conjunto de
factores, elementos y personas que hacen real y efectiva la experiencia de la
salvación en el creyente.
1. El Espíritu Santo.
La obra el Espíritu se especializa en impartir y hacer parte del hombre
la naturaleza santa de Dios. El santifica porque Él es santo. Él penetra toda
la naturaleza humana degenerada por el pecado, la regenera, la limpia, la sana
y la pone en condiciones de establecer contacto y comunión con el Santo Dios
(Tito 3:5; 2 Tesalonicenses 2:13). El resultado de la obra santificadora del
Espíritu es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:16-25), y una vida espiritual de
victoria permanente. (2 Corintios 2:14).
2. La Palabra.
Jesucristo dijo: “Santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad”
(Juan 17:17). La Palabra de Dios es tipificada con el lavacro del Tabernáculo
que contenía agua para limpieza o lavamiento del sacerdote antes de oficiar
(Tito 3:5). La Palabra hace ver el pecado, la suciedad moral; descubre lo que
hay en lo íntimo del corazón, porque es “viva y eficaz y más penetrante que
espada de dos filos que penetra hasta partir el alma, y el espíritu y las
coyunturas y tuétanos y discierne los pensamientos y las intenciones del
corazón”, (Hebreos 4:12). Pero tiene poder sanador, porque la Palabra es
Espíritu y el Espíritu es el que la aplica al alma produciendo los cambios
regeneradores, transformadores, renovadores que el hombre necesita (Salmo
107:20; Mateo 8:8; Marcos 16:20; Lucas 4:32-36; 5:5).
3. La sangre de Cristo.
El capítulo 9 de Hebreos nos da la clave para entender la eficacia y el
poder limpiador y santificador de la sangre de Cristo. La sangre de los
becerros y de los machos cabríos, que fue rociada sobre el libro de la ley para
confirmar el Pacto y limpiar el Tabernáculo y todos los vasos del ministerio
(vs. 19-20), era un vehículo de purificación y consagración de las cosas
santas. Esa sangre de los machos cabríos era típica del poder limpiador (v. 22)
y regenerador del pecado, ya que “sin derramamiento de sangre no hay remisión”
de pecados. Las figuras de las cosas celestiales fueron purificadas con sangre
de becerros, pero las misma cosas celestiales fueron purificadas con la sangre
del mismo Jesucristo que tiene poder permanente y efectivo para llevar el
pecado, y salvar a los que en él esperan. Esa es la sangre que “nos limpia de
todo pecado” (1 Juan 1:7) la que nos “ha lavado de todos nuestros pecados”
(Apocalipsis 1:5), porque “Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia
sangre, padeció fuera de la puerta...” (Hebreos 13:13).
LOS ELEMENTOS DE LA SANTIFICACIÓN.
La santificación evaluada desde
la acción de Dios -conforme fue expuesto en el artículo precedente- es
instantánea y estática, como si fuera una foto de la ocasión en que la
recibimos.
Dios nos regala la Santificación
al igual que lo hace con la Justificación y la Regeneración. Somos Salvos por
Su Gracia.
Ahora bien, a partir de ese
momento entra a jugar el libre albedrío de las personas y la libertad con la
que Dios quiere que lo amemos y desarrollemos nuestras vidas.
Así el hombre es el encargado de
cuidar la santidad que recibió gratuitamente e incrementarla en todo cuanto le
sea posible, de acuerdo con los dones que ha recibido del Altísimo y las
circunstancias que el Creador permita que influyan en su vida.
De modo que la santidad
inicialmente recibida cobra dinámica y responde, creciendo o decreciendo, según
sean las acciones humanas.
Por lo tanto, vista desde la
acción del hombre, la santidad es un proceso de crecimiento moral y espiritual
progresivo y perfectible que siempre nos deja un grado más por avanzar.
Y al considerar este asunto en
sentido contrario vemos que la propia naturaleza de la santidad nos expone al
riesgo de sufrir un decrecimiento espiritual y moral, debido a que nuestras
acciones negativas nos hacen retroceder en el nivel de santidad logrado o,
incluso, nos ocasionan la pérdida de la santidad recibida graciosamente de
Dios.
De lo dicho se desprende que las fuentes
de la santidad dinámica, progresiva y perfectible son tanto divinas como
humanas.
Según nuestra opinión, y sin
pretender presentar un listado taxativo, los hechos y elementos que permiten
que recibamos inicialmente la santificación y que luego podamos avanzar en su
graduación son las siguientes:
El inmenso amor de Dios. (Juan
3:16; Romanos 5:8)
El sacrificio en la cruz de
Cristo. (Efesios 2:16; Colosenses 2:14)
La santidad de Cristo. (Romanos
5:17; 2 Pedro 1:1)
La sangre sacrificial de Cristo.
(Romanos 5:9; Hebreos 9:22)
La gracia recibida. (Hechos
15:11; Efesios 2:8)
Haber sido Justificados. (2
Corintios 5:21; Romanos 3:22–24)
Haber sido Regenerados. (Juan 3;
Efesios 4:17-19)
La acción del Espíritu Santo.
(Juan 3:5; 2 Corintios 3:6)
La docilidad al obrar del
Espíritu Santo. (Pedro10:44; Hechos 8:39)
Amar al Señor con todo el
corazón, con toda el alma y sobre todas las cosas. (Deuteronomio 6:5; Mateo
22:37-40)
Abandonarse a la voluntad de
Dios. (Marcos 5:36; Salmo 103:13; Isaías 66:13)
Sentir temor de Dios. (Proverbios
14:26, 27; Romanos 13:5)
Vivir en presencia de Dios. (Sal.
139:7-10; Éxodo 33:14-16)
Tener confianza en Dios y
desconfianza en uno mismo. (1 Juan 3:21-22; 2 Samuel 22:31)
Conocer y meditar sobre la
grandeza y la bondad infinita de Dios. (Salmo 8; Salmo 144,1-13)
Conocer y meditar sobre nuestra
debilidad. Auto-conocernos. (1 Corintias 11:31; Efesios 5:17)
Amar al prójimo como a uno mismo.
(Marcos 12:31; Mateo 22:39)
Desarrollar
las virtudes humanas y teologales. (2 Pedro 1:4; 1 Corintias 13:13)
Erradicar nuestros vicios. (Efesios
4:22; 2 Corintos 7:1; 2)
Poseer vida de oración. (1 Juan
5: 14-15; Santiago 5:13-16)
Aceptar ser humillados (Humildes)
(Filipenses 2:6-8; Mateo 11:29)
Negarse a uno mismo y aceptar la
cruz de sufrimientos que Dios permita que nos lleguen. (Mateo 16:24; Juan 12:25).
Arrepentirse. (Hechos 2:38; 2
Pedro 3:9)
Recibir el bautismo. (Juan 3:5;
1Pedro 3:21; Tito 3:5)
Declarar nuestra fe. (Lucas 12:8;
Romanos 10:9)
Conocer la verdad. (1 Timoteo 2:4; Hebreos
10:26)
Realizar buenas obras para gloria
de Dios. (Romanos 2:6,7; Santiago 2:24)
Cumplir los mandamientos. (1
Corintios 7:19; Santiago 2:10)
Admirar y utilizar
responsablemente la obra de la creación. (1 Corintios 4:2; Génesis 1:28-29)
Reflexionar asiduamente sobre
nuestra muerte. (2 Corintios 5:1; 2 Pedro 1:14)
El orden en que han sido citados
cada uno de los elementos precedentes no implica necesariamente un ranking de
importancia a considerar en nuestro camino hacia la salvación.
Si debemos tener en cuenta que
muchos de esos elementos están interrelacionados y se influyen unos a otros, de
modo que se generan corrientes crecientes o decrecientes cuando se mueve alguno
de ellos en sentido positivo o negativo, respectivamente.
El listado aportado puede ser
útil como una guía que nos facilite la comprensión del modelo cristiano que
debemos emular, es decir una ayuda para nuestro intento de parecernos a la
persona de Nuestro Señor Jesucristo en todo cuanto nos sea posible.
En la misma medida en que nos asemejamos
a la figura de Cristo nos acercamos a la santidad y a la salvación. No obstante,
debemos ser plenamente conscientes que será Dios el encargado de juzgarnos y,
por lo tanto, será Él el único responsable de determinar los hechos y las
circunstancias que sean decisivos para el fallo que habrá de dictar.
VI) DIVINIZACIÓN.
El cuarto y último paso hacia la
restauración de nuestra naturaleza dañada es la divinización.
La divinización o theosis es la
zona alta de la santificación. Se encuentra en la parte final de nuestro camino
de desarrollo espiritual y moral. De modo que sus elementos son los mismos que
los de la santificación, con la sola diferencia que en este estadio muchos de
ellos cuentan con un desarrollo mayor.
En consecuencia, atendiendo a
cuestiones de brevedad, damos aquí por reproducidos los elementos de la
santificación que expusimos en el punto precedente.
El término theosis es de origen
griego y significa divinización, entendiéndose por tal que los seres humanos pueden
tener verdadera unión con Dios y llegar a ser como Dios por medio de la
participación en Su naturaleza divina.
La divinización es un concepto
derivado del Nuevo Testamento con respecto a la meta que debemos procurar en
nuestra relación con el Dios Trino y, en ese contexto, los términos “theosis” y
“divinización” se pueden utilizar indistintamente.
La divinización, al igual que la
santidad, es progresiva y perfectible, por lo que el ser humano jamás consuma
su obra. Y, lógicamente, por su propia dinámica también la puede perder. Es una
tarea que exige un esfuerzo permanente e impide “dormirse en los laureles”.
A fin de evitar malas
interpretaciones, aclaramos expresamente que la doctrina de la divinización
cristiana en ningún caso sostiene que los hombres se pueden convertir en dioses.
Lejos de ello, se refiere a la posibilidad de recuperar la “imagen de Dios” con
la que hemos sido creados, proyectar la imagen de nuestro Dios en nosotros y
ser partícipes de Su naturaleza divina.
Se trata de reconstruir los daños
que sufrió nuestra naturaleza por el pecado original, poner al frente de la
conducción de nuestra vida al Espíritu Santo que habita en nuestro interior y
profundizar nuestra unión con Dios.
A fin de ahondar en este apasionante
tema incorporamos a continuación tres interesantes contenidos, el primero de
procedencia protestante, el segundo de origen ortodoxo y el tercero del ámbito
católico.
LA NATURALEZA HUMANA Y EL DESTINO
DEL HOMBRE[8]
Asociación de
Cristianos Universalistas
Creemos que todos somos linaje de Dios, que hemos sido creados a la
imagen del Padre Celestial de todos, y que cada persona está destinada a ser
elevada desde la imperfección a la madurez de acuerdo con el modelo que marcó
Cristo, el Hijo de Dios, el Humano Perfecto en cuya imagen toda la humanidad
será transformada.
El fundamento de la fe Cristiana original es la creencia en Jesucristo
como el Hombre-Ser Divino, el perfecto ejemplo de lo que significa ser
verdaderamente y plenamente humano.
Cristo es quien nos otorga poderes para levantarnos del pecado, de
nuestra condición imperfecta y llegar a ser divinos (Ro. 5:18-19, 1 Co. 15:22).
Con la idea de Jesús como “Hijo de Dios” no sólo se muestra su condición
especial como el Mesías, sino también el hecho de que todas las personas somos
hijos de Dios, que podemos heredar con Cristo, como hijos de Dios, todas las
cosas buenas que Dios ha preparado para los que le siguen y le aman. (Ro.
8:16-18, Gá. 4:1-5).
Si seguimos a Cristo, el modelo de la divinidad en forma humana,
seremos divinizados en su imagen (Jn. 12:36, 17:22-24, 2 Co. 3:18, Ef. 1:3-6).
Esto nos permite llevar a cabo nuestro potencial original que se nos otorgó
cuando fuimos creados en la imagen y semejanza de Dios, de acuerdo con el
Génesis, y luego caímos en el pecado.
En la iglesia griega, la divinización mediante el modelo de Cristo se
llama theosis (literalmente, deificación, ser uno con Dios), y era un concepto
importante para muchos cristianos…”
Los cristianos primitivos entendían la salvación no meramente como un
escape del infierno, sino como una transformación total del ser humano en
conformidad con la imagen divina (Ef. 4:13,15, 5:1-2, Col. 1:25-28, 1 Jn.
3:1-3).
Nosotros hoy en día como cristianos universalistas queremos hacernos
eco de esta grandiosa perspectiva de la salvación, basada en el reconocimiento
de la naturaleza esencialmente divina de los seres humanos y, por lo tanto, de
nuestro potencial divino manifestado en la persona de Jesucristo.
La Biblia deja claro que Dios debe considerarse como el Padre de todos
(Mal. 2:10, Mat. 6:9, Ef. 4:6); que todos los seres humanos, hombres o mujeres,
estamos creados a su imagen divina y semejanza (Gn. 1:26-27, Is. 66:13, Mt.
23:37); que la Luz del Espíritu de Dios está con nosotros (Job 33:4, Sal.
51:10-11, Mt. 5:14, Mr 1:8, Lc. 11:35-36); que somos literalmente linaje de
Dios (Hch. 17:28), y en ese sentido somos “dios” (Sal. 82:6, Jn 10:34); y que
algún día podremos realmente manifestar los poderes de los “dioses” tal como
Jesús hizo (Mat. 17:20, Lc. 6:40, Jn 14:12, 1 Co. 6:2-3).
¡Este es el glorioso destino de todas las personas! Nadie se excluye de
este portentoso plan divino. En la plenitud de los tiempos, Dios será “todo en
todos” (1 Co. 15:28), significando que todos los seres manifestarán los
atributos de Dios hasta su más pleno potencial. La vida, sea la forma que tome
en nuestro viaje espiritual, es luchar y avanzar hacia más y más grandes
niveles de manifestación divina, hasta que cualquier rastro de separación
egotista sea purgado de nosotros y seamos transformados, hechos nuevos….
LA ENCARNACIÓN DE DIOS:
VOLUNTARIA Y SIN CAUSA[9]
Iglesia Católica
Apostólica Ortodoxa de Antioquía.
Arquidiócesis de México, Venezuela,
Centroamérica y el Caribe.
El misterio de la encarnación
del hijo de Dios, nos lleva a la divinización del hombre. Los santos padres de
la iglesia insisten en que Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciere
dios. El ser humano no puede llegar a la divinización si no es por medio del
Hijo de Dios, del Verbo encarnado. Los teólogos discuten si la encarnación del
Verbo era independiente de la caída de Adán o si había sido una de sus
consecuencias. Esta discusión se basa en varios textos patrísticos sobre la
caída del género humano.
Primero, debemos señalar que los santos padres de la Iglesia no
responden a esta pregunta virtualmente de una manera escolástica, porque ellos
no piensan si Cristo hubiese encarnado o no, en caso de que Adán no hubiese
caído. Esta pregunta demuestra el uso excesivo de la mente para entender los
misterios divinos; y eso sería algo de origen escolástico y no, una teología
ortodoxa.
A la teología de la iglesia ortodoxa le interesan los hechos que han
sucedido, mismos que se tratan por medio de la sanación de la naturaleza humana
y de la salvación de los hombres; es decir, que esta teología pone mucha atención en la naturaleza humana
caída y en cómo sanarla para llegar a la divinización que sería posible a
través de la encarnación de Dios.
En las enseñanzas patrísticas vemos que en la encarnación se unió el
Hijo de Dios con la naturaleza humana en una unión hipostática. Por lo tanto, esta naturaleza humana se
divinizó, siendo éste el medicamento verdadero y único para la
salvación y la divinización del hombre. Por medio del santo bautizo, el hombre
puede ser miembro del cuerpo de Cristo; y a través de la sagrada comunión él
puede participar en el cuerpo divino del Señor, ese cuerpo que tomó de la
santísima madre de Dios. Si no hubiera pasado esta unión hipostática de las dos
naturalezas divina y humana, no sería posible la divinización del hombre. Así
que la encarnación era el fin de crear el género humano. La pasión de Cristo y
su cruz son las cosas adicionales que surgieron por la caída de Adán. Dice San
Máximo el confesor, que la encarnación fue para la salvación de la naturaleza
humana, y la pasión, para liberar a todos los que, por el pecado, eran cautivos
de la muerte.
San Atanasio el Grande enseña que era necesario que el Hijo de Dios se
encarnara por dos motivos: primero, para convertir al corruptible en
incorruptible, y al mortal en inmortal;
esto, no era posible con el simple arrepentimiento, sino tomando Dios el
cuerpo humano mortal y cambiante. Y por otra parte, para que se renovara el
género humano en Cristo, porque el Hijo y el Verbo son el primer prototipo del
hombre.
Esta opinión teológica de San Atanasio, no está en contra de las
enseñanzas de los otros padres de la Iglesia, quienes nos dicen que la encarnación de Dios no exige
de la caída del hombre como una causa absoluta, y esto es por lo siguiente:
Primero: porque en sus análisis que presenta San Atanasio, le interesa
en especial el hombre caído, por eso habla sobre su caída y su renovación. Su
teología se enfoca a la sanación y a la restauración del género humano que se
vistió de mortalidad y tiene la posibilidad de ser tentado.
Segundo: Porque San Atanasio habla sobre el misterio de la encarnación
y de la providencia de Dios tal y como las conocemos hoy, pues cuando menciona
la encarnación y la divinización, él habla del nacimiento de Cristo, su pasión,
su Cruz y su resurrección. Mientras que
los padres que enseñan que la
encarnación es independiente de
la caída, nos hablan de la finalidad de la creación como “la divinización a
través de la encarnación”.
San Nicodemo de Athos, en su análisis de las enseñanzas patrísticas,
llega a una conclusión donde dice que la encarnación del Hijo de Dios no fue el
resultado de la caída del hombre, sino
que el primer propósito de crearlo, fue
para que pudiera alcanzar la divinización. Eso nos permite ver que era
correcto, cuando pensamos que la caída de Adán no pudo haber obligado a Dios a
que fuera hombre, ni a que
Cristo tomara para siempre la naturaleza humana.
San Nicodemo da referencias de la Biblia y de las enseñanzas de los
santos padres de la Iglesia; en el libro de proverbios (8:22) dice: “El Señor
me creó como primicia de sus caminos, antes de sus obras, desde siempre”; y en
la carta de san Pablo a los Colosenses (1:15) se llama Cristo
“el Primogénito de toda la creación”; y de la misma manera se le llama
en la carta a los Romanos (8:29) “En efecto, a los que Dios conoció de
antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera
el Primogénito entre muchos hermanos”
En su explicación de estos textos de la Biblia, San Nicodemo, en base a
las enseñanzas patrísticas, enseña que estas frases no se refieren a la
divinidad del Verbo de Dios, porque Él jamás fue creado, ni siquiera fue la
primera criatura de Dios Padre, como enseñaba Arios; sino que estas frases
están hablando de la humanidad de Cristo, es decir, que la providencia divina y
el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, es el inicio de todos los
caminos de Dios y de la primacía de toda la creación.
San Máximo enseña que la encarnación de Cristo es un gran y muy profundo misterio por el cual la
Santísima Trinidad creó el mundo entero y lo trajo de la nada a la existencia.
Nos dice: “Es el motivo del inicio de la creación que prevé Dios principalmente. Es el propósito por el cual fueron hechas
todas las cosas y este mismo propósito nunca fue hecho por algo”; es decir que
la decisión de la encarnación fue antes de crear al mundo poniendo en nuestra
mente que para Dios no existe tiempo. Entonces la encarnación es la
finalidad de la providencia divina y de
la restauración de la creación.
San Gregorio Palamás explica que cuando Dios Padre dijo en el bautizo
de Cristo: “Este es mi Hijo amado” esta
voz muestra que todo lo que había en el
antiguo testamento, la ley, las promesas y la filiación estaban incompletas y
que la finalidad de la encarnación de Su Hijo era para que se cumpliera todo.
Por lo mismo, al crear al mundo y a los hombres, todo estaba dirigido hacia Cristo; porque la
creación tenía como propósito la encarnación. Hasta el género humano fue creado a imagen de Dios para que pudiera un día
recibir el prototipo original. Por eso la encarnación del Verbo de Dios es la
voluntad divina que ya había sido
planeada independientemente de la caída del hombre.
San Andrés de Creta dice que la Madre de Dios es la persona que sirvió
al misterio de la encarnación en dar cuerpo de lo suyo para esta unión
hipostática entre las dos naturalezas: divina y humana. Por lo tanto dice: “la
Madre de Dios es el propósito de la alianza de Dios con nosotros, es el medio
propuesto para todas las generaciones, es la corona de las profecías divinas,
es la voluntad divina que supera toda descripción que existe desde el principio para proteger
el hombre”
Tenemos que repetir que los santos padres de la Iglesia no
trataron este tema de una manera virtual
como lo es en la mentalidad escolástica.
Nosotros estamos usando estas frases tan virtuales, sólo para poner énfasis en la verdad positiva que dice que a
través de Cristo llegó la divinización a los hombres y la salvación a todo el
mundo.
Estas enseñanzas patrísticas no son teóricas, sino como todos los
dogmas, tienen su consecuencia en la vida espiritual del cristiano. Porque como
hemos visto que el Hijo de Dios se hizo hombre no para apaciguar un enojo
divino ni para agradar la bondad divina, sino para divinizar nuestra naturaleza
humana con amor y compasión. Por lo mismo nuestra vida espiritual no es para
calmar a Dios enojado, porque Dios no necesita sanar, sino nosotros
mismos.
Nuestra lucha espiritual no será en vano porque la unión con Dios nos
está dada gracias a la unión hipostática de las dos naturalezas en Cristo. La
muerte de Cristo no fue entonces por nuestra culpa, sino para librarnos del
sufrimiento. Para que esté Dios con nosotros en todo momento difícil. La muerte
de Cristo fue para destapar la muerte y vencerla. Cristo tomó con su
encarnación toda nuestra naturaleza humana cambiante, mortal y pasional para
sanarnos de la muerte del pecado.
FRAGMENTOS DEL ENSAYO
SALVACIÓN Y DIVINIZACIÓN
(LA LECCIÓN DE LOS PADRES)
LUCAS F. MATEO-SECO
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
Divinización del hombre, inhabitación trinitaria y filiación adoptiva
designan una misma y rica realidad teologal considerada desde aspectos
diversos.
Esta realidad es esencialmente trinitaria, como es esencialmente
trinitaria la intimidad divina con la que el hombre se relaciona: el hombre entra
en relación con las tres divinas Personas en cuanto distintas entre sí, es
decir, en cuanto Padre, Hijo y Espíritu.
En la Sagrada Escritura, la filiación adoptiva está referida a Dios
Padre y nunca a la Trinidad entera, al Verbo o al Espíritu. Este es también el
lenguaje de los Padres, que ven en la filiación adoptiva una participación en
la filiación de Cristo, la cual es esencial referencia al Padre (1).
La divinización del hombre es ante todo relación filial al Padre. En la
teología patrística, el Padre aparece destacado cada vez más como el principio:
el principio de la vida intratrinitaria y el principio de la vida ad extra, es
decir, de la creación y de la redención. El Padre es, por eso mismo, el
principio y el término de la divinización del hombre.
Cuando se afirma que Cristo es primogénito entre muchos hermanos (cfr.
Rm 8, 29), se está utilizando el término primogénito en su sentido más
profundo.
No sólo se dice que Él es primogénito porque otros vendrán detrás de
Él, sino especialmente porque en su calidad de Hijo eterno, poseyendo en
plenitud la filiación al Padre, otorga la adopción filial a quienes se unen a
Él.
Nuestra adopción filial tiene lugar por una unión real con Cristo por
obra del
Espíritu. Esta unión implica, a su vez, una transformación del hombre
tan alta que los Santos Padres la calificaron sencillamente con el nombre de
theosis y deificatio.
Como es natural, en esta cuestión es de mayor importancia el íter de
pensamiento teológico que el mero uso de los términos theosis y deificatio.
Ireneo de Lyon.
El pensamiento teológico es claro desde un primer momento,
especialmente con Ireneo de Lyón; el uso lingüístico se va abriendo paso a
partir de Clemente de Alejandría.
La grandeza teológica de los Padres del siglo IV se encuentra asentada
en la doctrina que ellos a su vez recibieron de los autores anteriores,
especialmente de Ireneo, Clemente de Alejandría y Orígenes. Ya en ellos es
explícita y fundamental la convicción de que la salvación del hombre consiste
en una auténtica divinización que tiene lugar mediante su adopción filial en
Cristo.
Se trata de una idea maestra que Ireneo repite con frecuencia y que es
universalmente conocida: "El Verbo se ha hecho hombre, para que el hombre
llegue a ser hijo de Dios» (2).
Según el Obispo de Lyón, todo el movimiento de la historia de la
salvación, cuyo centro es la encarnación del Verbo, no tiene otro sentido que
el de hacer participar a los hombres de su esencial referencia al Padre, esto
es, de introducirlos en la intimidad de la vida de Cristo, que es esencial
filiación al Padre.
A Ireneo le ha bastado profundizar en la teología del bautismo para
establecer las líneas maestras de su
pensamiento en torno a la divinización del hombre.
Así aparece en los numerosos párrafos que dedica al misterio trinitario
en su demostración de la predicación apostólica. En ellos se destaca la
estructura trinitaria de la salvación humana y la radicalidad con que se ha de
hablar de la unión del hombre con Dios.
«El bautismo nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por
medio de su Hijo en el Espíritu Santo. En efecto, quienes son portadores del
Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir, al Hijo; el Hijo los
presenta al Padre, y el Padre les da la incorruptibilidad. Así pues, sin
Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y sin el Hijo nadie puede acercarse
al Padre, pues el Hijo es el conocimiento del Padre y el conocimiento del Hijo
se hace por medio del Espíritu Santo»(3).
La teología ireneana del bautismo pone el acento no sólo en que es
purificación de los pecados, sino también en que es un nuevo nacimiento: es una
regeneración del hombre en Dios porque en Él se realiza la adopción filial.
El bautismo es un nuevo nacimiento en Dios Padre por medio del Hijo en
el Espíritu Santo. El envío del Hijo y del Espíritu tiene como fin este nuevo
nacimiento en el Padre. La argumentación ireneana preludia ya la que seguirán
Atanasio y Basilio Magno para mostrar la divinidad del Hijo y del Espíritu.
En efecto, escribe, «¿Cómo hubiéramos podido ser unidos a la
incorruptibilidad y a la inmortalidad, si la incorruptibilidad y la
inmortalidad no se hubiesen hecho antes lo que nosotros somos?» (4).
Aquéllos que nos introducen en la inmortalidad mediante un nuevo
nacimiento tienen que ser Dios. De la «divinización» del hombre, Atanasio
deduce la necesidad de la más estrecha unión entre el hombre y las Personas a
través de las cuales tiene lugar la divinización; de la realidad de esta
divinización, deduce también la divinidad del Espíritu Santo. Sin embargo no
hace hincapié en el lenguaje de la divinización, sino en el de la asimilación a
Dios.
Este lenguaje adquiere carta de naturaleza con Clemente de Alejandría (5). Pero las líneas maestras de la teología de Ireneo son las que
marcan la posterior profundización teológica, sobre todo en la forma en que la
encontramos en los Padres griegos del siglo IV. Así sucede paradigmáticamente
con San Atanasio.
San Atanasio.
Pocos textos patrísticos tienen tanta fuerza como este célebre pasaje
del tratado Sobre la encarnación del Verbo:
«Él se ha hecho hombre para que nosotros nos convirtiésemos en Dios. Él
se ha hecho visible mediante su cuerpo para que nosotros recibiésemos el
conocimiento del Padre invisible. Él ha soportado la violencia de los hombres
para que nosotros tuviésemos parte en la inmortalidad» (6).
Son tres proposiciones rotundas que, como nota Ch. Kannengiesser,
resumen perfectamente todo el tratado (7). Ellas expresan lo
esencial del pensamiento soteriológico atanasiano y la radicalidad con que ha
de tomarse su concepto de divinización: la humanación del Verbo no tiene otro
fin que dar a conocer al Padre y hacer participar al hombre en la inmortalidad,
es decir, producir en él una divinización.
Atanasio califica aquí al Padre con el adjetivo «invisible», recordando
Col 1, 15, donde se dice que el Hijo es imagen del Dios invisible. La
afirmación atanasiana es de una gran riqueza cristológica: la tangible
corporalidad del Hijo lleva al conocimiento del Padre invisible. Este
conocimiento del Padre culmina en el hecho de que el hombre deviene partícipe
de la inmortalidad, es decir, de la vida de Dios.
Es claro que Atanasio presenta aquí la encarnación dirigida
primordialmente a la divinización del hombre. He aquí la grandeza y la
fecundidad de su pensamiento, en el que cristaliza lo ya dicho por Ireneo y
Clemente de Alejandría.
Como escribe Th. Camelot, «la divinización es una consecuencia de la
Encarnación; mejor dicho, es su fin. La Encarnación no es sólo liberación del
pecado y destrucción de la muerte, sino que es renovación total del hombre a
semejanza de la imagen según la cual ha sido hecho desde el principio» (9).
Este pensamiento es el argumento principal en la defensa atanasiana de
la fe de Nicea: en nosotros sólo es curado lo que es asumido por el Verbo;
además, el Verbo sólo puede salvarnos si es Dios, pues sólo quien es Dios puede
divinizar al hombre.
Atanasio repite vigorosamente afirmaciones como esta: «De igual forma
que no habríamos sido librados del pecado y de la maldición, si la carne que ha
tomado el Verbo no fuese carne humana, tampoco el hombre habría sido
divinizado, si el Verbo que se ha hecho carne, no procediese del Padre y fuese
su verbo propio y verdadero.
Una unión así (de lo humano y divino en Cristo) ha tenido lugar a fin
de unir a aquel que por naturaleza es hombre con quien por naturaleza pertenece
a la divinidad. De esta forma se aseguran su salvación y su divinización».
No se puede ser más explícito en la profundidad con que se entiende la
divinización del hombre. Ésta consiste en una participación tan estrecha de la
vida divina que sólo quien es Dios puede llevarla a cabo. La firmeza
argumentativa de Atanasio en torno a la divinidad del Hijo está en dependencia
del realismo con que considera la divinización del hombre. Es el mismo estilo
de argumentación que se comenzará a usar inmediatamente para hablar de la
divinidad del Espíritu Santo.
La divinización del hombre tiene como centro nuestra unión con Cristo
y, en consecuencia, es esencialmente referencia filial al Padre. En Cristo
tiene lugar la divinización del hombre, incluida la incorruptibilidad que
recibe en la resurrección de los cuerpos.
Viene inmediatamente a la memoria la comparación de la vid y los
sarmientos de Jn 15, 1-8. En el texto que estamos comentando es muy
significativa la importancia que se otorga a la revelación del Padre como parte
esencial de la divinización. Esto implica que la divinización del hombre tiene
como fin la referencia filial al Padre. Este pensamiento ya fue formulado
hermosamente por San Ireneo (10).
Th. Camelot describe la importancia que la divinización del hombre
adquiere en la cristología atanasiana con esta feliz formulación: «Si es verdad
que el hombre es divinizado, se puede decir también que él es verbificado, que
él se ha convertido por entero en lógico. Para acercarse a Dios, para
participar en su conocimiento y en su vida, no hay otro camino que el Verbo
encarnado
» (11).
Atanasio está pensando en una auténtica encarnación, absolutamente
contrapuesta a todo planteamiento doceta. La carne de Cristo es carne humana
como la nuestra y perteneciente a la familia adamítica; esa carne es el
comienzo de la salvación.
Cristo es Primogénito entre muchos hermanos (cfr. Rm 8, 29) en el
sentido más profundo del término: (12)
He aquí dos textos verdaderamente elocuentes: «Dios ha dado un cuerpo
creado al Verbo para que en Él podamos ser renovados y divinizados» (San
Atanasio, Ad Adelph., 5, PG 26, 1077); «El Verbo ha tomado un cuerpo para que
en Él podamos ser renovados y divinizados (...) Nosotros no participamos en el
cuerpo de un hombre común, sino que recibimos el cuerpo del mismo Verbo y somos
divinizados» (Contra arianos, I1, 47, PG 26, 248). (13)
«Este es el fin por el que el Padre reveló al Hijo: manifestarse a
todos por medio de Él, para acoger justamente en la incorruptibilidad y en el
refrigerio eterno a aquellos que creen en El (...) En efecto, el Padre se ha
revelado a todos haciendo su Verbo visible a todos ( ... ) En efecto, el Verbo
revela ya por la creación al Dios Creador, y por medio del mundo al Señor del
mundo, y por la obra modelada al Artista que la ha modelado, y por el Hijo al
Padre que lo ha engendrado.
Pues lo invisible del Hijo es el Padre y la realidad visible en la que
se ve al Padre es el Hijo»
«Él es nuestro hermano por la semejanza del cuerpo, pero Él es nuestro
primogénito, ya que, habiendo perecido todos los hombres en la transgresión de
Adán, su carne, convertida en carne del Verbo, ha sido la primera en ser
salvada y librada, ya a continuación nosotros, que somos un solo cuerpo con
Él, hemos sido salvados en este cuerpo»".
El término aúaaw¡.J.ol es de una gran fuerza para mostrar la unión del
hombre con Cristo. Es el mismo término utilizado en Ef 3, 6: los gentiles son
copartícipes y concorporales (aúaawl-w) con Cristo.
Atanasio recurrirá a esta misma argumentación cuando hable sobre la
divinidad del Espíritu Santo. He aquí unas frases comentando el pensamiento de
que el Espíritu es la unción y el sello con los que el Verbo unge y marca todas
las cosas:
«El Espíritu es llamado unción y es un sello (...) Así, marcados por
este sello, nos convertimos consecuentemente en participantes de la naturaleza
divina, como dice Pedro (2 P 1,4), y así toda la creación se hace partícipe del
Verbo en el Espíritu. Y es por el Espíritu como nos hacemos partícipes de Dios
(...) Ahora bien, si el Espíritu Santo fuese "una criatura,
nosotros no tendríamos participación alguna en Dios, sino que estaríamos unidos
a una criatura y seríamos ajenos a la naturaleza divina, ya que no
participaríamos de ella en nada. Pero ahora que somos partícipes de Cristo y
partícipes de Dios, es claro que la unción y el sello que hay en nosotros no
pertenecen a la naturaleza de las cosas creadas, sino a la del Hijo, quien por
el Espíritu que hay en Él, nos une al Padre (...)
Ahora bien, si nos hacemos partícipes de la naturaleza divina por la participación
en el Espíritu, muy insensato sería quien dijese que el Espíritu pertenece a la
naturaleza creada y no a la de Dios. Por esta razón son divinizados aquellos en
los que Él se encuentra. Si Él diviniza, que nadie dude de que su naturaleza es
de Dios»".
La estructura trinitaria del pensamiento atanasiano es firme y
constante: La divinización consiste en participar de la divinidad del Padre (de
la incorrupción) mediante nuestra unión con el Hijo en el Espíritu Santo. El
Verbo no es una criatura, argumenta aquí Atanasio contra los Trópicos, porque
es imagen del Padre; quien enumera el Espíritu Santo entre las criaturas,
contará también entre ellas al Hijo, injuriando al Padre por la injuria que se
hace a su Imagen
Basilio de Cesarea.
Éste es uno de los temas claves del tratado Sobre el Espíritu Santo de
Basilio de Cesarea. Como nota B. Pruche, cuando este tratado se escribe es ya
tradicional la convicción de que la salvación traída por Cristo consiste en una
asimilación a Dios que tiene como término una verdadera deificación (10).
Esta deificación tiene lugar por la obra santificadora del Espíritu,
que es quien une al hombre con el Verbo. Dada la finalidad del tratado, Basilio
está atento, sobre todo, a la obra santificadora del Espíritu, que aparece
antes que nada como una iluminación del alma para que vea en sí misma al Verbo:
«Él (el Espíritu Santo), como un sol que ilumina un ojo purificado, te
mostrará en Sí mismo la Imagen del Invisible. Y en la bienaventurada
contemplación de la Imagen, tú verás la inefable belleza del Arquetipo (...)
Como los cuerpos límpidos y transparentes cuando los hiere un rayo de
luz se convierten ellos mismos en luminosos y reflejan un nuevo resplandor, así
las almas que son portadoras del Espíritu, iluminadas por el Espíritu, se
convierten ellas mismas en espirituales y reenvían la gracia a otras almas. De
ahí vienen (...) la alegría sin fin, la permanencia en Dios, la semejanza con
Dios, el colmo de lo deseable: convertirse en Dios (8EÓV YEvÉa8m) (18).
Los comentadores suelen hacer hincapié en la importancia que Basilio
otorga a la función iluminadora del Espíritu en el proceso de deificación del
hombre; hacen también hincapié en su cercanía a Platón y Plotino de los que
parecen depender bastantes de sus expresiones. Y eso es cierto (19). Nos encontramos, además, en un claro ambiente alejandrino en
el que muchas frases evocan a
Clemente de Alejandría y Orígenes. Pero conviene hacer notar que por
encima de todo nos encontramos en un ambiente de pensamiento esencialmente
trinitario, que no puede menos de evocar los párrafos de Ireneo que hemos
citado hace poco.
El Espíritu lleva en sí mismo y muestra la Imagen del Invisible. Por
esta razón el hombre contempla la Imagen del Padre en la iluminación del
Espíritu Santo, y al contemplarla conoce en ella al Arquetipo; al conocer al
Arquetipo se hace semejante a Dios, es divinizado, se convierte en Dios.
También Atanasio daba gran importancia al conocimiento del Invisible en
la visibilidad de la carne de Cristo y al papel que juega este conocimiento en
la divinización del hombre.
Podría decirse que el conocimiento de Dios es paso imprescindible en la
divinización del hombre. Se trata de un conocimiento que siempre tiene lugar en
el Hijo por el Espíritu Santo.
La deificación se realiza, pues, por el Espíritu que une a los hombres
con el Verbo y por medio del Verbo con el Padre. En esto Basilio no hace más
que sumarse a la tradición teológica que pone de manifiesto la íntima
estructura trinitaria del acercamiento del hombre a Dios.
La labor deificante del Espíritu aparece subrayada precisamente en su
rasgo de iluminación, de manifestación del Verbo; la divinización del hombre es
considerada con la misma radicalidad que en Atanasio, pues desde ella se
argumenta en torno a la divinidad del Espíritu.
Nosotros podemos deducir la divinidad esencial del Espíritu de su
acción de divinizar a los hombres. Él es Dios por naturaleza, puesto que hace
que Dios inhabite en nuestros corazones. Él es santo por naturaleza puesto que
nos santifica.
Santificación y divinización constituyen también en Basilio una
realidad.
Basilio describe la acción del Espíritu como un hacernos semejantes a
Dios, un hacernos entrar en la intimidad divina, en la casa o en la familia de
Dios, un hacernos hijos de Dios, un hacer inhabitar a Dios en el alma.
«Por medio del Espíritu Santo viene la restauración a la vida del
paraíso, la subida al reino de los cielos, la vuelta a la adopción filial
(vLo8wLav); por medio de Él viene la libertad de llamar a Dios Padre nuestro,
el hacernos partícipes de la gracia de Cristo, el ser llamados hijos de la luz,
el tener parte en la gloria eterna».
Todo esto son facetas de la misma y única realidad: la divinización del
cristiano, que tiene lugar por obra del Espíritu. Se trata de un cambio
profundo que transforma al hombre en Cristo y así le hace participar de la
filiación, que le refiere al Padre Por esta razón se le llama Espíritu de la
filiación….
Gregorio de Nacianzo.
También Gregorio de Nacianzo argumenta la divinidad del Espíritu Santo
basándose en su obra divinizadora. Las expresiones son fuertes: «Si Él (el
Espíritu Santo) es del mismo orden que yo, ¿Cómo puede hacerme Dios o cómo
puede unirme a la divinidad?».
Se trata, pues, de una auténtica divinización que tiene lugar a través
de la unión con el Hijo. Gregorio lo expresa vibrantemente en unos largos
párrafos dedicados a los nombres de Cristo: Él es hombre, Hijo del hombre,
Cristo,
Camino, Puerta, Pastor, Cordero, Gran Sacerdote, Melquisedec. Y concluye:
«Cuando somos santificados por el Espíritu recibimos también a Cristo
que habita en nosotros, y con Cristo recibimos al Padre que hace común mansión
en nosotros.
«He aquí los nombres del Hijo. Dirige tu marcha a través de ellos. De
un modo divino, a través de los que son más elevados y de un modo compadeciente
a través de los corporales, mejor dicho de un modo completamente divino, para
que llegues a ser Dios elevándote hasta arriba por medio de Aquel que bajó de
arriba por nosotros».
Las expresiones no dejan lugar a dudas sobre la profundidad con que ha
de entenderse la divinización del hombre. Se trata en una auténtica ascensión
y transformación en lo divino, comenzando por la inteligencia y
siguiendo por el amor y todo el actuar humano. Esta ascensión tiene lugar por
medio de nuestra incorporación a Cristo, Gran Sacerdote.
Es claro que el de Nacianzo está pensando en el nuevo nacimiento que
tiene lugar por el Bautismo y por la acción del Espíritu Santo. Pero esta
transformación implica, además, un largo proceso de asimilación a Jesucristo y
de ascensión hacia Dios en el que interviene el quehacer de la libre voluntad
humana. He aquí cómo describe la vida de los ascetas: se trata de hombres, «que
están más allá del deseo y que a la vez están poseídos por el impasible amor
divino; que poseen la fuente de la luz y expanden ya sus rayos (...) que
purifican y se purifican, que no conocen ningún límite a su subida y
divinización >>.
Gregorio de Nacianzo se encuentra cercano a la posición de Gregorio de Nisa
en torno al progreso en la virtud. La ascensión del alma a Dios no tiene
límites: siempre se puede subir más. Y este subir más es un crecimiento en la
divinización.
He aquí un pasaje elocuente: «... nosotros consideramos que si no se
progresa en el camino del bien, que si uno no se despoja continuamente del
hombre viejo para revestirse del hombre nuevo (cfr. Ef 4, 24), que si se
permanece en el mismo sitio, se obra mal.
La divinización consiste, pues, en renovar perseverantemente lo que
aconteció en el bautismo: despojarse del hombre viejo y revestirse del hombre
nuevo, es decir, revestirse de Cristo.
San Agustín.
La afirmación de que sólo quien es Dios puede deificar la hemos
encontrado en la patrística griega. Es uno de los argumentos principales que
utilizan Atanasio o Basilio para mostrar la divinidad del Espíritu Santo,
tomando como punto de partida su obra divinizadora.
La terminología usada por Agustín -deificatus, deificari-, no deja
lugar a dudas en cuanto a la radicalidad con que ha de tomarse la profunda
transformación que tiene lugar en el hombre.
Se trata de una auténtica divinización. La estructura de esta
divinización es también clara: consiste en una identificación con el Hijo hecho
carne por la que somos adoptados como hijos. Diviniza Aquel que justifica,
porque al justificar nos convierte en hijos de Dios, es decir, en hijos del
Padre.
La divinización, pues, tiene estructura esencialmente trinitaria: el
hombre es referido al Padre por su unión al Hijo en la fuerza del Espíritu.
He aquí un texto agustiniano idéntico a las afirmaciones tan citadas de
Ireneo de Lyón: «Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, ésos son
hijos de Dios (Rm 8, 14). En efecto, el único que es Hijo de Dios por
naturaleza, debido a su misericordia, se ha hecho hijo del hombre por nosotros,
para que nosotros por medio de Él nos hagamos hijos de Dios por gracia».
La encarnación del Verbo tiene como objeto nuestra adopción filial, que
es una auténtica divinización. Las citas de los textos agustinianos podrían
multiplicarse sobreabundantemente. A veces, su contexto puede ser diverso, pero
la realidad a la que apuntan es la misma que aquella a la que apuntan los
Padres griegos, incluso con idéntica rotundidad en las formulaciones.
Advierte Moriones que San Agustín, debido a la controversia pelagiana,
tuvo que insistir más en el aspecto medicinal y sanante de la gracia que en su
aspecto positivo, es decir, en su causalidad deificante al hacernos hijos de
Dios, pero que no existe oposición alguna entre el pensamiento agustiniano y el
pensamiento griego.
Es claro que tal oposición no existe, pero también es claro que los
acentos son muy diversos. La historia atestigua, sin embargo, que numerosos
autores latinos otorgaron escaso lugar a los aspectos positivos de la
justificación y de la filiación divina, empobreciendo gravemente la
soteriología y la antropología teológica.
En muchos de estos autores, la liberación del pecado ocupó el primer
plano dejando en la penumbra la divinización del hombre.
La historia de estas últimas décadas atestigua también que la atención
simultánea a la pneumatología, a la doctrina trinitaria y a los aspectos
deificantes de la justificación amplía notablemente la contemplación teológica,
pues coloca el misterio trinitario en el centro de atención.
El Hijo se ha hecho hombre para que, unidos a Él por la fuerza del
Espíritu, nos hagamos, en Él, hijos del Padre. Se trata de una elevación del
hombre que llega hasta lo más profundo de su ser y que se ha de calificar como
una auténtica divinización que tiene como punto de referencia último a la
Persona del Padre.
Todo procede del Padre y todo vuelve hacia Él.
(Nota del Editor: Se recomienda
la lectura de la versión original completa del ensayo)
VII) SALVACIÓN.
El término salvar, según el DRAE,
tiene 12 acepciones. De acuerdo con el objeto de nuestro estudio son dos las
que nos interesan:
1°. Librar de un riesgo o
peligro, poner en seguro.
2°. Dicho de Dios: Dar la gloria
y bienaventuranza eterna.
El contexto religioso en que se
aplica la doctrina cristiana de la salvación está dado por el pecado original y
nuestros pecados personales que nos separan de Dios y por la consecuencia de
estos pecados que es la muerte. (Romanos 6:23; 1 Corintios 15: 21).
En ese contexto, la doctrina bajo
análisis trata sobre la liberación de las consecuencias del pecado y el
resguardo de nuestra alma, vale decir el libramiento de nuestra alma del
peligro de la condenación y su seguridad definitiva mediante el acceso a la
gloria y la bienaventuranza eterna.
En otras palabras, la doctrina
cristiana de la salvación versa sobre el camino que nos llevará a la absolución
en el juicio de Dios al pecado (Romanos 5:9; 1 Tesalonicenses 5:9) y el ingreso
al Reino de los Cielos. (Mateo 18:3; Romanos 6:17-18)
A) La salvación es potencialmente alcanzable por todos los seres
humanos.
El punto de partida que utilizamos
para el abordaje de la doctrina de la salvación del alma humana es que: < Nadie viene a este mundo sin chances
de salvar su alma> (1 Corintios 10:23; 2 Corintios 5:21)
En consecuencia, sostenemos que todas
las personas nacen con la posibilidad de ser absueltas en el juicio particular
que deberán afrontar al morir sus cuerpos. Sin perjuicio de lo cual, somos
plenamente conscientes que la mayoría, por su exclusiva culpa, desperdiciará su
oportunidad de ser salvos. Dado que sólo un reducido número se logrará salvar
mientras que la gran mayoría será condenada y arrojada al fuego del infierno,
tal como nos alertan las Sagradas Escrituras. (Mateo 7:13-14; Lucas 13:22-27)
Esa posibilidad universal de
salvación es proporcional para todos los seres humanos. Unos reciben gracias y
dones en mayor medida que otros, pero a cada uno el Señor le exigirá de acuerdo
con lo que Le haya dado. (Mateo 25:14-30; 1 Corintios 12:1-31)
Las citas bíblicas referidas
(entre otras existentes en igual sentido) nos hacen Saber que por la estrecha
puerta que lleva al paraíso pasarán pocos y por el inmenso portón que desemboca
en el infierno serán empujados muchos. Sepamos también que en ambos lados los hay
-y seguirán sumándose- de todas las condiciones personales y circunstancias de
vida. Ningún ser humano es verdaderamente salvo antes de ser absuelto y nadie
está irremediablemente perdido antes de ser condenado.
De modo que podrán salvar su alma
quienes tuvieron la fortuna de nacer entre los cristianos y recibir una gran
cuota de bendiciones y también podrán ser salvos quienes nunca han escuchado
hablar de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, ni de su condición de
Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Las tradiciones cristianas más
importantes sostienen la solución opuesta y la fundamentan en algunos versículos
bíblicos cuya letra parece limitar el camino de la salvación a los cristianos (por
fe o por fe y obras). Pero -en nuestra opinión- estas interpretaciones
restrictivas caen en irremediable contradicción con el inmenso Amor de Dios y
Su Justicia de Perfección Absoluta.
Frente a la imposibilidad cierta
de que Dios haya hecho acepción de personas entendemos que es de toda prudencia y
cristiandad reconocer la altísima probabilidad de que se esté determinando
incorrectamente el alcance de los Textos de las Sagradas Escrituras y la forma
en que corresponde aplicar los mismos, privándolos de concordancia con el
espíritu que impulsa a las Revelaciones y al Plan Divino que ellas transmiten.
Asimismo, al momento de valorar
las causas que subyacen detrás de los puntos de vista mayoritarios, no debemos
pasar por alto que los grupos de poder y los intereses sectoriales no pierden
la oportunidad de construir monopolios toda vez que les sea posible.
En ese marco creemos que las
prescripciones del Antiguo y del Nuevo Testamento obligan a aquellos que tienen
la posibilidad efectiva de acceder a ellos y que, a contrario sensu, no
alcanzan de modo perjudicial a aquellas personas que no han conocido la Biblia sin
culpa de su parte.
La regla de oro en el juicio
particular es que las personas son condenadas por ser imputables, culpables y
responsables según la valoración llevada adelante por Dios desde una
perspectiva divina. Quedan entonces descartadas las condenas por decisiones
arbitrarias del Altísimo (ajenas a Su perfección) o basadas en el empleo de un
enfoque legal humano (ajenas a Su naturaleza), como sería considerar que el
derecho se presupone conocido por todos y su desconocimiento no constituye un
eximente de responsabilidad.
Es pues una obviedad que Dios
Trino -fuente de todo Amor y Justicia- jamás permitirá que un hijo suyo pierda
su alma por el sólo hecho de no haber sido evangelizado por causas ajenas a su
voluntad o por padecer alguna patología que le impida comprender el mensaje de
Cristo o por tratarse de un ser humano abortado o fallecido todavía niño, entre
otras circunstancias posibles de exculpación divina.
Un párrafo aparte en la
misericordia del Señor, seguramente, merecerán aquellos hermanos que vieron
eclipsada su fe y abandonaron su lucha asqueados por las conductas repugnantes
de una minoría de jerarcas eclesiásticos y religiosos profesionales dedicados a
la búsqueda del lucro y/o a la satisfacción de sus pasiones pervertidas.
B) La salvación se puede alcanzar: Sólo por fe; sólo por obras; sin fe
ni obras y por fe y obras, según las
circunstancias de cada persona.
Las discrepancias entre las
distintas tradiciones sobre si la salvación procede sólo por fe o por fe y
obras parece obedecer más a disputas políticas surgidas en el seno de la
Iglesia Universal que a cuestiones religiosas propiamente dichas; en el desenvolvimiento
de los conflictos que produjeron los sismas y que dieron lugar a los
enfrentamientos entre católicos y protestantes que perduran hasta hoy y
contribuyen a la aparición de las numerosas sectas pseudo cristianas que se vienen
sucediendo ininterrumpidamente en el trascurso del tiempo.
Por nuestra parte, siguiendo el
criterio expuesto en el apartado A) precedente, consideramos que:
* La salvación es posible en base
a distintos parámetros de evaluación.
* La determinación de cuál de
ellos resulta aplicable la hace exclusivamente Dios frente a cada caso en
concreto.
Así tendremos que, de acuerdo con
las realidades que evaluará el Padre al juzgar a sus hijos, habrá quienes
alcancen la salvación:
Sólo por fe;
Sólo por obras;
Sin fe ni obras;
Por fe y obras.
Las exigencias para cada persona
se ajustarán a sus circunstancias de vida particulares y serán éstas las que
determinarán la categoría en que Dios habrá de incluirlos al momento de juzgarlos.
De modo que algunos alcanzarán el
cielo:
a)
Sólo por una fe verdadera y un arrepentimiento sincero por las faltas
cometidas, producto de una gracia tardía sobre el final de sus vidas. (El
ejemplo más conocido es el ladrón crucificado junto a Cristo. Este pecador no
redimido a ese momento salvó su alma en los últimos instantes de su vida con la
sincera defensa que hizo del Señor).
b)
Otros únicamente responderán por sus obras, como es la situación de quienes han
vivido sin tener noticias de nuestro Señor Jesucristo. (En este caso serán juzgados
por su compromiso con la búsqueda del bien y la no cooperación con el mal. Seguramente
se valorará el grado de docilidad a los dictados de la conciencia que Dios
imprime en todos los seres humanos y la forma en que usen la libertad que Dios
les concede a los hombres para que puedan elegir sus conductas)
c) Otros entrarán en el
paraíso sin necesidad de responder ni por su fe ni por sus obras. (Según
sucede, por ejemplos, con las personas muertas en el seno materno y los bebés
que fallecen).
d) Y, por último, los
cristianos y quienes han tenido la posibilidad cierta de serlo deberán
responder por la madurez de su fe y por sus obras.
¿Cómo producirá el Hacedor de la
Creación el “Proceso de Salvación” (Justificación, Regeneración y Santidad) en
quienes no conocen a Cristo? No lo sabemos. De la misma manera que tampoco sabemos
¿Por qué Dios maneja los tiempos humanos (que no existen para Él) con
semejantes intervalos terrenales? Al igual que desconocemos ¿Por qué, en tiempo
humano, Dios tardó tanto en enviar a su Hijo Unigénito para redimir a toda la
humanidad? Y tampoco sabemos ¿Cuándo Jesús será conocido por todos los seres
humanos? De modo que todos esos son misterios que nos ha planteado la religión
cristiana y que a la fecha siguen respuesta.
Nosotros ya bastante tenemos con la
difícil situación en la que nos coloca nuestra condición de cristianos y los
obstáculos que ésta nos obliga a superar para lograr la salvación de nuestra
alma.
C) Nuestra situación particular.
En consecuencia, nos
circunscribiremos a continuación a meditar sobre la posición en la que nos
encontramos como cristianos y el modo en que de acuerdo a ella seremos juzgados
al final de nuestros días.
a) ¿Qué nos exigirá Dios para absolvernos?
La circunstancia de haber nacido
en sociedades en las que el cristianismo está ampliamente difundido -existen
disponibles múltiples y accesibles ofertas de evangelización- y el hecho de
encontrarnos meditando sobre los “caminos de salvación”, son signos de que muy
probablemente se nos incluirá en el grupo de personas que deberán rendir
cuentas por la madurez de su fe y por las obras realizadas.
El hecho de haber recibido
importantes bendiciones en gracia y dones parece indicar que Dios nos ha puesto
la vara alta. Y, como sabemos, a mayores medios disponibles más diligencia
deberemos tener para que estos no se desaprovechen por nuestra culpa.
Si recibimos más se nos exigirá
más y eso se traducirá en un mayor rigor en el juzgamiento al que seremos
sometidos, sin que por ello quedemos excluidos de la misericordia de nuestro
Padre.
Sostuvimos previamente que “muy
probablemente” seremos juzgados por la madurez de nuestra fe y las obras que
hayamos realizado. ¿Podemos avanzar en nuestro análisis y afirmar que hay
certeza de que esto será así? No. Se trata de un razonamiento humano y, por lo
tanto, falible. Dios es el único que sabe las posibilidades que verdaderamente
nos da con los medios que pone a nuestro alcance y las dificultades que permite
que nos afecten en el curso de nuestras vidas y, en base a ello, resolverá con
justicia divina.
Entonces debemos conformarnos con
asumir que, en virtud de la situación en la que aparentemente nos encontramos, hay
una alta probabilidad de que seamos juzgados por la madurez de nuestra fe y por
las acciones y omisiones de las que debamos hacernos cargo. Y que, de manera
excepcional, podremos eventualmente ser juzgados sólo por nuestra fe; si el
Altísimo así lo determinara procedente en el marco de Su Criterio Infalible y Su
Justicia Absoluta.
Por lo tanto consideramos que es
de toda prudencia que nos manejemos con un criterio conservador y nos ubiquemos
en la categoría más exigente entre las posibles, a fin de llegar a nuestro
juicio particular en las mejores condiciones que podamos.
b) ¿Qué debemos entender por “Obras”?
El significado del vocablo
“Obras” debe ser interpretado como una sucesión de hechos relacionados y
encaminados a nuestra salvación.
Las “Obras” que contribuyen a que
logremos ser salvo están vinculadas con: Un modo de vida enfocado a dar Gloria
al Señor, el abandono a Su voluntad, el convencimiento de que actuamos en
presencia de Dios, el hacerlo con temor de Dios, la exteriorización objetiva de
nuestro amor a la Santísima Trinidad y a nuestros prójimos, el cumplimiento de
las leyes morales y el desarrollo de las virtudes cristianas, el llevar una
vida de oración y una firme decisión de
transitar el camino de retorno al Padre.
De modo que las obras no son solo
hechos buenos o malos considerados aisladamente, sino que en su conjunto deben conformar
un proceso eficiente para conservar e incrementar nuestra santidad y contribuir
a la restauración de nuestra naturaleza dañada por el pecado original.
Al final de nuestra vida,
deberemos presentarnos ante Dios vueltos a su imagen y semejanza, tal como Él
nos creó. Y la dificultad de esta empresa está inequívocamente anticipada en la
propia advertencia bíblica ya mencionada: “Pocos entrarán en el “Reino de los
Cielos” (Mateo 7:13)
VIII) EPÍLOGO.
En síntesis:
La providencia nos permitió ser
cristianos, comprender el drama que ha significado la caída original para las criaturas,
entender la inclinación al mal resultante de ella (Concupiscencia) y el modo en
que ésta afecta al ser humano desde ese entonces hasta la actualidad.
Asumimos que en un comienzo el
espíritu del hombre tenía la facultad de unirse a Dios y gobernar al alma, que
era su sierva sumisa y, por intermedio de ésta, dirigir al cuerpo.
Creemos que ese era el diseño con
el que Dios creó al hombre y a la mujer. Y que como consecuencia del primer
pecado cometido por Adán y Eva sobrevino la muerte espiritual de toda la
humanidad, quedando privado el ser humano del trato con su Creador y sometido
al sufrimiento y la muerte física.
Sin embargo, creemos también que
el inmenso Amor de Dios nos dio otra oportunidad a través del sacrificio en la
Cruz de su Hijo Unigénito, por medio del cual redimió a toda la humanidad.
A partir de esos maravillosos
gestos de Amor y Misericordia por parte del Padre y de Obediencia y
Auto-negación por parte del Hijo, el ser humano tiene la posibilidad de
reconstruir su naturaleza dañada con la guía del Espíritu Santo.
Por decisión inescrutable del
Altísimo estamos entre los elegidos que conocemos la labor que debemos ejecutar
-al amparo de la Gracia y los Dones recibidos- para retornar nuestra naturaleza
dañada a su estado inicial.
Somos conscientes que el Padre
nos Justifica, nos Regenera y nos Santifica y que nosotros, con las
herramientas que Él nos provee, debemos trabajar arduamente para crecer en
santidad hasta divinizar nuestro ser; con la esperanza de que al final de
nuestros días habremos de ser merecedores de ingresar en el reino de los
cielos.
¿Estamos seguros que es posible
divinizar nuestro ser? Sí.
¿Por qué? Por fe y por la
palmaria demostración que recibimos al tratar con personas que han llegado a
ese objetivo.
Al relacionarnos con un hombre
divinizado notaremos que su entendimiento de los sucesos que nos rodean y la
comprensión de la vida misma son completamente distintos a los de un hombre
común.
Advertiremos que tiene niveles de
virtud inmensamente más elevados que los de una persona carnal.
Esto nos lleva a alertar sobre
dos asuntos:
El primero es que deberemos estar
atentos para no desperdiciar la oportunidad de interrelacionarnos con un hombre
divinizado, ya que al verlo distinto a nosotros sentiremos un primer impulso orientado
a rechazarlo, en lugar de reconocer sus enormes méritos y tratar de aprender de
él y alcanzar nuestra propia divinización. (Divinización que como ya dijimos
sólo es posible con la gracia y los dones dados por Dios y el esfuerzo puesto
de nuestra parte)
El segundo es que debemos ser
cuidadosos para evitar ser engañados por verdaderos profesionales de la
simulación. Muchos sujetos viven de fingirse santos bajo el disfraz que les
provee su conocimiento teórico (más o menos profundo, según los casos) y/o la
posición que ocupan.
El hombre divinizado habla como
un santo, pero, sobre todo, actúa como un santo. Sin vida de santidad no hay
hombre divinizado, ya que la divinización no es otra cosa que la cumbre de la
santidad.
Pocos son los hombres divinizados
y están dispersos entre las distintas actividades y condiciones, por lo que hay
que estar sumamente atentos para saber encontrarlos dentro de los ámbitos en
que cada uno se desenvuelve.
Por nuestra parte, como
verdaderos profesos cristianos, sabemos de dónde venimos, a dónde vamos y qué
debemos hacer para arribar al destino buscado. Pues, entonces, no seamos
ingratos frente a semejantes regalos recibidos del Altísimo. Aprovechemos las
oportunidades que Dios no da y recordemos que deberemos responder por todos y
cada uno de los medios que Él ha puesto a nuestra disposición para que nos
integremos exitosamente al plan divino.
El hecho que Dios nos haya hecho
partícipes del sistema espiritual y moral más evolucionado de los que se
conocen hasta el momento, permitiéndonos acceder al nivel más alto de unión con
Él, implica pagar un precio en Fe, Esperanza, Amor y Virtud. Y nadie que quiera transponer
las puertas de la Ciudad Celestial podrá eximirse de oblar el mismo mediante la
divinización de su ser.
Como cierre de este trabajo incorporamos
una hermosa oración[10]
al Dios Trino implorando por nuestra salvación.
Oh Verbo de Dios,
Hijo Unigénito que eres inmortal,
Te dignaste para
nuestra salvación, encarnarte de la
Santa Madre de Dios y
siempre Virgen María, y Te
hiciste hombre sin
alteración y fuiste crucificado, oh
Cristo nuestro Dios y
triunfaste de la muerte, por la
muerte. Tú que eres
uno de la Santa Trinidad,
glorificado con el
Padre y el Espíritu Santo, sálvanos.
Queridos Hermanos, hemos así
llegado al final de nuestra tarea. Sólo nos queda despedirnos implorando a la
Santísima Trinidad para que nos de las fuerzas necesarias para cargar nuestra
cruz y perseverar en la fe y en las obras que nos permitan restaurar nuestras
naturalezas dañadas y llegar al destino de felicidad eterna que Dios pone al
alcance de todos los seres humanos.
Dr.
Alejandro Oscar De Salvo.
Abogado -
Coach Directivo.
Fuente original: Revista Aguas Vivas Nº 38 (Marzo - Abril 2006).
[2]
El contenido ha sido tomado de la página Web http://obrerofiel.s3.amazonaws.com/vida%20cristiana/pdf/La%20doctrina%20de%20la%20justificacion.pdf
[3]
Este ensayo autoría de Philip Goyret fue tomado de la página Web del Opus Dei.
http://www.opusdei.org/es/article/tema-18-el-bautismo-y-la-confirmacion/
[4]
El contenido de este ensayo fue tomado del blog
“Todo sobre Dios. La doctrina cristiana presentada claramente.” http://www.allaboutgod.com/spanish/doctrina-cristiana.htm
[5]
Comisión Centros Cristianos. Se autoriza la reproducción mencionando la fuente.
http://200.67.183.219/calacoaya/editoria/varonrestaurado.html
[6]
Este artículo ha sido extraído de la página web: http://www.elcristianismoprimitivo.com/doct30.htm
No figura en la fuente el autor del mismo.
[7]Doctrina
de la Salvación. Blog del pastor Luis E. Llanes.
http://doctrinadelasalvacion.blogspot.com.ar/search/label/5.%20La%20Santificaci%C3%B3n
[8]
El contenido de este ensayo ha sido extraído de la página Web: http://www.christianuniversalist.org/espanol/articulos/divinizacion.html
[9]
El contenido ha sido publicado por la Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa de
Antioquía, Arquidiócesis de México, Venezuela, Centroamérica y el Caribe en su
página Web: http://www.iglesiaortodoxa.org.mx/informacion/?p=9883
[10]
Contenido publicado por la Iglesia Ortodoxa de la Santa Transfiguración,
Guatemala. https://www.facebook.com/iglesiaortodoxadelasantatransfiguracion/photos/a.501556839901854.1073741826.450121751712030/633651160025754/?type=1&fref=nf