BLOG EDITADO POR ALEJANDRO OSCAR DE SALVO

lunes, 1 de diciembre de 2014

LA RESTAURACIÓN DE LA NATURALEZA HUMANA COMO CAMINO DE SALVACIÓN: JUSTIFICACIÓN, REGENERACIÓN, SANTIFICACIÓN Y DIVINIZACIÓN.




LA RESTAURACIÓN DE LA NATURALEZA HUMANA COMO CAMINO DE SALVACIÓN: JUSTIFICACIÓN, REGENERACIÓN, SANTIFICACIÓN Y DIVINIZACIÓN.

TEMARIO.

I) PRELIMINAR.

II) MARCO GENERAL.

III) JUSTIFICACIÓN.

IV) REGENERACIÓN.

V) SANTIFICACIÓN.

VI) DIVINIZACIÓN.

VII) SALVACIÓN.

VIII) EPÍLOGO.




LA RESTAURACIÓN DE LA NATURALEZA HUMANA COMO CAMINO DE SALVACIÓN: JUSTIFICACIÓN, REGENERACIÓN, SANTIFICACIÓN Y DIVINIZACIÓN.


I) PRELIMINAR.

Ningún ser humano debería pasar por este mundo sin comprender: ¿De dónde viene? y ¿A dónde va? Y, por ende, reflexionar profundamente sobre ¿Qué debe hacer para llegar al destino final que anhela? Para luego ocuparse con seriedad y sin pérdidas de tiempo de aquellos asuntos que deben estar cumplidos al momento de concluir su vida terrenal.

Los cristianos tenemos resueltas las dos primeras cuestiones: Aceptamos por fe, de acuerdo con la verdad revelada, que fuimos creados por Dios y que la inmortalidad del alma nos llevará a la eternidad, con dos posibilidades: Felicidad absoluta  en la Casa de Dios (Paraíso) o angustia permanente en la morada del diablo (Infierno).

A partir de esas alternativas es obvio que la labor trascendente e irrenunciable que tenemos por delante en nuestro tiempo terreno es hacer lo necesario para alcanzar la salvación de nuestra alma y lograr lo que se suele llamar “Visión Beatífica”; es decir, llegar a estar “cara a cara” con Dios y compartir la eternidad con Él, fuente de la única felicidad posible y verdadera.

En pocos párrafos tenemos resueltos los tres interrogantes más difíciles de la existencia humana y, sin embargo, esto no nos permite relajarnos. Somos conscientes de la complejidad de la tarea que tenemos por delante.

Dios nos ayuda con la gracia y los dones que nos regala (sin mérito alguno de nuestra parte) pero también nos prueba a fondo al poner en juego nuestro libre albedrío y nuestra voluntad. Nos exige que nos neguemos a nosotros mismos y nos sometamos a Su voluntad.

En este post nos ocuparemos de las distintas etapas que comprenden el nacimiento y el desarrollo de nuestra espiritualidad (Justificación, Regeneración, Santificación y Divinización) y que en su conjunto tienen como objetivo ingresar al reino de los cielos. (Salvación)




II) MARCO GENERAL.

Previo a abordar dicha temática de manera específica en cada una de sus instancias, utilizaremos como marco general un excelente ensayo de Rodrigo Abarca[1]. En el mismo, el autor describe con singular claridad y belleza las figuras del hombre original, del hombre caído y del hombre restaurado.


EL HOMBRE SEGÚN DIOS
Rodrigo Abarca

La vida cristiana sólo puede ser vivida en el Espíritu. Ella no es el resultado del esfuerzo ni de la actividad estéril de la carne. Esta es una lección fundamental que cada hijo de Dios necesita aprender. En los capítulos 5 al 8 de Romanos encontramos algunas claves para aprender a andar en el Espíritu.

El hombre original.

El apóstol Pablo nos enseña a partir de Romanos capítulo 5, que el problema fundamental de cada hombre se halla en la fuente o raíz desde donde se nutre su vida. Previamente nos ha mostrado cómo nuestros pecados nos separaban de Dios, su propósito y su gloria. Y cómo, a continuación, Cristo ha provisto una perfecta obra de reparación, que nos permite reconciliarnos con Dios y ser declarados justos ante sus ojos por medio de la fe en su sangre. Sin embargo, aunque justificados por la fe tenemos paz con Dios, el principal obstáculo para una vida santa continúa actuando aún en nosotros, y necesita ser tratado y removido.

Esto explica el porqué tantos creyentes que han conocido la salvación y el perdón de sus pecados, no consiguen, no obstante, vivir vidas santas y libres del poder del pecado. Una y otra vez, aunque se esfuerzan por vencer los pecados que aparecen recurrentemente en su vida, fracasan y acaban en la confusión y el desaliento. ¿Cómo se explica este fracaso? Para encontrar la respuesta necesitamos comprender, con la ayuda indispensable del Espíritu de Verdad, cómo Dios diseñó originalmente la naturaleza humana, y cómo esta puede y debe ser restaurada al original divino, antes de poder vivir de acuerdo con el carácter y la santidad de Dios. Precisamente acerca de esto nos habla Romanos 5 al 8.

Dios creó al hombre con el propósito de que éste llevase su imagen en el mundo creado; es decir, para que fuese la expresión de su carácter y de su gloria. Sin embargo, ¿Cómo puede el hombre, una criatura tomada del polvo de la tierra, llevar y expresar la imagen de su Creador? Pues ni aún los ángeles, tanto mayores en fuerza y potencia, fueron creados para un designio tan alto. La respuesta se encuentra en la misma creación del hombre. Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». Las dos palabras resaltadas en la frase anterior, aunque puedan parecer una figura redundante de la poesía hebrea, conllevan, en realidad, un importante significado.

La imagen hace referencia al ya mencionado propósito divino de que el hombre exprese su carácter y su gloria en el universo creado. La semejanza, por otro lado, es la clave fundamental para el logro de dicho propósito. Pues Dios posee una naturaleza y una vida por completo distinta a la de cualquier criatura, aun la de los poderosos arcángeles y los llameantes serafines (en realidad, la naturaleza divina se eleva a una distancia infinita por encima de la naturaleza creada). Dios, nos dice la Escritura, es Espíritu (Jn. 4:24). Esta es su naturaleza esencial. Por ello, para poder poseer su imagen, el hombre necesitaba, en primer lugar, una naturaleza semejante a la que Dios posee, capaz de recibir, contener y expresar su vida divina.

Por ello, cuando Dios moldeó al hombre del polvo de la tierra, la Escritura nos sugiere que lo hizo tal como un alfarero moldea una vasija de arcilla, pues el nombre Adán (del hebreo adama), procede de una raíz semántica que significa barro rojo (vgr. greda o arcilla). Una vasija tiene por propósito contener algo dentro de sí. Es decir, la mayor parte de ella es un gran vacío interior, cuyo único fin es el ser llenado. En este sentido, la Biblia nos dice que Dios sopló en el hombre aliento de vida, y que fue el hombre un ser viviente (un alma viviente). Pero, en ese instante, cuando el aliento de Dios entró en el hombre tomado de la arcilla de la tierra, plasmó en lo más íntimo de él una cámara secreta que tiene la «forma de su aliento», es decir, su semejanza.

Tal vez, un ejemplo nos ayude a entender mejor lo recién afirmado: Una vez vi a un hombre haciendo botellas de manera artesanal. Con un tubo largo de cobre extraía una pequeña gota de vidrio líquido desde un horno ardiente, pegado a uno de sus extremos. Luego, soplaba por el otro extremo y el vidrio comenzaba a inflarse maravillosamente, igual como si fuera un globo. Entonces aquel hombre, sin dejar de soplar, daba rápida y hábilmente forma a una botella, girando el tubo con velocidad. Finalmente, en unos pocos minutos, la botella estaba terminada. Se podía decir que, literalmente, el aliento de ese hombre había dejado su forma en la botella.

Del mismo modo, el aliento de Dios plasmó su semejanza en el interior del hombre, cuando entró en él para crear su alma. Entonces, el hombre no sólo tuvo un cuerpo tomado de la tierra, un alma creada por el soplo de Dios (como el exterior de la botella), sino también la forma interior del aliento de Dios (el interior de la botella), semejante en naturaleza al mismo Dios. Es decir, un espíritu. Luego, el hombre fue creado como un ser tripartito, formado por un espíritu, un alma y un cuerpo. Pero el espíritu fue concebido para ser la parte más elevada y rectora del hombre, pues tiene la capacidad de recibir la vida divina dentro de sí y participar así de su naturaleza increada. El espíritu podía ser engendrado por Dios, al recibir dentro de sí la simiente divina, contenida en el árbol de la vida. De ese modo, el hombre habría sido elevado a participar de una vida de unión y comunión con Dios en espíritu.

Pero este era el primer paso requerido. Recordemos que, en lo principal, la Escritura nos dice que el primer Adán fue hecho un alma viviente (1 Co. 15:45a). Y que lo animal (lo que pertenece al alma) es primero, y luego lo espiritual. Por ello, el postrer Adán, que es Cristo, es espíritu vivificante (1 Co. 15:45b), mostrando cuál es la meta final de Dios. Esto implica que el alma fue creada para servir al propósito divino. Ella es el asiento de lo propiamente humano, vale decir, de nuestra identidad y personalidad. En ella están la voluntad, la mente y las emociones. Ella era, en unión con el cuerpo, la vasija destinada a expresar la vida y la naturaleza divinas alojadas en el espíritu. Por ello fue creada con una voluntad libre y distinta de la voluntad divina. Pues el propósito de Dios es que el hombre se rinda voluntariamente a la operación de la vida divina, entregando su voluntad a la voluntad del Espíritu, su mente a la mente del Espíritu, y sus emociones a los sentimientos del Espíritu. Este habría de ser un proceso gradual y progresivo de una cada vez más libre y profunda capitulación del alma a la operación de la vida del Espíritu en el espíritu humano. Entonces el hombre llegaría a ser un espíritu vivificante (tras comenzar siendo un alma viviente en su primer estado, con un espíritu aún no desarrollado).

El alma fue creada para ser una sierva sumisa y voluntaria del espíritu, quien a su vez tenía la capacidad de unirse a Dios y comunicar su vida, dirección, poder, carácter y autoridad hacia el alma y, por medio de ésta, al cuerpo. Este era el diseño original de Dios para el hombre.

El hombre caído.

Pero Adán pecó y cayó. Y la primera consecuencia de su caída fue la muerte de su espíritu. Este hecho trajo consigo la pérdida de su capacidad para participar de la naturaleza divina, como también de contener su vida y expresarla. Adán se volvió incapaz de llevar la imagen de Dios; por eso, Dios ocultó el árbol de la vida y cerró el camino para Adán y toda su descendencia. En realidad, el hombre lleva dentro de sí la imposibilidad de alcanzar la vida, pues su espíritu está muerto para Dios. El alma, por sí misma, es incapaz de unirse a Dios y tener comunión con él.

Sin embargo, no sólo el espíritu murió cuando Adán pecó y cayó. A su vez, el alma fue envilecida y envenenada. El pecado entró en la naturaleza humana y tomó posesión de ella, deformándola y alterándola por completo. En lugar de servir a los deseos del espíritu, el alma se convirtió en esclava de los deseos del cuerpo, y el hombre se volvió una criatura carnal.

También el cuerpo fue afectado, pues se volvió un cuerpo mortal, lleno de apetitos desordenados que el alma es incapaz de gobernar y someter. Este estado o condición es lo que la Escritura llama la carne, el cuerpo pecaminoso carnal, el viejo hombre, etc. El pecado que somete al alma humana, está anclado en su voluntad y deseo de existir y vivir con independencia de Dios. Por consiguiente, en su plan de recobrar al hombre para su voluntad y propósito originales, Dios debió hacer una maravillosa obra de restauración en Cristo, que repara todos y cada uno de los efectos del pecado y la caída.

El hombre restaurado.

En primer lugar, Dios removió nuestros pecados por medio de la sangre de Cristo, quitando nuestra culpa y las causas de nuestra muerte y separación; pues la muerte es el justo castigo por nuestros pecados. Pero Cristo llevó nuestros pecados sobre la cruz, sufrió el justo castigo por ellos, y presentó su sangre ante el Padre como prueba de su sacrificio perfecto a nuestro favor. Por ello, la sangre de Cristo ha hecho expiación eterna por todos nuestros pecados, desde el primero que Adán cometió y precipitó la tragedia, hasta el último de ellos. Luego, por su sangre preciosa, el camino al Padre y su voluntad fue abierto nuevamente, pues él hizo posible nuestra eterna reconciliación con Dios.

Sin embargo, quedaba aún por resolver el problema del pecado y su efecto sobre el alma humana. ¿Cómo deshacer su obstinación, independencia y sometimiento a los deseos de la carne? La respuesta de la Escritura es: sólo por medio de la muerte, pues, «el alma que pecare, esa morirá». El pecador no puede ser perdonado como tal, es decir, en cuanto a su permanente y persistente estado pecaminoso, con su alma humana en desorden, independencia y rebeldía contra Dios. Sólo los pecados que comete pueden ser perdonados. Pues, aunque se pudiera perdonar los crímenes cometidos por un asesino, ¿Se podría perdonar su naturaleza asesina como tal, mientras ésta siga allí con sus deseos de matar? Lo mismo ocurre con el hombre pecador, cuya naturaleza caída persiste en sus deseos de pecar.

Por ello, el hombre pecador debía ser tratado de otra manera, la única posible: debía morir; pues el instrumento del pecado en el hombre –su naturaleza pecaminosa– debía ser quitado de en medio. Y esto sólo era posible por medio de la muerte. Y aquí, una vez más, Cristo vino en nuestro socorro, pues él murió la muerte que todos debíamos morir, para ser libres del pecado. En Romanos 6 se nos dice que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado (su instrumento) fuera destruido, y así no sirviéramos más al pecado como sus esclavos. Entonces, la muerte de Cristo fue una muerte ‘todoinclusiva’: la muerte de todos nosotros, los pecadores. La muerte era en principio, nuestra única salida. Pero ello suponía nuestro fin, pues nuestra alma estaba vendida irremediablemente al pecado. ¿Significaba entonces que debía ser destruida?

Sin embargo, gracias a Dios, la muerte de Cristo fue en realidad la muerte de todos los pecadores. Él sufrió la muerte que todos debíamos sufrir y todos nosotros morimos en él. Luego, al aceptar la muerte de Cristo como nuestra muerte, el alma es libertada de la esclavitud del pecado a fin de vivir para Dios. He aquí el poder de la cruz y de la muerte de Cristo. En lo que a Dios respecta, ésta es una obra consumada. Ya fuimos crucificados, muertos y sepultados juntamente con Cristo. ¿Cuándo? El día en que Cristo fue crucificado, muerto y sepultado por todos nosotros. Allí acabó, en lo que a Dios respecta, nuestra carrera de pecadores al servicio del pecado. Lo que resta ahora es que nosotros, por medio de la fe, nos apropiemos de su muerte, considerándola nuestra propia muerte, para, cada día de nuestras vidas, presentarnos voluntariamente a Dios con el propósito de vivir para él. Entonces, la muerte de Cristo opera en nosotros para librarnos del poder del pecado. No obstante, si hemos muerto juntamente con Cristo, ¿con qué vida nos presentaremos y viviremos ahora para Dios?

La respuesta a esta última pregunta nos introduce en un tercer aspecto de la obra de restauración hecha por Dios en Cristo a nuestro favor. En Romanos capítulo 7 se nos muestra que la vieja vida del alma es incapaz de vivir para Dios. Y es precisamente en este punto donde comienza nuestro largo camino de aprendizaje como discípulos de Cristo, para ser efectivamente conformados a imagen de Dios. Él no sólo ha puesto fin a nuestra vieja vida: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo...» (Note el tiempo presente y continuo de los verbos). Vale decir que yo (mi alma, con su voluntad, mente y emociones), dejo de ser el motor fundamental de mí ser al aceptar la muerte de Cristo como mi muerte de manera continua. Sino que, además, ahora «Cristo vive en mí». Es decir, no significa que yo haya sido eliminado o destruido, sino que ahora vivo, pero no con mi propia vida, sino con la de Cristo que está en mí. Yo continúo existiendo, pero rendido y gobernado por Cristo y su vida.

He aquí la clave de la vida cristiana: Cristo viviendo su vida en mí. ¿Cómo? Por medio de su Espíritu. Pues Dios no solamente nos crucificó juntamente con Cristo, sino que también nos resucitó con él. Nuestra vieja vida pecaminosa quedó clavada con él en la cruz para siempre. Pero también, y en lugar de ella, su vida santa nos fue otorgada en virtud de su resurrección. Esa vida divina e indestructible, que en Cristo venció a la muerte para siempre, nos fue impartida cuando creímos en él. No sólo nuestros pecados fueron perdonados y nuestro viejo hombre crucificado, pues todo esto no fue sino el camino de preparación para que Dios pudiera renovar y vivificar nuestros espíritus muertos desde el principio. Al creer en Cristo, el Espíritu de Dios entró en nuestro espíritu con el poder de la resurrección de Cristo, y lo restauró para que ocupe su lugar y cumpla su función original.

Por consiguiente, el camino del discipulado no es otra cosa que el aprender a vivir por medio de Cristo a través de nuestro espíritu vivificado. Esto supone, al mismo tiempo, el que la obra de la cruz opere de una manera progresiva y cada vez más profunda en el alma, para librarla de su independencia, rebeldía e ignorancia en cuanto a los caminos de Dios. En la medida que nos vamos fortaleciendo en espíritu, vamos aprendiendo a ganar nuestras almas, es decir, a rendirlas al espíritu, y por medio de él, al Espíritu de Dios. También el alma, al someterse al espíritu gana para sí el poder de someter al cuerpo y sus deseos. De este modo, todo nuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, llega a estar santificado para Dios.

El espíritu posee un conjunto de sentidos nuevos y distintos a los del alma y del cuerpo. Aprender a conocerlos y usarlos es parte de nuestro aprendizaje. Estamos acostumbrados a vivir confiando en nuestra emociones, razonamientos y en los sentidos físicos de nuestro cuerpo. El deseo de Dios es que aprendamos a confiar y a depender –por medio de estos nuevos sentidos espirituales– del Espíritu Santo en todos los asuntos de nuestra vida. Para ello existen algunos ejercicios de vida práctica que debemos realizar constantemente, tales como leer Escritura, tener comunión con Dios en oración, y tener comunión con los hermanos en una vida de mutua dependencia en el Señor. De esta manera podremos crecer juntos para alcanzar la medida de la estatura de la plenitud de Cristo, la imagen de Dios.


III) JUSTIFICACIÓN.

El primer paso hacia la restauración de nuestra naturaleza dañada es la justificación.

Empezaremos por hacer un distingo esencial para el correcto abordaje de esta etapa de nuestra espiritualidad. El mismo consiste en separar el <concepto de Justificación> de la <forma en que se alcanza la justificación>, que es en dónde se produce la división de aguas entre católicos y protestantes.

El concepto de justificación lo presentaremos mediante un interesante trabajo realizado desde un enfoque Paulino y luego incorporaremos dos artículos provenientes de sectores católicos y protestantes, de cuyo contraste surgen las diferencias aludidas entre ambas tradiciones cristianas.


FRAGMENTO DE LA DOCTRINA DE LA JUSTIFICACION[2]
Dra. Marysol C. Romero.

…En pocas palabras, “contar como justo”. No significa en ningún modo hacer al hombre justo, sino por lo contrario, somos justos porque Dios nos imputa la justicia de Jesucristo.

El vocablo justificación es sinónimo de validar, absolver, vindicar y rectificar.

Pablo explica la justificación como un proceso judicial. Ilustra de esta forma que el hombre es culpable, pero el juez lo declara libre por el pago hecho por el redentor a su favor.

Podemos definir dicho hecho como una acción:

a) Declarativa– Dios declara al pecador libre de culpa y de las consecuencias del pecado. (Ro 4:6-8; 5:18-19; 8:33-34; 2 Co 5:19-21)

La justificación implica una remisión del castigo eterno para el creyente.

b) Judicial – Cristo cumplió la ley a favor del pecador. (Mt 10:41; Ro 3:26; 8:3; 2 Co 5:21; Gá 3:13, 1Ti 1:9; 1 P 3:18)

La base sobre la cual depende la justificación es la obra redentora en la: muerte de Cristo. La justicia de Cristo es la única base por la cual Dios puede justificar al pecador. (Ro 3:24; 5:19; 8:1; 10:4; 1 Co 1:8; 6:11; Fil 3:9; Ti 3:7).

c) Remisiva irreversible – Dios perdona los pecados por la perfecta justicia de Cristo. (Ro 4:5; 6:7).

La justicia de Cristo es imputada, impartida al creyente justificado por medio de la presencia de Cristo.

La salvación en Cristo imparte al creyente la calidad y el carácter de la justicia de Cristo (Ro 3:22-26; Fil 3:9). Cristo llega a ser el justificador por medio del cual una nueva vida es inaugurada en el creyente (1 Co 1:30).

d) Restaurativa exclusiva – El pecador alcanza el agrado de Dios y la comunión con Dios es restablecida por el sacrificio de Cristo. (Ro 5:11; 1 Co 1:30; Gá 3:6).

La justificación no es una mera absolución o remisión. Esto dejaría al pecador en la misma condición de un criminal puesto en libertad.

Cuando Dios justifica, trata al pecador como si él nunca hubiera pecado. No hay sólo absolución sino también aprobación, y no sólo perdón, sino también promoción.

e) Final de Dios – Dios al justificarnos nos une al pueblo de Dios. Nos hace sus hijos y herederos. (Ro 8:30-34; Ro 5:9-10).

La justificación es la declaración misma de la membresía del pueblo de Dios, no permitiendo diferencias entre judío o griego. Escatológicamente hablando, el creyente es declarado anticipadamente libre de la ira de Dios y a cuentas con Dios. Se establece una nueva condición legal ante Dios.

Cristo toma el lugar de maldición del pecador y el creyente es ahora hecho un hijo de Dios (Gá 3:13,4:5; 2 Co 5:21; Ro 3:25).

La causa instrumental de justificación es la fe, mientras que la base definitiva de la justificación es la obra de Cristo; completa, acabada y adecuada.

Sacrificio expiatorio para bien del pecador obtuvo él en su obra redentora en la cruz. La justificación y la fe son inseparables, ya sea para hablar de Dios como hacedor o como marca de la gente de Dios. Podemos diferenciar brevemente la justificación de la gracia.


EL BAUTISMO Y LA CONFIRMACIÓN[3]
Philip Goyret


El bautismo otorga al cristiano la justificación. Con la confirmación se completa el patrimonio bautismal con los dones sobrenaturales de la madurez cristiana.

Bautismo 1. Fundamentos bíblicos e institución.

De entre las numerosas prefiguraciones veterotestamentarias del bautismo, se destacan el diluvio universal, la travesía del mar Rojo, y la circuncisión, por encontrarse explícitamente mencionadas en el Nuevo Testamento aludiendo a este sacramento (cfr. 1 P 3,20-21; 1 Co 10,1; Col 2,11-12). Con el Bautista el rito del agua, aun sin eficacia salvadora, se une a la preparación doctrinal, a la conversión y al deseo de la gracia, pilares del futuro catecumenado.

Jesús es bautizado en las aguas del Jordán al inicio de su ministerio público (cfr. Mt 3,13-17), no por necesidad, sino por solidaridad redentora. En esa ocasión, queda definitivamente indicada el agua como elemento material del signo sacramental. Se abren además los cielos, desciende el Espíritu en forma de paloma y la voz de Dios Padre confirma la filiación divina de Cristo: acontecimientos que revelan en la Cabeza de la futura Iglesia lo que se realizará luego sacramentalmente en sus miembros.

Más adelante tiene lugar el encuentro con Nicodemo, durante el cual Jesús afirma el vínculo pneumatológico que existe entre el agua bautismal y la salvación, de donde sigue su necesidad: «el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5).

El misterio pascual confiere al bautismo su valor salvífico; Jesús, en efecto, «había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un "Bautismo" con que debía ser bautizado (Mc 10,38; cfr. Lc 12,50). La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado (cfr. Jn 19,34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva» (Catecismo, 1225).

Antes de subir a los cielos, el Señor dice a los apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20). Este mandato es fielmente seguido a partir de Pentecostés y señala el objetivo primario de la evangelización, que sigue siendo actual.

Comentando estos textos, dice Santo Tomás de Aquino que la institución del bautismo fue múltiple: respecto a la materia, en el bautismo de Cristo; su necesidad fue afirmada en Jn 3,5; su uso comenzó cuando Jesús envió a sus discípulos a predicar y bautizar; su eficacia proviene de la pasión; su difusión fue impuesta en Mt 28, 19[1].

2. La justificación y los efectos del bautismo.

Leemos en Rm 6,3-4: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva». El bautismo, que reproduce en el fiel el paso de Jesucristo por la tierra y su acción salvadora, otorga al cristiano la justificación. Esto mismo apunta Col 2,12: «Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos». Se añade ahora la incidencia de la fe, con la cual, junto al rito del agua, nos «revestimos de Cristo», como confirma Ga 3,26-27: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo».

Esta realidad de justificación por el bautismo se traduce en efectos concretos en el alma del cristiano, que la teología presenta como efectos sanantes y elevantes. Los primeros se refieren al perdón de los pecados, como pone en relieve la predicación petrina: «Pedro les contestó: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Esto incluye el pecado original y, en los adultos, todos los pecados personales. Se remite también la totalidad de la pena temporal y eterna. Permanecen sin embargo en el bautizado «ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o "fomes peccati"» (Catecismo, 1264).

El aspecto elevante consiste en la efusión del Espíritu Santo; en efecto, «en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados» (1 Co 12,13). Porque se trata del mismo «Espíritu de Cristo» (Rm 8,9), recibimos «un espíritu de hijos adoptivos» (Rm 8,15), como hijos en el Hijo. Dios confiere al bautizado la gracia santificante, las virtudes teologales y morales y los dones del Espíritu Santo.

Junto a esta realidad de gracia «el bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (character) de su pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al bautismo dar frutos de salvación» (Catecismo, 1272).

Como fuimos bautizados en un solo Espíritu «para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12,13), la incorporación a Cristo es contemporáneamente incorporación a la Iglesia, y en ella quedamos vinculados con todos los cristianos, también con aquellos que no están en comunión plena con la Iglesia Católica.

Recordemos, finalmente, que los bautizados son «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9): participan, pues, del sacerdocio común de los fieles, quedando «”obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia” (LG 11) y a participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios» (Catecismo, 1270).

3. Necesidad.

La catequesis neotestamentaria afirma categóricamente de Cristo que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos». Y puesto que ser «bautizados en Cristo» equivale a ser «revestido de Cristo» (Gal 3,27), deben entenderse en toda su fuerza aquellas palabras de Jesús según las cuales «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16,16). De aquí deriva la fe da la Iglesia sobre la necesidad del bautismo para la salvación.

Corresponde entender esto último según la cuidadosa formulación del magisterio: «El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento (cfr. Mc 16,16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer "renacer del agua y del espíritu" a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación al sacramento del Bautismo, pero su intervención salvífica no queda reducida a los sacramentos» (Catecismo, 1257).

Existen, en efecto, situaciones especiales en las cuales los frutos principales del bautismo pueden adquirirse sin la mediación sacramental. Más justamente porque no hay signo sacramental, no existe certeza de la gracia conferida. Lo que la tradición eclesial ha llamado bautismo de sangre y bautismo de deseo no son «actos recibidos», sino un conjunto de circunstancias que concurren en un sujeto, determinando las condiciones para que pueda hablarse de salvación. Se entiende así «la firme convicción de que quienes padecen la muerte por razón de la fe, sin haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo y por Cristo» (Catecismo, 1258). En modo análogo, la Iglesia afirma que «todo hombre que, ignorando el evangelio de Cristo y su Iglesia, busca la verdad y hace la voluntad de Dios según él la conoce, puede ser salvado. Se puede suponer que semejantes personas habrían deseado explícitamente el Bautismo si hubiesen conocido su necesidad» (Catecismo, 1260).

Las situaciones de bautismo de sangre y de deseo no incluyen la de los niños muertos sin bautismo. A ellos «la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos»; pero es justamente la fe en la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1 Tm 2,4), lo que nos permite confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo (cfr. Catecismo, 1261).

4. Celebración litúrgica.

Los «ritos de acogida» intentan discernir debidamente la voluntad de los candidatos, o de sus padres, de recibir el sacramento y de asumir sus consecuencias. Siguen las lecturas bíblicas, que ilustran el misterio bautismal, y son comentadas en la homilía. Se invoca luego la intercesión de los santos, en cuya comunión el candidato será integrado; con la oración de exorcismo y la unción con el óleo de catecúmenos se significa la protección divina contra las insidias del maligno. A continuación se bendice el agua con fórmulas de alto contenido catequético, que dan forma litúrgica al nexo agua-Espíritu. La fe y la conversión se hacen presentes mediante la profesión trinitaria y la renuncia a Satanás y al pecado.

Se entra ahora en la fase sacramental del rito, «mediante el baño del agua en virtud de la palabra» (Ef 5,26). La ablución, sea por infusión que por emersión, se debe realizar en modo tal que el agua corra por la cabeza, significando así el verdadero lavado del alma. La materia válida del Sacramento es el agua tenida como tal según el común juicio de los hombres. Mientras el ministro derrama tres veces el agua sobre la cabeza del candidato, o la sumerge, pronuncia las palabras: «NN, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».

Los ritos posbautismales (o explicativos) ilustran el misterio realizado. Se unge la cabeza del candidato (si no sigue inmediatamente la confirmación), para significar su participación en el sacerdocio común y evocar la futura crismación. Se entrega una vestidura blanca como exhortación a conservar la inocencia bautismal y como símbolo de la nueva vida conferida. La candela encendida en el cirio pascual simboliza la luz de Cristo, entregada para vivir como hijos de la luz. El rito del effeta, realizado en las orejas y en la boca del candidato, quiere significar la actitud de escucha y de proclamación de la palabra de Dios. Finalmente, la recitación del Padrenuestro ante el altar –en los adultos, dentro de la liturgia eucarística– pone de manifiesto la nueva condición de hijo de Dios.

5. Ministro y sujeto.

Ministro ordinario es el obispo y el presbítero y, en la Iglesia latina, también el diácono. En caso de necesidad, puede bautizar cualquier hombre o mujer, incluso no cristiano, con tal de que tenga la intención de realizar lo que la Iglesia cree cuando así actúa.

El bautismo está destinado a todos los hombres y mujeres que aun no lo hayan recibido. Las cualidades necesarias del candidato dependen de su condición de niño o adulto. Los primeros, que no han llegado aun al uso de razón, han de recibir el sacramento durante los primeros días de vida, apenas lo permita su salud y la de la madre: proceder de otro modo es, con expresión fuerte de San Josemaría, «un grave atentado contra la justicia y contra la caridad»[2]. En efecto, como puerta a la vida de la gracia, el bautismo es un evento absolutamente gratuito, para cuya validez basta que no sea rechazado; por otra parte, la fe del candidato, que es necesariamente fe eclesial, se hace presente en la fe de la Iglesia. Existen, sin embargo, determinados límites a la praxis del bautismo de los niños: es ilícita si falta el consenso de los padres, o no existe garantía suficiente de la futura educación en la fe católica. En vista de esto último se designan los padrinos, elegidos entre personas de vida ejemplar.

Los candidatos adultos se preparan a través del catecumenado, estructurado según las diversas praxis locales, con vista a recibir en la misma ceremonia también la confirmación y la primera Comunión. Durante este período se busca excitar el deseo de la gracia, lo que incluye la intención de recibir el sacramento, que es condición de validez. Ello va unido a la instrucción doctrinal, que progresivamente impartida busca suscitar en el candidato la virtud sobrenatural de la fe, y a la verdadera conversión del corazón, lo que puede pedir cambios radicales en la vida del candidato.

 Confirmación 1. Fundamentos bíblicos e históricos.

Las profecías sobre el Mesías habían anunciado que «reposará sobre él el espíritu de Yahvéh» (Is 11,2), y esto estaría unido a su elección como enviado: «He aquí a mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones» (Is 42,1). El texto profético es aún más explícito cuando es puesto en labios del Mesías: «El espíritu del Señor Yahvéh está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahvéh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado» (Is 61,1).

Algo similar se anuncia también para el entero pueblo de Dios; a sus miembros Dios dice: «infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos» (Ez 36,27); y en Jl 3,2 se acentúa la universalidad de esta difusión: «hasta en los siervos y las siervas derramaré mi espíritu en aquellos días».

En el misterio de la Encarnación se realiza la profecía mesiánica (cfr. Lc 1,35), confirmada, completada y públicamente manifestada en la unción del Jordán (cfr. Lc 3,21-22), cuando desciende sobre Cristo el Espíritu en forma de paloma y la voz del Padre actualiza la profecía de elección. El mismo Señor se presenta al comienzo de su ministerio como el ungido de Yahvéh en quien se cumplen las profecías (cfr. Lc 4,18-19), y se deja guiar por el Espíritu (cfr. Lc 4,1; 4,14; 10,21) hasta el mismo momento de su muerte (cfr. Hb 9,14).

Antes de ofrecer su vida por nosotros, Jesús promete el envío del Espíritu (cfr. Jn 14,16; 15,26; 16,13), como efectivamente sucede en Pentecostés (cfr. Hch 2,1-4), en referencia explícita a la profecía de Joel (cfr. Hch 2,17-18), dando así inicio a la misión universal de la Iglesia.

El mismo Espíritu derramado en Jerusalén sobre los apóstoles es por ellos comunicado a los bautizados mediante la imposición de las manos y la oración (cfr. Hch 8,14-17; 19,6); esta praxis llega a ser tan conocida en la Iglesia primitiva, que es atestiguada en la Carta a los Hebreos como parte de la «enseñanza elemental» y de «los temas fundamentales» (Hb 6,1-2). Este cuadro bíblico se completa con la tradición paulina y joánica que vincula los conceptos de «unción» y «sello» con el Espíritu infundido sobre los cristianos (cfr. 2 Co 1,21-22; Ef 1,13; 1 Jn 2,20.27). Esto último encontró expresión litúrgica ya en los más antiguos documentos, con la unción del candidato con óleo perfumado.

Estos mismos documentos atestiguan la unidad ritual primitiva de los tres sacramentos de iniciación, conferidos durante la celebración pascual presidida por el obispo en la catedral. Cuando el cristianismo se difunde fuera de las ciudades y el bautismo de los niños pasa a ser masivo, ya no es posible seguir la praxis primitiva. Mientras en occidente se reserva la confirmación al obispo, separándola del bautismo, en oriente se conserva la unidad de los sacramentos di iniciación, conferidos contemporáneamente al recién nacido por el presbítero. A ello se une en oriente una importancia creciente de la unción con el myron, que se extiende a diversas partes del cuerpo; en occidente la imposición de las manos pasa a ser una imposición general sobre todos los confirmandos, mientras que cada uno recibe la unción en la frente.

2. Significación litúrgica y efectos sacramentales.

El crisma, compuesto de aceite de oliva y bálsamo, es consagrado por el obispo o patriarca, y sólo por él, durante la misa crismal. La unción del confirmando con el santo crisma es signo de su consagración. «Por la Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda "el buen olor de Cristo" (cfr. 2 Co 2,15). Por medio de esta unción, el confirmando recibe "la marca", el sello del Espíritu Santo» (Catecismo, 1294-1295).

Esta unción es litúrgicamente precedida, cuando se realiza separadamente del bautismo, con la renovación de las promesas del bautismo y la profesión de fe de los confirmandos. «Así aparece claramente que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo» (Catecismo, 1298). Sigue a continuación, en la liturgia romana, la extensio manuum para todos los confirmandosdel obispo, mientras pronuncia una oración de alto contenido epiclético (es decir, de invocación y súplica). Se llega así al rito específicamente sacramental, que se realiza «por la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la mano, y con estas palabras: "Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo"». En las Iglesias orientales, la unción se hace sobre las partes más significativas del cuerpo, acompañando cada una por la fórmula: «Sello del don que es el Espíritu Santo» (Catecismo, 1300). El rito se concluye con el beso de paz, como manifestación de comunión eclesial con el obispo (cfr. Catecismo, 1301).

Así pues, la confirmación posee una unidad intrínseca con el bautismo, aunque no se exprese necesariamente en el mismo rito. Con ella el patrimonio bautismal del candidato se completa con los dones sobrenaturales característicos de la madurez cristiana. La Confirmación se confiere una única vez, pues «imprime en el alma una marca espiritual indeleble, el "carácter", que es el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza de lo alto para que sea su testigo» (Catecismo, 1304). Por ella, los cristianos reciben con particular abundancia los dones del Espíritu Santo, quedan más estrechamente vínculados a la Iglesia, «y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras»[3].

3. Ministro y sujeto.

En cuanto sucesores de los apóstoles, solo los obispos son «los ministros originarios de la confirmación»[4]. En el rito latino, el ministro ordinario es exclusivamente el obispo; un presbítero puede confirmar válidamente sólo en los casos previstos por la legislación general (bautismo de adultos, acogida en la comunión católica, equiparación episcopal, peligro de muerte), o cuando recibe la facultad específica, o cuando es asociado momentáneamente a estos efectos por el obispo. En las Iglesias orientales es ministro ordinario también el presbítero, el cual debe usar siempre el crisma consagrado por el patriarca u obispo.

Como sacramento de iniciación, la confirmación está destinada a todos los cristianos, no solo a algunos escogidos. En el rito latino es conferida una vez que el candidato ha llegado al uso de razón: la edad concreta depende de las praxis locales, las cuales deben respetar su carácter de iniciación. Se requiere la previa instrucción, una verdadera intención y el estado de gracia.


TODO SOBRE DIOS.
 DOCTRINA CRISTIANA PRESENTADA CLARAMENTE.[4]

Doctrina Cristiana: Una Explicación para el Buscador.

La Doctrina Cristiana puede parecerle intrincada y ritualista al buscador que ha experimentado las "tradiciones" de la "religión organizada." Algunas iglesias en realidad dificultan la clara presentación y comprensión de la doctrina cristiana. Para el buscador "de iglesia" o "sin iglesia," la única presentación válida del cristianismo es a través de la Santa Biblia.

Doctrina Cristiana: Lo Básico de las Escrituras.

La doctrina cristiana puede ser resumida de la siguiente manera: "Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna" (Juan 3:16).

Somos justificados delante de Dios cuando confiamos en Jesucristo para que quite nuestros pecados. Y todos podemos ser salvos de esta misma manera, sin importar quiénes somos o lo que hayamos hecho. Por cuanto todos hemos pecado; y no cumplimos con los gloriosos estándares de Dios. Aun así, ahora Dios, por su bondad llena de gracia, nos declara inocentes. Él ha hecho esto a través de Jesucristo, quien nos liberó al limpiarnos de nuestros pecados. Porque Dios envió a Jesús a sufrir el castigo por nuestros pecados y a soportar el enojo de Dios contra nosotros. Somos justificados delante de Dios cuando creemos que Jesús derramó su sangre, sacrificando su vida por nosotros (Romanos 3:22-25) y resucitando de entre los muertos tres días después.

Doctrina Cristiana: Justificación Mediante los Regalos de la Gracia y de la Fe.

Un popular pastor de doctrina cristiana se refiere a su congregación como a "Pecadores Anónimos." La justificación significa que Dios me acepta "tal como soy," porque Jesucristo vivió la vida perfecta que nosotros somos incapaces de vivir. Jesús murió en una cruz y pagó el castigo por nuestro pecado. Necesitamos ir al pie de la cruz, entregarle nuestras vidas a Dios y solicitar los méritos de la justicia de Cristo, para que a través de Él, podamos estar purificados delante del Padre Eterno, sin culpa delante de Él. Es el don de la fe. Es el tesoro reclamado por los creyentes en todas partes, que han puesto sus esperanzas, no en elevados ideales e intenciones nobles, sino en Jesucristo.

La mayoría de los buscadores "sin iglesia" han escuchado de los 10 Mandamientos. Estas piedras angulares legales del vivir recto fueron establecidas en el Antiguo Testamento y ratificadas en el Nuevo Testamento. El Cristianismo no anula estas leyes, sino en realidad las confirma mediante la fe y la gracia de Dios. La Ley nunca fue dada como un camino para ganar la salvación. En cambio, la Ley nos hace conscientes de nuestro pecado. Adicionalmente, sentimos la presión de la Ley; sabemos que es nuestro comportamiento lo que justifica la furia de un Dios santo y justo (Gálatas 3:10-13). Cristo nos liberó al poner la maldición del pecado sobre Sí mismo. Estando justificados por la fe, tenemos paz con Dios a través de nuestro Señor Jesucristo (Romanos 5:1).

Muchos de nosotros nos aferramos a nuestras propias formas de justificación con Dios tratando de cumplir la Ley (o nuestra propia versión de la Ley). Por varias razones, muchos de nosotros no estamos de acuerdo con la manera de Dios. Porque Cristo ha cumplido todo el propósito de la Ley. Todos lo que creen en Él están justificados con Dios (Romanos 10:3-4). Todos los esfuerzos humanos para justificarnos a nosotros mismos fuera de la fe, son fútiles. Las Escrituras nos advierten acerca del error de buscar la justificación a través de medios inútiles. La salvación es solo por fe, "no por obras, para que nadie se gloríe" (Efesios 2:9). Los cristianos no están justificados por lo que hacen para Dios, sino que están justificados por lo que Dios ha hecho por ellos. Ya sea conocimiento, leyes, moralidad, buenas intenciones, ideales nobles, o cualquier cosa debajo del cielo; sin Cristo, ninguno estará justificado.

Doctrina Cristiana: El Llamado a Vivir Una Vida Santa.

Ya que la doctrina cristiana de la gracia de Dios nos ha librado de la Ley, ¿significa esto que podemos seguir pecando? No. Aunque este no es un asunto de salvación eterna, la fe verdadera debe estar y estará acompañada de un estilo de vida recto (Romanos 6:15-18). "Pero sed hacedores de la Palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos." (Santiago 1:22). Se nos exhorta a que vivamos una vida santa. "Sino, como Aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque Yo soy santo." (1ra de Pedro 1:15-16). "Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por Él sin mancha e irreprensibles, en paz. (2da de Pedro 3:14).

¡Viva Libre Ahora!

El material citado y la realidad que nos circunda (guerras, homicidios, fraudes, altos niveles de corrupción y todo tipo de perversiones e inmoralidades) nos permiten apreciar empíricamente que la justificación lejos está de reconstruir la naturaleza humana dañada por el pecado original. No obstante tiene la enorme importancia de recomponer la relación del hombre con Dios.

La justificación es el punto de partida de nuestro proceso de evolución espiritual. Es una segunda oportunidad que Dios nos regala y con ella nos da la posibilidad de reconstruir los daños causados por la caída original y recuperar la naturaleza con la que Él nos creó. (La concupiscencia aún sigue activa en nosotros y debemos trabajar para derrotarla)  

Para esa ímproba tarea no caben dudas que deberemos aportar un máximo compromiso y un riguroso esfuerzo. Será nuestra conducta (obras), apoyada y sostenida por la gracia y los dones que Dios nos obsequia, la que nos permitirá reconstruir nuestro ser a Su Imagen y Semejanza, tal como ha sido previsto por Él desde que trazó el Plan de Su Creación.


IV) REGENERACIÓN.

El segundo paso en la reconstrucción de nuestra naturaleza dañada es la  regeneración.

Al respecto incorporamos a continuación dos destacados artículos que, desde una perspectiva evangélica, explican con claridad esta etapa del desarrollo espiritual cristiano.

En los contenidos acompañados el lector podrá acceder al concepto de regeneración y a la forma en que se produce la misma.


VARÓN RESTAURADO[5]
Por Gilberto Rocha

Objetivo: Restaurar las ruinas ocasionadas por el pecado.

Isaías 61:4 Reedificarán las ruinas antiguas, y levantarán los asolamientos primeros, y restaurarán las ciudades arruinadas, los escombros de muchas generaciones.

Hemos de estudiar en esta ocasión la restauración tan necesaria en el varón. Ya vimos la semana pasada, la importancia y el significado del nacer de nuevo, de ese cambio de naturaleza entre lo carnal y lo espiritual que sucede cuando dejamos que el Señor Jesucristo entre en las vidas, por lo que hoy hemos de analizar la importancia de ser restaurado.

Significado de Restaurar. Volver al estado original.

Reponer, restablecer, restituir, reintegrar, renovar, rehabilitar, reconstruir, regenerar, reanudar, recuperar.

Existen 2 palabras que lo definen en la Biblia:

Shub (hebreo) Retornar, regresar, revertir el daño y sacar lo que ha hecho daño. Volver al punto de partida original, producto del arrepentimiento.

Anakainosis (griego) Otra vez nuevo.

En realidad el término nacer de nuevo, indica algo que vuelve a ser nuevo. Ya que cuando algo nace, se supone que es nuevo, se trate de un ser humano, una empresa, un proyecto, una escuela, cuando nace, es nuevo, por ello debemos entender la relación entre nacer de nuevo, que indica el arrepentimiento de los pecados, y el ser restaurado, que indica volver al estado original.

El problema del varón, es que una vez que hemos nacido de nuevo, es decir, nos hemos arrepentido de nuestros pecados y aceptado a Jesucristo en nuestro corazón, suceden 2 cosas: una en el terreno espiritual y otra en el terreno natural o carnal:

En el terreno espiritual: Dios nos perdona, nos es quitada la culpa, el pecado es olvidado, somos declarados inocentes, si en ese momento morimos, somos salvos por la gracia y la misericordia de Dios, en realidad se nace de nuevo para Dios, por cuanto Él ya no ve la naturaleza de pecado, sino la de santidad por el perdón de Jesucristo. Ef. 1:3-7 Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia.

En el terreno natural o carnal: Por un lado al habernos arrepentido de nuestros pecados, y haber nacido de nuevo, tomamos una nueva actitud, aborreciendo el pecado, o luchando contra aquello que antes nos atraía, pero decidimos caminar hacia la santidad, pero por otro lado, tenemos sobre nosotros las consecuencias de nuestro propio pecado, los daños que nosotros mismos provocamos, y que necesitamos restaurar: Reponer lo que quitamos o echamos a perder, restablecer lo que se dañó o descompuso, restituir lo que perjudicamos, robamos o violamos, reintegrar lo que sacamos de lugar, renovar lo que desgastamos, rehabilitar lo que ya no sirve, reconstruir lo que destruimos, regenerar lo que corrompimos, reanudar lo que interrumpimos, recuperar lo que perdimos.

En ese andar echando a perder, nos lastimamos a nosotros mismos, a la esposa, a los hijos, la economía, la salud, la sexualidad, la relación con otras personas, la mente, la conciencia, la habilidad, la inteligencia, y el problema mayor es que durante toda la vida, desde que se es pequeño todo se va echando a perder.

¿Cómo es el original? Gn. 1:26-28 Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra. Cuando Dios decide crear al hombre, lo hace a Su imagen y conforme a Su semejanza.

Lo cual incluía el ser señor de todas las cosas, Dios hizo la creación para dominio y deleite del hombre. Pero Dios deseaba algo más del hombre: 2:9 Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer; también el árbol de vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal, puso todos los árboles, incluyendo el de la vida y el de la ciencia del bien y del mal, según el 2:16-17 Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás., Dios permitió al hombre comer de todos los árboles, incluyendo el de la vida, pues Dios quería que el hombre escogiera ser eterno, menos el de la ciencia del bien y del mal, pues Dios deseaba que el hombre decidiera mantenerse lejos del pecado. Jesucristo vino a recuperar el estado original en el que fue planeado o concebido el hombre en la mente de Dios, por ello nos muestra un camino excelente, un varón perfecto.

Consecuencias del pecado. Por ello cuando el hombre desobedece, Dios lo saca del huerto 3:22 Y dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre. Si analizamos las consecuencias: dolor, enfermedad, la tierra sería infértil, muerte, se perdió la oportunidad de vivir en el paraíso y la presencia de Dios ya estuvo más presente en la vida del hombre.

Las consecuencias son resumidas en Rm. 1:21-31 Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza, y de igual modo también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío. Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen; estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia; y es aquí donde entendemos que es necesaria la restauración, chequee la lista y compárese:

Vanidad, necedad, idolatría, concupiscencia, perversiones sexuales, pasiones vergonzosas, lascivia, mente reprobada, injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad, envidia, homicidio, contienda, engaño, malignidad, murmuración, detractor, injurioso, soberbio, altivo, desobediente, inventor de mal, desleal, implacable, sin afecto natural, sin misericordia.

Tal vez se da cuenta de que ha dejado de pecar, en el sentido de lo que usted entiende por pecado, pero se da cuenta de que aún hay soberbia, vanidad, altivez, avaricia, envidia, malos pensamientos, entra en contiendas, participa en chismes y murmuraciones, le cuesta trabajo obedecer, es necio, le gusta llevar la contraria... Ello indica que usted requiere ser restaurado, volver al estado original.

Adviértase la diferencia entre el perdón de Dios y la consecuencia personal. Alguien podría preguntarse: Si ya acepté a Jesucristo y me perdonó de mis pecados, ¿No quedé automáticamente restaurado? No necesariamente, Ya vimos lo que ocurre en el terreno espiritual y en el terreno natural, el problema es que no se nos olvida como pecar, nuestro carácter y personalidad no cambia de la noche a la mañana.

El pecado tiene consecuencias personales que van más allá del perdón de Dios, por ejemplo: ¿Perdonó Dios a Abraham de haber adulterado con Agar, aun cuando haya sido con el consentimiento de Sara? Sí, pero ¿Cambiaron las consecuencias de ese pecado? No, Ismael siguió, y aun hoy día miles de años después, las consecuencias siguen. ¿Perdonó Dios a Pablo por la muerte de Esteban? Sí, pero ello no devolvió la vida a Esteban. Cuando Jesús llamó a sus discípulos ¿Judas era perdonado o salvo? Sí, pero su naturaleza no había cambiado. ¿Perdonó Dios a Adán y Eva? Sí, pero de todos modos fueron expulsados. Podemos decir entonces, que Dios nos perdona, pero muchas de las consecuencias de nuestros pecados no se pueden corregir, en otras ocasiones sí se corrigen las consecuencias, por ejemplo, la salud es devuelta, regresa la prosperidad económica, el matrimonio vuelve a vivir en felicidad, el hijo vuelve a casa, etc.

Corrigiendo lo deficiente. Analicemos la vida de un varón en México, con sus diversas variantes, pero que en términos generales es similar.

Desde pequeño se le enseña a endurecer el corazón. "No llores" es de mujeres.

Desde pequeño se le enseña que Dios es mujer (una virgen), que quienes sirven en la iglesia no se casan, y casi siempre quien va a la iglesia es la mamá y la abuela.

El papá se queda viendo el fútbol, tomando cerveza.

Cuando se es joven, a la mujer se le pone una hora de llegar a casa más temprana que al varón, "el hombre se sabe cuidar solo"

A muchos el propio padre les induce en el vicio del cigarro, alcohol y fornicación. Es para las pocas cosas en que hubo relación, en su mayoría, el varón tuvo una relación de mala a pésima con su padre.

Como una forma de escape, el varón busca desahogarse con los amigos que viven los mismos o peores problemas que ellos.

Nunca se le dio educación sexual. Creció con una sexualidad desordenada.

Nunca se le enseñó a expresar sus sentimientos. El varón debe ser duro, inexpresivo, insensible.

Se formó con la idea de que los chanchullos y transas son buenas y/o normales.

Muchos tuvieron que vivir la experiencia de conocer una segunda o más mujeres del padre, y tal vez medios hermanos.

Otros crecieron con imposición de estudiar una carrera determinada o trabajar en el mismo negocio u oficio que el padre, pero nunca tuvieron la oportunidad  de elegir o desarrollarse en lo que realmente les satisface o tienen talento.

Otros más se casaron no por amor o compromiso real, sino por huir de una situación o buscando un placer para la sexualidad no controlada.

Is. 58:12 Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación levantarás, y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas para habitar.

El varón viene arrastrando maldiciones y ruinas de generaciones atrás, por ello hoy en día se dice: "Así es el hombre", se considera algo normal o natural, pero no era así en el principio, ni Jesucristo era así, por ello la necesidad de ser restaurados, volviendo todo al modelo original.

¿Cómo lograr la restauración? Básicamente encontramos en la Biblia 3 cosas que debemos hacer y que son finalmente el fruto digno del arrepentimiento.

Corrigiendo errores. Debemos aprender a corregir los errores pasados y encaminarnos a una nueva forma de vida, sin que ello nos cause vergüenza. Pr. 16:6 Con misericordia y verdad se corrige el pecado, Y con el temor de Jehová los hombres se apartan del mal. Jer. 6:8 Corrígete, Jerusalén, para que no se aparte mi alma de ti, para que no te convierta en desierto, en tierra inhabitada. No seguir viviendo en la misma condición.

Perdonando y pidiendo perdón. Evidentemente el pecado y la forma de vivir del varón, no solo lo afectó a él, sino que afectó a quienes le rodean: esposa, hijos, y aun hijos fuera del matrimonio. Gn. 35:2-3 Entonces Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el; y haré allí altar al Dios que me respondió en el día de mi angustia, y ha estado conmigo en el camino que he andado. (Jacob y su familia). Buscar que el daño que les hicimos a otros deje las menos huellas posibles, por medio del perdón mutuo. Esta es la acción de limpiarse.

La necesaria restitución. La Biblia enseña que debemos restituir aquello en que hemos dañado o afectado a otros. Ez. 36:33-37 Así ha dicho Jehová el Señor: El día que os limpie de todas vuestras iniquidades, haré también que sean habitadas las ciudades, y las ruinas serán reedificadas. Y la tierra asolada será labrada, en lugar de haber permanecido asolada a ojos de todos los que pasaron. Y dirán: Esta tierra que era asolada ha venido a ser como huerto del Edén; y estas ciudades que eran desiertas y asoladas y arruinadas, están fortificadas y habitadas. Y las naciones que queden en vuestros alrededores sabrán que yo reedifiqué lo que estaba derribado, y planté lo que estaba desolado; yo Jehová he hablado, y lo haré. Así ha dicho Jehová el Señor: Aún seré solicitado por la casa de Israel, para hacerles esto; multiplicaré los hombres como se multiplican los rebaños. Lc. 19:8 Entonces Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. (Zaqueo). En lo posible, restituir (como cuando se rompe un cristal). Al final de una reunión, cuando se hizo el llamado a salvación, un hombre se dirigió a una pareja que estaba sentada a su lado y le dijo: "He decidido cambiar de vida y aceptar a Cristo pasando al frente": La pareja se extrañó de que se lo dijera, pero luego el hombre extendió su mano y dijo: "Pero antes tengo que devolverles el dinero que les saqué del bolsillo". Y así lo hizo.


LA REGENERACIÓN[6]

“No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3.7).

El significado literal de regeneración es “engendrar de nuevo” (Diccionario de uso del español, María Moliner). Esta palabra se usa raras veces en las escrituras (Mateo 19.28; Tito 3.5). Sin embargo, la doctrina de la regeneración se evidencia bastante en la enseñanza bíblica que pertenece a la salvación. Es la doctrina de la vida nueva que Dios engendra en nosotros cuando nos convertimos.

Vida nueva en Cristo resulta de la regeneración como también la redención resulta de la expiación, la justicia de la justificación y la santidad de la santificación. Dios regenera, el hombre es renacido; Dios expía, el hombre es redimido; Dios justifica, el hombre es justificado; Dios santifica, el hombre es hecho santo.

A) Lo que la regeneración es:

1. Nacer de nuevo.

“El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3.3). “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios” (1 Pedro 1.23). La vida que recibimos al nacer de nuevo es la vida triunfante de Cristo que vence el pecado, el mundo y la muerte. Es una vida incorruptible que verá el reino de Dios.

2. Ser nueva criatura.

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5.17). La vida nueva no resulta de nuestros esfuerzos para reformarnos, sino resulta de una obra creadora de Dios en nosotros. “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras” (Efesios 2.10). Observe que las buenas obras de Dios serán evidentes en la persona regenerada. La vida después que el pecador se arrepiente y se reconcilia con Dios se describe como una “vida nueva” (Romanos 6.4).

“Habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Colosenses 3.9–10). El hombre nuevo no nace hasta que el viejo sea crucificado (Romanos 6.6).

3. Ser engendrado por la palabra.

“Pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio” (1 Corintios 4.15). “El, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad” (Santiago 1.18). El tema principal en estos dos versículos es que la nueva creación es engendrada por la palabra de Dios.

4. Ser lavado.

“Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3.5).

5. Recibir la naturaleza divina.

“Para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1.4). Pablo ofrece la misma idea cuando habla de “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Colosenses 1.27). Cada persona nacida de Dios tiene la naturaleza divina en sí misma, porque “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8.9).

6. Recibir un corazón nuevo.

Ezequiel predijo lo que iba a pasar cuando dio la promesa de Dios: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel 36.26). Con este corazón nuevo nuestra mirada está puesta en “las cosas de arriba” (Colosenses 3.1). Mientras que cuando uno todavía vive según el corazón de piedra la mirada está puesta en las cosas terrenales (Colosenses 3.5).

B) Lo que la regeneración no es:

1. Sólo reformarse.

La regeneración no consiste meramente en rehacer o reformar al hombre viejo de pecado; es una creación completamente nueva, creada “según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4.24).

2. Meramente la convicción de pecado.

La convicción es una señal de que el Espíritu Santo está obrando, pero el hombre llega a ser una nueva criatura solamente cuando se rinde a Dios y le permite obrar el milagro de gracia en su corazón.

3. Afiliarse a una iglesia.

La maldición de las iglesias modernas es que hay demasiados miembros en quienes todavía reina el hombre viejo. No llegamos a ser hijos de Dios al pertenecer a alguna iglesia o a cierta denominación, sino que nos afiliamos a una iglesia que armoniza con la palabra de Dios después que nosotros hemos sido regenerados.

4. Meramente vivir una buena vida moral.

Hay personas que se consideran “buena gente” y están tan seguras de que jamás han hecho alguna cosa muy mala. Pero si se examinaran honestamente en el espejo del evangelio (2 Corintios 3.18) se verían como pobres pecadores, engañados por su propia justicia.

5. Meramente un mejoramiento social.

El mejoramiento social no tiene nada que ver con el “lavamiento de la regeneración” (Tito 3.5) que vivifica el alma y de esa manera limpia la vida por dentro y por fuera. No hay comunidad que pueda ser salva a menos que sus habitantes se vuelvan al Señor y lleguen a ser “nuevas criaturas” (2 Corintios 5.17) en Cristo.

6. Meramente adherirse a la doctrina bíblica.

“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación” (Gálatas 6.15). Usted puede seguir una teología correcta y todavía ser un pecador perdido. Una cosa es aceptar el evangelio en la mente como algo correcto y otra cosa es aceptarlo en el corazón como el “poder de Dios para salvación” (Romanos 1.16).

Todas las cosas mencionadas aquí son buenas en su propio lugar, pero no ocupan ningún lugar como substituto para la salvación.

C) La obra de la regeneración.

1. Es la obra de Dios.

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen algo que ver con esta obra (Juan 1.13; 3.6; Tito 3.5; 1 Pedro 1.3; 1 Juan 2.29). Es el “lavamiento de la regeneración” lo que nos trae la salvación; las obras no la pueden traer. Dios nos salvó, “no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tito 3.5). No somos nacidos por obras, sino nacidos de Dios, “porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2.13).

2. Crece de la palabra de Dios.

El evangelio de Cristo, dice la Biblia que “es poder de Dios para salvación” (Romanos 1.16). En otras palabras, somos engendrados por el evangelio. En el nuevo nacimiento la palabra de Dios es la semilla; el corazón humano es la tierra; el predicador es el sembrador que siembra la semilla en la tierra (Hechos 16.14); el Espíritu da vida a la semilla en el corazón que la recibe; la nueva naturaleza nace de la divina palabra; el creyente es nacido de nuevo, creado de nuevo y ha pasado de muerte a vida.

3. No se efectúa sin la cooperación de los hombres.

La salvación es completamente la obra de Dios. Pero Dios usa a hombres para traer las buenas nuevas de salvación a otros hombres. Además, Dios no salva a nadie en contra de su propia voluntad. De cierto, Dios toca a los hombres con el poder de la convicción del Espíritu Santo, pero el hombre no recibe la nueva creación hasta que responda de corazón: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Hechos 9.6). El hombre tiene que tener fe para recibir la regeneración (Juan 1.12; Gálatas 3.26).

4. No es necesaria para el niño inocente.

Cuando aquellas madres trajeron a sus niños a Jesús, él bendijo a los niños, diciendo: “...de los tales es el reino de los cielos” (Mateo 19.14). Los infantes que aún no son responsables por sus actos están bajo la sangre del Señor y son candidatos aptos para el cielo hasta que lleguen a la edad cuando el pecado revive y entonces ellos mueren (Romanos 7.9). De manera que cuando esto sucede ellos deben experimentar el nuevo nacimiento para entrar al reino de Dios.

5. Es esencial para la salvación.

Para probar esto, nos referimos a las escrituras ya citadas de las cuales las más directas son Juan 3.3, 5, 7.

D) Evidencias de la regeneración.

La Biblia ofrece evidencias por las cuales podemos saber si somos regenerados o no. A continuación presentamos algunas:

1. La justicia.

“Todo el que hace justicia es nacido de él” (1 Juan 2.29). “Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10.34–35). La justicia de Cristo, dada a los hombres, se manifiesta en una vida justa, porque “los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Romanos 6.2). Es imposible ser justo por dentro sin manifestarlo por fuera (Mateo 5.14–16).

2. La victoria sobre el pecado.

“Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado” (1 Juan 3.9). La Biblia habla acerca de las flaquezas de la carne, pero no ofrece excusas en cuanto a pecar voluntariamente. (Lea Romanos 8.1; Efesios 2.1–12; Tito 3.3–7; 1 Juan 1.4–7; Hebreos 10.26–27.) “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5.24). Los que son nacidos de Dios no practican pecado, no porque nunca yerran, sino porque no pecan voluntariamente. Si un hijo de Dios yerra y cae en pecado, en cuanto se da cuenta que ha pecado, él se arrepiente y confiesa ese pecado. Por eso no se le inculpa el pecado (Salmo 32.2; Romanos 4.8).

“Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo” (1 Juan 5.4). Los hijos de Dios aman las cosas que Dios ama y aborrecen las cosas que él aborrece. Este amor y ese odio son evidencias de la regeneración en la vida del cristiano. Por tanto, “si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Juan 2.15). Todo aquel que de todo corazón ama lo que es bueno entonces aborrece en absoluto lo que es malo. Esta es una de las evidencias fundamentales que demuestra que alguien es hijo de Dios.

“Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Juan 5.18). Para el que es nacido de Dios el mandamiento “aborreced lo malo” le es tan importante como “seguid lo bueno” (Romanos 12.9). El hijo de Dios, que está lleno del Espíritu Santo, puede decir como dijo el salmista: “He aborrecido todo camino de mentira” (Salmo 119.104).

3. La vida guiada por el Espíritu Santo.

La diferencia entre la carnalidad y la espiritualidad es muy notable en Gálatas 5.19–23. Podemos saber si andamos según la carne o según el Espíritu Santo (Romanos 8.1) al determinar si nuestra vida diaria manifiesta las obras de la carne o el fruto del Espíritu Santo. Cuando usted ve a una persona cuya vida diaria muestra claramente que está dirigida por el Espíritu de Dios, puede estar seguro de que tal persona ha sido renacida.

4. La obediencia.

“Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos” (1 Juan 2.3). Cristo les pone una prueba a sus discípulos cuando les dice: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Juan 15.14). También Santiago nos amonesta diciendo: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1.22).

5. El amor.

“Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (1 Juan 3.14). Por esta misma razón Dios dice que “el que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Juan 3.14). “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios” (1 Juan 4.7–8).

6.  La fe.

“Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan 5.1). La prueba verdadera de la fe, como la del amor, se halla al creer toda la palabra de Dios y obedecerla. “Más a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1.12).


V) SANTIFICACIÓN.

El tercer paso hacia la recomposición de nuestra naturaleza dañada es la santificación.

La santificación como comunión, es la evolución en la unión espiritual con Dios.

La santificación como proceso, es la labor encaminada al desarrollo de las virtudes naturales y teologales desde una óptica cristiana.

La santificación como búsqueda, es la decisión de lograr la “perfección cristiana” o “divinización” como prefieren llamarla algunos.

La santificación como pertenencia, es lo que nos distingue como hijos de Dios y coherederos del reino con Jesucristo.

La santificación como objetivo, es la pretensión de salvar nuestra alma.

Para el abordaje de este elemento central de la espiritualidad cristiana recurriremos a un artículo de un religioso evangélico y luego expondremos nuestra opinión sobre los elementos que integran la santificación.


LA SANTIFICACIÓN[7]
Pastor Luis E. Llanes

¿Qué relación tiene la REGENERACIÓN con la SANTIFICACIÓN?

La regeneración tiene que ver con la parte subjetiva de la salvación mientras que la santificación tiene que ver con la objetiva. La regeneración tiene que ver con el inicio de la vida de santidad, la santificación con la continuidad de esta vida. La regeneración es la planta, la santificación es los frutos. La regeneración es como la criatura que nace, la santificación es su desarrollo y crecimiento. La regeneración provee la materia prima, la santificación la elabora. La regeneración es la fuente de la luz, la santificación la lámpara que la proyecta.

Definición de santificación.

La santificación es una obra directa del Espíritu Santo que perfecciona la vida espiritual del creyente a partir del nuevo nacimiento.

Naturaleza dual de la santificación.

La santificación es tanto estática (un estado) como dinámica y pefeccionable (un proceso).

1. La santificación es estática (un estado).

En este caso es instantánea. Desde el momento que la persona cree, Dios la santifica. Lo convierte en un santo. A pesar de sus imperfecciones, Dios lo trata como tal ya que al igual que la justificación, la santificación es imputada por la fe (Hechos 26:18; 1 Pedro 1:16; Hebreos 12:14; 1 Tesalonicenses 5:23; Véase 2 Corintios 1:1; Efesios 1:1; Filipenses 1:1; Gálatas 1:2).

Cuando analizamos el uso de la palabra “santo” en el Antiguo Testamento, nos damos cuenta que el acto de santificar algo implicaba dos aspectos: por una parte apartar (Génesis 20:8; Levíticos 20:26; Éxodo 40:9; Números 6:2; Levíticos 11:44: 25:10; 2 Crónicas 7:16; Hechos 13:2); y por la otra parte dedicar (Éxodo 13:2; Levítico 27:14; Números 6:2; 1 Samuel 1:11; 1 Crónicas 23:13; 2 Crónicas 35:3).

Como un acto de la soberanía de Dios (Éx. 20:12) , él santificaba con su presencia lugares (Éxodo 3:5); días (Génesis 2:3), personas (Jeremías 1:5).

Por la acción directa de sus siervos eran santificados objetos (2 Crónicas 29:19), artículos y personas (Éxodo 19:10; 19:23; 28:41).

Su pueblo y sus siervos se auto santificaban, cuando se apartaban del pecado y se dedicaban al servicio de Dios y en obediencia al mandato de Dios (Levíticos 11:44; Números 11:18; Joel 2:16).

2. La santificación es dinámica y perfeccionable (un proceso).

Se nos hace un llamado para buscarla (Romanos 1:7; 1 Corintios 1:2). Se nos exhorta a perfeccionarla (2 Corintios 7:1) y al santo se le manda a que “se santifique todavía” (Apocalipsis 22:11).

En este aspecto se la compara con una casa en construcción: “Sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo...” (1 Pedro 2:5), y para lograr esta meta se nos exhorta:

1o. “Desechando toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias y toda las detracciones" (1 Pedro 2:1).
2o. "Desead como niños recién nacidos la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación..."  (1 Pedro 2:2).
3o. "... acercándoos a él” (1 Pedro 2:4).

En este proceso se apela a la voluntad del creyente. En el mismo cada uno ayuda a otro a su perfección, cooperando en este proceso Dios, que santifica al creyente. O sea, que el dinamismo de la santificación estriba en la acción del Espíritu de Dios en el creyente y la voluntad del creyente sometida a la voluntad de Dios (Romanos 12:1; 6:13-19).

Otra palabra que la Biblia usa para revelar el aspecto dinámico y progresivo de la santificación es perfección. Esta palabra nos revela los dos aspectos de la santificación.

Como estado, Jesús dijo: “Sed, pues, perfectos, como mi Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48).  El deseo de Dios es nuestra perfección (2 Timoteo 3:17; Efesios 4:13: Santiago 1:4).

Pero a la vez nos muestra el aspecto dinámico cuando Pablo nos dice: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto, sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome hacia lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios. Así que todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos...” (Filipenses 3:12-15).

Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento, el creyente es llamado “perfecto” a pesar de sus imperfecciones (Génesis 6:9; Salmo 37:18; Proverbios 2:21; 11:20). El asunto es que Dios nos considera perfectos, aun cuando nosotros no nos sintamos que somos perfectos (Job 9:20; compare con Job 1:1 y 8), porque la perfección es imputada por Dios, aunque perfeccionada en nosotros por la acción de él con consentimiento nuestro. Pablo oraba “por la perfección” de los corintios, aun cuando él los llama “santos” (1 Corintios 1:1). Dios espera que los “perfectos” anden en el camino de la perfección (Salmo 101:2), y que en ese camino alcancen la perfección (Hebreos 6:1).

Los medios de la santificación.

En la acción y proceso de la santificación intervienen un conjunto de factores, elementos y personas que hacen real y efectiva la experiencia de la salvación en el creyente.

1. El Espíritu Santo.

La obra el Espíritu se especializa en impartir y hacer parte del hombre la naturaleza santa de Dios. El santifica porque Él es santo. Él penetra toda la naturaleza humana degenerada por el pecado, la regenera, la limpia, la sana y la pone en condiciones de establecer contacto y comunión con el Santo Dios (Tito 3:5; 2 Tesalonicenses 2:13). El resultado de la obra santificadora del Espíritu es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:16-25), y una vida espiritual de victoria permanente. (2 Corintios 2:14).

2. La Palabra.

Jesucristo dijo: “Santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad” (Juan 17:17). La Palabra de Dios es tipificada con el lavacro del Tabernáculo que contenía agua para limpieza o lavamiento del sacerdote antes de oficiar (Tito 3:5). La Palabra hace ver el pecado, la suciedad moral; descubre lo que hay en lo íntimo del corazón, porque es “viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos que penetra hasta partir el alma, y el espíritu y las coyunturas y tuétanos y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”, (Hebreos 4:12). Pero tiene poder sanador, porque la Palabra es Espíritu y el Espíritu es el que la aplica al alma produciendo los cambios regeneradores, transformadores, renovadores que el hombre necesita (Salmo 107:20; Mateo 8:8; Marcos 16:20; Lucas 4:32-36; 5:5).

3. La sangre de Cristo.

El capítulo 9 de Hebreos nos da la clave para entender la eficacia y el poder limpiador y santificador de la sangre de Cristo. La sangre de los becerros y de los machos cabríos, que fue rociada sobre el libro de la ley para confirmar el Pacto y limpiar el Tabernáculo y todos los vasos del ministerio (vs. 19-20), era un vehículo de purificación y consagración de las cosas santas. Esa sangre de los machos cabríos era típica del poder limpiador (v. 22) y regenerador del pecado, ya que “sin derramamiento de sangre no hay remisión” de pecados. Las figuras de las cosas celestiales fueron purificadas con sangre de becerros, pero las misma cosas celestiales fueron purificadas con la sangre del mismo Jesucristo que tiene poder permanente y efectivo para llevar el pecado, y salvar a los que en él esperan. Esa es la sangre que “nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7) la que nos “ha lavado de todos nuestros pecados” (Apocalipsis 1:5), porque “Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta...” (Hebreos 13:13).


LOS ELEMENTOS DE LA SANTIFICACIÓN.

La santificación evaluada desde la acción de Dios -conforme fue expuesto en el artículo precedente- es instantánea y estática, como si fuera una foto de la ocasión en que la recibimos.

Dios nos regala la Santificación al igual que lo hace con la Justificación y la Regeneración. Somos Salvos por Su Gracia. 

Ahora bien, a partir de ese momento entra a jugar el libre albedrío de las personas y la libertad con la que Dios quiere que lo amemos y desarrollemos nuestras vidas.

Así el hombre es el encargado de cuidar la santidad que recibió gratuitamente e incrementarla en todo cuanto le sea posible, de acuerdo con los dones que ha recibido del Altísimo y las circunstancias que el Creador permita que influyan en su vida.

De modo que la santidad inicialmente recibida cobra dinámica y responde, creciendo o decreciendo, según sean las acciones humanas.

Por lo tanto, vista desde la acción del hombre, la santidad es un proceso de crecimiento moral y espiritual progresivo y perfectible que siempre nos deja un grado más por avanzar.

Y al considerar este asunto en sentido contrario vemos que la propia naturaleza de la santidad nos expone al riesgo de sufrir un decrecimiento espiritual y moral, debido a que nuestras acciones negativas nos hacen retroceder en el nivel de santidad logrado o, incluso, nos ocasionan la pérdida de la santidad recibida graciosamente de Dios.

De lo dicho se desprende que las fuentes de la santidad dinámica, progresiva y perfectible son tanto divinas como humanas.

Según nuestra opinión, y sin pretender presentar un listado taxativo, los hechos y elementos que permiten que recibamos inicialmente la santificación y que luego podamos avanzar en su graduación son las siguientes:

El inmenso amor de Dios. (Juan 3:16; Romanos 5:8)

El sacrificio en la cruz de Cristo. (Efesios 2:16; Colosenses 2:14)

La santidad de Cristo. (Romanos 5:17; 2 Pedro 1:1)

La sangre sacrificial de Cristo. (Romanos 5:9; Hebreos 9:22)

La gracia recibida. (Hechos 15:11; Efesios 2:8)

Haber sido Justificados. (2 Corintios 5:21; Romanos 3:22–24)

Haber sido Regenerados. (Juan 3; Efesios 4:17-19)

La acción del Espíritu Santo. (Juan 3:5; 2 Corintios 3:6)

La docilidad al obrar del Espíritu Santo. (Pedro10:44; Hechos 8:39)

Amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma y sobre todas las cosas. (Deuteronomio 6:5; Mateo 22:37-40)

Abandonarse a la voluntad de Dios. (Marcos 5:36; Salmo 103:13; Isaías 66:13)

Sentir temor de Dios. (Proverbios 14:26, 27; Romanos 13:5)

Vivir en presencia de Dios. (Sal. 139:7-10; Éxodo 33:14-16)

Tener confianza en Dios y desconfianza en uno mismo. (1 Juan 3:21-22; 2 Samuel 22:31)

Conocer y meditar sobre la grandeza y la bondad infinita de Dios. (Salmo 8; Salmo 144,1-13)

Conocer y meditar sobre nuestra debilidad. Auto-conocernos. (1 Corintias 11:31; Efesios 5:17)

Amar al prójimo como a uno mismo. (Marcos 12:31; Mateo 22:39)

Desarrollar las virtudes humanas y teologales. (2 Pedro 1:4; 1 Corintias 13:13)
    
Erradicar nuestros vicios. (Efesios 4:22; 2 Corintos 7:1; 2)

Poseer vida de oración. (1 Juan 5: 14-15; Santiago 5:13-16)

Aceptar ser humillados (Humildes) (Filipenses 2:6-8; Mateo 11:29)

Negarse a uno mismo y aceptar la cruz de sufrimientos que Dios permita que nos lleguen. (Mateo 16:24; Juan 12:25).

Arrepentirse. (Hechos 2:38; 2 Pedro 3:9)

Recibir el bautismo. (Juan 3:5; 1Pedro 3:21; Tito 3:5)

Declarar nuestra fe. (Lucas 12:8; Romanos 10:9)

Conocer la verdad. (1 Timoteo 2:4; Hebreos 10:26)

Realizar buenas obras para gloria de Dios. (Romanos 2:6,7; Santiago 2:24)

Cumplir los mandamientos. (1 Corintios 7:19; Santiago 2:10)

Admirar y utilizar responsablemente la obra de la creación. (1 Corintios 4:2; Génesis 1:28-29)

Reflexionar asiduamente sobre nuestra muerte. (2 Corintios 5:1; 2 Pedro 1:14)

El orden en que han sido citados cada uno de los elementos precedentes no implica necesariamente un ranking de importancia a considerar en nuestro camino hacia la salvación.

Si debemos tener en cuenta que muchos de esos elementos están interrelacionados y se influyen unos a otros, de modo que se generan corrientes crecientes o decrecientes cuando se mueve alguno de ellos en sentido positivo o negativo, respectivamente.

El listado aportado puede ser útil como una guía que nos facilite la comprensión del modelo cristiano que debemos emular, es decir una ayuda para nuestro intento de parecernos a la persona de Nuestro Señor Jesucristo en todo cuanto nos sea posible.

En la misma medida en que nos asemejamos a la figura de Cristo nos acercamos a la santidad y a la salvación. No obstante, debemos ser plenamente conscientes que será Dios el encargado de juzgarnos y, por lo tanto, será Él el único responsable de determinar los hechos y las circunstancias que sean decisivos para el fallo que habrá de dictar.




VI) DIVINIZACIÓN.

El cuarto y último paso hacia la restauración de nuestra naturaleza dañada es la divinización.

La divinización o theosis es la zona alta de la santificación. Se encuentra en la parte final de nuestro camino de desarrollo espiritual y moral. De modo que sus elementos son los mismos que los de la santificación, con la sola diferencia que en este estadio muchos de ellos cuentan con un desarrollo mayor.

En consecuencia, atendiendo a cuestiones de brevedad, damos aquí por reproducidos los elementos de la santificación que expusimos en el punto precedente.

El término theosis es de origen griego y significa divinización, entendiéndose por tal que los seres humanos pueden tener verdadera unión con Dios y llegar a ser como Dios por medio de la participación en Su naturaleza divina.

La divinización es un concepto derivado del Nuevo Testamento con respecto a la meta que debemos procurar en nuestra relación con el Dios Trino y, en ese contexto, los términos “theosis” y “divinización” se pueden utilizar indistintamente.

La divinización, al igual que la santidad, es progresiva y perfectible, por lo que el ser humano jamás consuma su obra. Y, lógicamente, por su propia dinámica también la puede perder. Es una tarea que exige un esfuerzo permanente e impide “dormirse en los laureles”.

A fin de evitar malas interpretaciones, aclaramos expresamente que la doctrina de la divinización cristiana en ningún caso sostiene que los hombres se pueden convertir en dioses. Lejos de ello, se refiere a la posibilidad de recuperar la “imagen de Dios” con la que hemos sido creados, proyectar la imagen de nuestro Dios en nosotros y ser partícipes de Su naturaleza divina.

Se trata de reconstruir los daños que sufrió nuestra naturaleza por el pecado original, poner al frente de la conducción de nuestra vida al Espíritu Santo que habita en nuestro interior y profundizar nuestra unión con Dios.

A fin de ahondar en este apasionante tema incorporamos a continuación tres interesantes contenidos, el primero de procedencia protestante, el segundo de origen ortodoxo y el tercero del ámbito católico.


LA NATURALEZA HUMANA Y EL DESTINO DEL HOMBRE[8]
Asociación de Cristianos Universalistas

Creemos que todos somos linaje de Dios, que hemos sido creados a la imagen del Padre Celestial de todos, y que cada persona está destinada a ser elevada desde la imperfección a la madurez de acuerdo con el modelo que marcó Cristo, el Hijo de Dios, el Humano Perfecto en cuya imagen toda la humanidad será transformada.

El fundamento de la fe Cristiana original es la creencia en Jesucristo como el Hombre-Ser Divino, el perfecto ejemplo de lo que significa ser verdaderamente y plenamente humano.

Cristo es quien nos otorga poderes para levantarnos del pecado, de nuestra condición imperfecta y llegar a ser divinos (Ro. 5:18-19, 1 Co. 15:22). Con la idea de Jesús como “Hijo de Dios” no sólo se muestra su condición especial como el Mesías, sino también el hecho de que todas las personas somos hijos de Dios, que podemos heredar con Cristo, como hijos de Dios, todas las cosas buenas que Dios ha preparado para los que le siguen y le aman. (Ro. 8:16-18, Gá. 4:1-5).

Si seguimos a Cristo, el modelo de la divinidad en forma humana, seremos divinizados en su imagen (Jn. 12:36, 17:22-24, 2 Co. 3:18, Ef. 1:3-6). Esto nos permite llevar a cabo nuestro potencial original que se nos otorgó cuando fuimos creados en la imagen y semejanza de Dios, de acuerdo con el Génesis, y luego caímos en el pecado.

En la iglesia griega, la divinización mediante el modelo de Cristo se llama theosis (literalmente, deificación, ser uno con Dios), y era un concepto importante para muchos cristianos…”

Los cristianos primitivos entendían la salvación no meramente como un escape del infierno, sino como una transformación total del ser humano en conformidad con la imagen divina (Ef. 4:13,15, 5:1-2, Col. 1:25-28, 1 Jn. 3:1-3).

Nosotros hoy en día como cristianos universalistas queremos hacernos eco de esta grandiosa perspectiva de la salvación, basada en el reconocimiento de la naturaleza esencialmente divina de los seres humanos y, por lo tanto, de nuestro potencial divino manifestado en la persona de Jesucristo.

La Biblia deja claro que Dios debe considerarse como el Padre de todos (Mal. 2:10, Mat. 6:9, Ef. 4:6); que todos los seres humanos, hombres o mujeres, estamos creados a su imagen divina y semejanza (Gn. 1:26-27, Is. 66:13, Mt. 23:37); que la Luz del Espíritu de Dios está con nosotros (Job 33:4, Sal. 51:10-11, Mt. 5:14, Mr 1:8, Lc. 11:35-36); que somos literalmente linaje de Dios (Hch. 17:28), y en ese sentido somos “dios” (Sal. 82:6, Jn 10:34); y que algún día podremos realmente manifestar los poderes de los “dioses” tal como Jesús hizo (Mat. 17:20, Lc. 6:40, Jn 14:12, 1 Co. 6:2-3).

¡Este es el glorioso destino de todas las personas! Nadie se excluye de este portentoso plan divino. En la plenitud de los tiempos, Dios será “todo en todos” (1 Co. 15:28), significando que todos los seres manifestarán los atributos de Dios hasta su más pleno potencial. La vida, sea la forma que tome en nuestro viaje espiritual, es luchar y avanzar hacia más y más grandes niveles de manifestación divina, hasta que cualquier rastro de separación egotista sea purgado de nosotros y seamos transformados, hechos nuevos….


LA ENCARNACIÓN DE DIOS: VOLUNTARIA Y SIN CAUSA[9]
Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa de Antioquía.
 Arquidiócesis de México, Venezuela, Centroamérica y el Caribe.

 El misterio de la encarnación del hijo de Dios, nos lleva a la divinización del hombre. Los santos padres de la iglesia insisten en que Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciere dios. El ser humano no puede llegar a la divinización si no es por medio del Hijo de Dios, del Verbo encarnado. Los teólogos discuten si la encarnación del Verbo era independiente de la caída de Adán o si había sido una de sus consecuencias. Esta discusión se basa en varios textos patrísticos sobre la caída del género humano.

Primero, debemos señalar que los santos padres de la Iglesia no responden a esta pregunta virtualmente de una manera escolástica, porque ellos no piensan si Cristo hubiese encarnado o no, en caso de que Adán no hubiese caído. Esta pregunta demuestra el uso excesivo de la mente para entender los misterios divinos; y eso sería algo de origen escolástico y no, una teología ortodoxa.

A la teología de la iglesia ortodoxa le interesan los hechos que han sucedido, mismos que se tratan por medio de la sanación de la naturaleza humana y de la salvación de los hombres; es decir, que esta teología  pone mucha atención en la naturaleza humana caída y en cómo sanarla para llegar a la divinización que sería posible a través de la encarnación de Dios.

En las enseñanzas patrísticas vemos que en la encarnación se unió el Hijo de Dios con la naturaleza humana en una unión hipostática.  Por lo tanto, esta naturaleza humana se divinizó,  siendo éste  el medicamento verdadero y único para la salvación y la divinización del hombre. Por medio del santo bautizo, el hombre puede ser miembro del cuerpo de Cristo; y a través de la sagrada comunión él puede participar en el cuerpo divino del Señor, ese cuerpo que tomó de la santísima madre de Dios. Si no hubiera pasado esta unión hipostática de las dos naturalezas divina y humana, no sería posible la divinización del hombre. Así que la encarnación era el fin de crear el género humano. La pasión de Cristo y su cruz son las cosas adicionales que surgieron por la caída de Adán. Dice San Máximo el confesor, que la encarnación fue para la salvación de la naturaleza humana, y la pasión, para liberar a todos los que, por el pecado, eran cautivos de la muerte.

San Atanasio el Grande enseña que era necesario que el Hijo de Dios se encarnara por dos motivos: primero, para convertir al corruptible en incorruptible, y al mortal en inmortal;  esto, no era posible con el simple arrepentimiento, sino tomando Dios el cuerpo humano mortal y cambiante. Y por otra parte, para que se renovara el género humano en Cristo, porque el Hijo y el Verbo son el primer prototipo del hombre.

Esta opinión teológica de San Atanasio, no está en contra de las enseñanzas de los otros padres de la Iglesia, quienes  nos dicen que la encarnación de Dios no exige de la caída del hombre como una causa absoluta, y esto es por lo siguiente:

Primero: porque en sus análisis que presenta San Atanasio, le interesa en especial el hombre caído, por eso habla sobre su caída y su renovación. Su teología se enfoca a la sanación y a la restauración del género humano que se vistió de mortalidad y tiene la posibilidad de ser tentado.

Segundo: Porque San Atanasio habla sobre el misterio de la encarnación y de la providencia de Dios tal y como las conocemos hoy, pues cuando menciona la encarnación y la divinización, él habla del nacimiento de Cristo, su pasión, su Cruz y su resurrección.  Mientras que los padres que enseñan que la  encarnación  es independiente de la caída, nos hablan de la finalidad de la creación como “la divinización a través de la encarnación”.

San Nicodemo de Athos, en su análisis de las enseñanzas patrísticas, llega a una conclusión donde dice que la encarnación del Hijo de Dios no fue el resultado  de la caída del hombre, sino que  el primer propósito de crearlo, fue para que pudiera alcanzar la divinización. Eso nos permite ver que era correcto, cuando pensamos que la caída de Adán no pudo haber obligado a Dios a que fuera  hombre, ni a  que  Cristo tomara para siempre la naturaleza humana.

San Nicodemo da referencias de la Biblia y de las enseñanzas de los santos padres de la Iglesia; en el libro de proverbios (8:22) dice: “El Señor me creó como primicia de sus caminos, antes de sus obras, desde siempre”; y en la carta de san Pablo a los Colosenses (1:15) se  llama Cristo  “el Primogénito de toda la creación”; y de la misma manera se le llama en la carta a los Romanos (8:29) “En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el Primogénito entre muchos hermanos”

En su explicación de estos textos de la Biblia, San Nicodemo, en base a las enseñanzas patrísticas, enseña que estas frases no se refieren a la divinidad del Verbo de Dios, porque Él jamás fue creado, ni siquiera fue la primera criatura de Dios Padre, como enseñaba Arios; sino que estas frases están hablando de la humanidad de Cristo, es decir, que la providencia divina y el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, es el inicio de todos los caminos de Dios y de la primacía de toda la creación.

San Máximo enseña que la encarnación de Cristo es un gran  y muy profundo misterio por el cual la Santísima Trinidad creó el mundo entero y lo trajo de la nada a la existencia. Nos dice: “Es el motivo del inicio de la creación que prevé  Dios principalmente.  Es el propósito por el cual fueron hechas todas las cosas y este mismo propósito nunca fue hecho por algo”; es decir que la decisión de la encarnación fue antes de crear al mundo poniendo en nuestra mente que para Dios no existe tiempo. Entonces la encarnación es la finalidad  de la providencia divina y de la restauración de la creación.

San Gregorio Palamás explica que cuando Dios Padre dijo en el bautizo de Cristo: “Este es mi Hijo amado”  esta voz  muestra que todo lo que había en el antiguo testamento, la ley, las promesas y la filiación estaban incompletas y que la finalidad de la encarnación de Su Hijo era para que se cumpliera todo. Por lo mismo, al crear al mundo y a los hombres, todo  estaba dirigido hacia Cristo; porque la creación tenía como propósito la encarnación. Hasta  el género humano fue creado a  imagen de Dios para que pudiera un día recibir el prototipo original. Por eso la encarnación del Verbo de Dios es la voluntad divina que  ya había sido planeada independientemente de la caída del hombre.

San Andrés de Creta dice que la Madre de Dios es la persona que sirvió al misterio de la encarnación en dar cuerpo de lo suyo para esta unión hipostática entre las dos naturalezas: divina y humana. Por lo tanto dice: “la Madre de Dios es el propósito de la alianza de Dios con nosotros, es el medio propuesto para todas las generaciones, es la corona de las profecías divinas, es la voluntad divina que supera toda descripción  que existe desde el principio para proteger el hombre”

Tenemos que repetir que los santos padres de la Iglesia no trataron  este tema de una manera virtual como lo es en la mentalidad escolástica.  Nosotros estamos usando estas frases tan virtuales, sólo para poner  énfasis en la verdad positiva que dice que a través de Cristo llegó la divinización a los hombres y la salvación a todo el mundo.

Estas enseñanzas patrísticas no son teóricas, sino como todos los dogmas, tienen su consecuencia en la vida espiritual del cristiano. Porque como hemos visto que el Hijo de Dios se hizo hombre no para apaciguar un enojo divino ni para agradar la bondad divina, sino para divinizar nuestra naturaleza humana con amor y compasión. Por lo mismo nuestra vida espiritual no es para calmar a Dios enojado, porque Dios no necesita sanar, sino nosotros mismos. 

Nuestra lucha espiritual no será en vano porque la unión con Dios nos está dada gracias a la unión hipostática de las dos naturalezas en Cristo. La muerte de Cristo no fue entonces por nuestra culpa, sino para librarnos del sufrimiento. Para que esté Dios con nosotros en todo momento difícil. La muerte de Cristo fue para destapar la muerte y vencerla. Cristo tomó con su encarnación toda nuestra naturaleza humana cambiante, mortal y pasional para sanarnos de la muerte del pecado.


FRAGMENTOS DEL ENSAYO
SALVACIÓN Y DIVINIZACIÓN
(LA LECCIÓN DE LOS PADRES)
LUCAS F. MATEO-SECO
Facultad de Teología
Universidad de Navarra


Divinización del hombre, inhabitación trinitaria y filiación adoptiva designan una misma y rica realidad teologal considerada desde aspectos diversos.

Esta realidad es esencialmente trinitaria, como es esencialmente trinitaria la intimidad divina con la que el hombre se relaciona: el hombre entra en relación con las tres divinas Personas en cuanto distintas entre sí, es decir, en cuanto Padre, Hijo y Espíritu.

En la Sagrada Escritura, la filiación adoptiva está referida a Dios Padre y nunca a la Trinidad entera, al Verbo o al Espíritu. Este es también el lenguaje de los Padres, que ven en la filiación adoptiva una participación en la filiación de Cristo, la cual es esencial referencia al Padre (1).

La divinización del hombre es ante todo relación filial al Padre. En la teología patrística, el Padre aparece destacado cada vez más como el principio: el principio de la vida intratrinitaria y el principio de la vida ad extra, es decir, de la creación y de la redención. El Padre es, por eso mismo, el principio y el término de la divinización del hombre.

Cuando se afirma que Cristo es primogénito entre muchos hermanos (cfr. Rm 8, 29), se está utilizando el término primogénito en su sentido más profundo.

No sólo se dice que Él es primogénito porque otros vendrán detrás de Él, sino especialmente porque en su calidad de Hijo eterno, poseyendo en plenitud la filiación al Padre, otorga la adopción filial a quienes se unen a Él.

Nuestra adopción filial tiene lugar por una unión real con Cristo por obra del
Espíritu. Esta unión implica, a su vez, una transformación del hombre tan alta que los Santos Padres la calificaron sencillamente con el nombre de theosis y deificatio.

Como es natural, en esta cuestión es de mayor importancia el íter de pensamiento teológico que el mero uso de los términos theosis y deificatio.

Ireneo de Lyon.

El pensamiento teológico es claro desde un primer momento, especialmente con Ireneo de Lyón; el uso lingüístico se va abriendo paso a partir de Clemente de Alejandría.

La grandeza teológica de los Padres del siglo IV se encuentra asentada en la doctrina que ellos a su vez recibieron de los autores anteriores, especialmente de Ireneo, Clemente de Alejandría y Orígenes. Ya en ellos es explícita y fundamental la convicción de que la salvación del hombre consiste en una auténtica divinización que tiene lugar mediante su adopción filial en Cristo.

Se trata de una idea maestra que Ireneo repite con frecuencia y que es universalmente conocida: "El Verbo se ha hecho hombre, para que el hombre llegue a ser hijo de Dios» (2).

Según el Obispo de Lyón, todo el movimiento de la historia de la salvación, cuyo centro es la encarnación del Verbo, no tiene otro sentido que el de hacer participar a los hombres de su esencial referencia al Padre, esto es, de introducirlos en la intimidad de la vida de Cristo, que es esencial filiación al Padre.

A Ireneo le ha bastado profundizar en la teología del bautismo para establecer  las líneas maestras de su pensamiento en torno a la divinización del hombre.
Así aparece en los numerosos párrafos que dedica al misterio trinitario en su demostración de la predicación apostólica. En ellos se destaca la estructura trinitaria de la salvación humana y la radicalidad con que se ha de hablar de la unión del hombre con Dios.

«El bautismo nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. En efecto, quienes son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir, al Hijo; el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les da la incorruptibilidad. Así pues, sin Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y sin el Hijo nadie puede acercarse al Padre, pues el Hijo es el conocimiento del Padre y el conocimiento del Hijo se hace por medio del Espíritu Santo»(3).

La teología ireneana del bautismo pone el acento no sólo en que es purificación de los pecados, sino también en que es un nuevo nacimiento: es una regeneración del hombre en Dios porque en Él se realiza la adopción filial.

El bautismo es un nuevo nacimiento en Dios Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo. El envío del Hijo y del Espíritu tiene como fin este nuevo nacimiento en el Padre. La argumentación ireneana preludia ya la que seguirán Atanasio y Basilio Magno para mostrar la divinidad del Hijo y del Espíritu.

En efecto, escribe, «¿Cómo hubiéramos podido ser unidos a la incorruptibilidad y a la inmortalidad, si la incorruptibilidad y la inmortalidad no se hubiesen hecho antes lo que nosotros somos?» (4).

Aquéllos que nos introducen en la inmortalidad mediante un nuevo nacimiento tienen que ser Dios. De la «divinización» del hombre, Atanasio deduce la necesidad de la más estrecha unión entre el hombre y las Personas a través de las cuales tiene lugar la divinización; de la realidad de esta divinización, deduce también la divinidad del Espíritu Santo. Sin embargo no hace hincapié en el lenguaje de la divinización, sino en el de la asimilación a Dios.

Este lenguaje adquiere carta de naturaleza con Clemente de Alejandría (5). Pero las líneas maestras de la teología de Ireneo son las que marcan la posterior profundización teológica, sobre todo en la forma en que la encontramos en los Padres griegos del siglo IV. Así sucede paradigmáticamente con San Atanasio.

San Atanasio.

Pocos textos patrísticos tienen tanta fuerza como este célebre pasaje del tratado Sobre la encarnación del Verbo:

«Él se ha hecho hombre para que nosotros nos convirtiésemos en Dios. Él se ha hecho visible mediante su cuerpo para que nosotros recibiésemos el conocimiento del Padre invisible. Él ha soportado la violencia de los hombres para que nosotros tuviésemos parte en la inmortalidad» (6).

Son tres proposiciones rotundas que, como nota Ch. Kannengiesser, resumen perfectamente todo el tratado (7). Ellas expresan lo esencial del pensamiento soteriológico atanasiano y la radicalidad con que ha de tomarse su concepto de divinización: la humanación del Verbo no tiene otro fin que dar a conocer al Padre y hacer participar al hombre en la inmortalidad, es decir, producir en él una divinización.

Atanasio califica aquí al Padre con el adjetivo «invisible», recordando Col 1, 15, donde se dice que el Hijo es imagen del Dios invisible. La afirmación atanasiana es de una gran riqueza cristológica: la tangible corporalidad del Hijo lleva al conocimiento del Padre invisible. Este conocimiento del Padre culmina en el hecho de que el hombre deviene partícipe de la inmortalidad, es decir, de la vida de Dios.

Es claro que Atanasio presenta aquí la encarnación dirigida primordialmente a la divinización del hombre. He aquí la grandeza y la fecundidad de su pensamiento, en el que cristaliza lo ya dicho por Ireneo y Clemente de Alejandría.

Como escribe Th. Camelot, «la divinización es una consecuencia de la Encarnación; mejor dicho, es su fin. La Encarnación no es sólo liberación del pecado y destrucción de la muerte, sino que es renovación total del hombre a semejanza de la imagen según la cual ha sido hecho desde el principio» (9).

Este pensamiento es el argumento principal en la defensa atanasiana de la fe de Nicea: en nosotros sólo es curado lo que es asumido por el Verbo; además, el Verbo sólo puede salvarnos si es Dios, pues sólo quien es Dios puede divinizar al hombre.

Atanasio repite vigorosamente afirmaciones como esta: «De igual forma que no habríamos sido librados del pecado y de la maldición, si la carne que ha tomado el Verbo no fuese carne humana, tampoco el hombre habría sido divinizado, si el Verbo que se ha hecho carne, no procediese del Padre y fuese su verbo propio y verdadero.

Una unión así (de lo humano y divino en Cristo) ha tenido lugar a fin de unir a aquel que por naturaleza es hombre con quien por naturaleza pertenece a la divinidad. De esta forma se aseguran su salvación y su divinización».

No se puede ser más explícito en la profundidad con que se entiende la divinización del hombre. Ésta consiste en una participación tan estrecha de la vida divina que sólo quien es Dios puede llevarla a cabo. La firmeza argumentativa de Atanasio en torno a la divinidad del Hijo está en dependencia del realismo con que considera la divinización del hombre. Es el mismo estilo de argumentación que se comenzará a usar inmediatamente para hablar de la divinidad del Espíritu Santo.

La divinización del hombre tiene como centro nuestra unión con Cristo y, en consecuencia, es esencialmente referencia filial al Padre. En Cristo tiene lugar la divinización del hombre, incluida la incorruptibilidad que recibe en la resurrección de los cuerpos.

Viene inmediatamente a la memoria la comparación de la vid y los sarmientos de Jn 15, 1-8. En el texto que estamos comentando es muy significativa la importancia que se otorga a la revelación del Padre como parte esencial de la divinización. Esto implica que la divinización del hombre tiene como fin la referencia filial al Padre. Este pensamiento ya fue formulado hermosamente por San Ireneo (10).

Th. Camelot describe la importancia que la divinización del hombre adquiere en la cristología atanasiana con esta feliz formulación: «Si es verdad que el hombre es divinizado, se puede decir también que él es verbificado, que él se ha convertido por entero en lógico. Para acercarse a Dios, para participar en su conocimiento y en su vida, no hay otro camino que el Verbo encarnado
» (11).

Atanasio está pensando en una auténtica encarnación, absolutamente contrapuesta a todo planteamiento doceta. La carne de Cristo es carne humana como la nuestra y perteneciente a la familia adamítica; esa carne es el comienzo de la salvación.

Cristo es Primogénito entre muchos hermanos (cfr. Rm 8, 29) en el sentido más profundo del término: (12)

He aquí dos textos verdaderamente elocuentes: «Dios ha dado un cuerpo creado al Verbo para que en Él podamos ser renovados y divinizados» (San Atanasio, Ad Adelph., 5, PG 26, 1077); «El Verbo ha tomado un cuerpo para que en Él podamos ser renovados y divinizados (...) Nosotros no participamos en el cuerpo de un hombre común, sino que recibimos el cuerpo del mismo Verbo y somos divinizados» (Contra arianos, I1, 47, PG 26, 248). (13)

«Este es el fin por el que el Padre reveló al Hijo: manifestarse a todos por medio de Él, para acoger justamente en la incorruptibilidad y en el refrigerio eterno a aquellos que creen en El (...) En efecto, el Padre se ha revelado a todos haciendo su Verbo visible a todos ( ... ) En efecto, el Verbo revela ya por la creación al Dios Creador, y por medio del mundo al Señor del mundo, y por la obra modelada al Artista que la ha modelado, y por el Hijo al Padre que lo ha engendrado.

Pues lo invisible del Hijo es el Padre y la realidad visible en la que se ve al Padre es el Hijo»

«Él es nuestro hermano por la semejanza del cuerpo, pero Él es nuestro primogénito, ya que, habiendo perecido todos los hombres en la transgresión de Adán, su carne, convertida en carne del Verbo, ha sido la primera en ser salvada y librada, ya a continuación nosotros, que somos un solo cuerpo con
Él, hemos sido salvados en este cuerpo»".

El término aúaaw¡.J.ol es de una gran fuerza para mostrar la unión del hombre con Cristo. Es el mismo término utilizado en Ef 3, 6: los gentiles son
copartícipes y concorporales (aúaawl-w) con Cristo.

Atanasio recurrirá a esta misma argumentación cuando hable sobre la divinidad del Espíritu Santo. He aquí unas frases comentando el pensamiento de que el Espíritu es la unción y el sello con los que el Verbo unge y marca todas las cosas:

«El Espíritu es llamado unción y es un sello (...) Así, marcados por este sello, nos convertimos consecuentemente en participantes de la naturaleza divina, como dice Pedro (2 P 1,4), y así toda la creación se hace partícipe del Verbo en el Espíritu. Y es por el Espíritu como nos hacemos partícipes de Dios
(...) Ahora bien, si el Espíritu Santo fuese "una criatura, nosotros no tendríamos participación alguna en Dios, sino que estaríamos unidos a una criatura y seríamos ajenos a la naturaleza divina, ya que no participaríamos de ella en nada. Pero ahora que somos partícipes de Cristo y partícipes de Dios, es claro que la unción y el sello que hay en nosotros no pertenecen a la naturaleza de las cosas creadas, sino a la del Hijo, quien por el Espíritu que hay en Él, nos une al Padre (...)

Ahora bien, si nos hacemos partícipes de la naturaleza divina por la participación en el Espíritu, muy insensato sería quien dijese que el Espíritu pertenece a la naturaleza creada y no a la de Dios. Por esta razón son divinizados aquellos en los que Él se encuentra. Si Él diviniza, que nadie dude de que su naturaleza es de Dios»".

La estructura trinitaria del pensamiento atanasiano es firme y constante: La divinización consiste en participar de la divinidad del Padre (de la incorrupción) mediante nuestra unión con el Hijo en el Espíritu Santo. El Verbo no es una criatura, argumenta aquí Atanasio contra los Trópicos, porque es imagen del Padre; quien enumera el Espíritu Santo entre las criaturas, contará también entre ellas al Hijo, injuriando al Padre por la injuria que se hace a su Imagen

Basilio de Cesarea.

Éste es uno de los temas claves del tratado Sobre el Espíritu Santo de Basilio de Cesarea. Como nota B. Pruche, cuando este tratado se escribe es ya tradicional la convicción de que la salvación traída por Cristo consiste en una asimilación a Dios que tiene como término una verdadera deificación (10).

Esta deificación tiene lugar por la obra santificadora del Espíritu, que es quien une al hombre con el Verbo. Dada la finalidad del tratado, Basilio está atento, sobre todo, a la obra santificadora del Espíritu, que aparece antes que nada como una iluminación del alma para que vea en sí misma al Verbo:

«Él (el Espíritu Santo), como un sol que ilumina un ojo purificado, te mostrará en Sí mismo la Imagen del Invisible. Y en la bienaventurada contemplación de la Imagen, tú verás la inefable belleza del Arquetipo (...)

Como los cuerpos límpidos y transparentes cuando los hiere un rayo de luz se convierten ellos mismos en luminosos y reflejan un nuevo resplandor, así las almas que son portadoras del Espíritu, iluminadas por el Espíritu, se convierten ellas mismas en espirituales y reenvían la gracia a otras almas. De ahí vienen (...) la alegría sin fin, la permanencia en Dios, la semejanza con Dios, el colmo de lo deseable: convertirse en Dios (8EÓV YEvÉa8m) (18).

Los comentadores suelen hacer hincapié en la importancia que Basilio otorga a la función iluminadora del Espíritu en el proceso de deificación del hombre; hacen también hincapié en su cercanía a Platón y Plotino de los que parecen depender bastantes de sus expresiones. Y eso es cierto (19). Nos encontramos, además, en un claro ambiente alejandrino en el que muchas frases evocan a
Clemente de Alejandría y Orígenes. Pero conviene hacer notar que por encima de todo nos encontramos en un ambiente de pensamiento esencialmente trinitario, que no puede menos de evocar los párrafos de Ireneo que hemos citado hace poco.

El Espíritu lleva en sí mismo y muestra la Imagen del Invisible. Por esta razón el hombre contempla la Imagen del Padre en la iluminación del Espíritu Santo, y al contemplarla conoce en ella al Arquetipo; al conocer al Arquetipo se hace semejante a Dios, es divinizado, se convierte en Dios.

También Atanasio daba gran importancia al conocimiento del Invisible en la visibilidad de la carne de Cristo y al papel que juega este conocimiento en la divinización del hombre.

Podría decirse que el conocimiento de Dios es paso imprescindible en la divinización del hombre. Se trata de un conocimiento que siempre tiene lugar en el Hijo por el Espíritu Santo.

La deificación se realiza, pues, por el Espíritu que une a los hombres con el Verbo y por medio del Verbo con el Padre. En esto Basilio no hace más que sumarse a la tradición teológica que pone de manifiesto la íntima estructura trinitaria del acercamiento del hombre a Dios.

La labor deificante del Espíritu aparece subrayada precisamente en su rasgo de iluminación, de manifestación del Verbo; la divinización del hombre es considerada con la misma radicalidad que en Atanasio, pues desde ella se argumenta en torno a la divinidad del Espíritu.

Nosotros podemos deducir la divinidad esencial del Espíritu de su acción de divinizar a los hombres. Él es Dios por naturaleza, puesto que hace que Dios inhabite en nuestros corazones. Él es santo por naturaleza puesto que nos santifica.

Santificación y divinización constituyen también en Basilio una realidad.
Basilio describe la acción del Espíritu como un hacernos semejantes a Dios, un hacernos entrar en la intimidad divina, en la casa o en la familia de Dios, un hacernos hijos de Dios, un hacer inhabitar a Dios en el alma.

«Por medio del Espíritu Santo viene la restauración a la vida del paraíso, la subida al reino de los cielos, la vuelta a la adopción filial (vLo8wLav); por medio de Él viene la libertad de llamar a Dios Padre nuestro, el hacernos partícipes de la gracia de Cristo, el ser llamados hijos de la luz, el tener parte en la gloria eterna».

Todo esto son facetas de la misma y única realidad: la divinización del cristiano, que tiene lugar por obra del Espíritu. Se trata de un cambio profundo que transforma al hombre en Cristo y así le hace participar de la filiación, que le refiere al Padre Por esta razón se le llama Espíritu de la filiación….

Gregorio de Nacianzo.

También Gregorio de Nacianzo argumenta la divinidad del Espíritu Santo basándose en su obra divinizadora. Las expresiones son fuertes: «Si Él (el Espíritu Santo) es del mismo orden que yo, ¿Cómo puede hacerme Dios o cómo puede unirme a la divinidad?».

Se trata, pues, de una auténtica divinización que tiene lugar a través de la unión con el Hijo. Gregorio lo expresa vibrantemente en unos largos párrafos dedicados a los nombres de Cristo: Él es hombre, Hijo del hombre, Cristo,
Camino, Puerta, Pastor, Cordero, Gran Sacerdote, Melquisedec. Y concluye:
«Cuando somos santificados por el Espíritu recibimos también a Cristo que habita en nosotros, y con Cristo recibimos al Padre que hace común mansión en nosotros.

«He aquí los nombres del Hijo. Dirige tu marcha a través de ellos. De un modo divino, a través de los que son más elevados y de un modo compadeciente a través de los corporales, mejor dicho de un modo completamente divino, para que llegues a ser Dios elevándote hasta arriba por medio de Aquel que bajó de arriba por nosotros».

Las expresiones no dejan lugar a dudas sobre la profundidad con que ha de entenderse la divinización del hombre. Se trata en una auténtica ascensión
y transformación en lo divino, comenzando por la inteligencia y siguiendo por el amor y todo el actuar humano. Esta ascensión tiene lugar por medio de nuestra incorporación a Cristo, Gran Sacerdote.

Es claro que el de Nacianzo está pensando en el nuevo nacimiento que tiene lugar por el Bautismo y por la acción del Espíritu Santo. Pero esta transformación implica, además, un largo proceso de asimilación a Jesucristo y de ascensión hacia Dios en el que interviene el quehacer de la libre voluntad humana. He aquí cómo describe la vida de los ascetas: se trata de hombres, «que están más allá del deseo y que a la vez están poseídos por el impasible amor divino; que poseen la fuente de la luz y expanden ya sus rayos (...) que purifican y se purifican, que no conocen ningún límite a su subida y divinización >>.

Gregorio de Nacianzo se encuentra cercano a la posición de Gregorio de Nisa en torno al progreso en la virtud. La ascensión del alma a Dios no tiene límites: siempre se puede subir más. Y este subir más es un crecimiento en la divinización.

He aquí un pasaje elocuente: «... nosotros consideramos que si no se progresa en el camino del bien, que si uno no se despoja continuamente del hombre viejo para revestirse del hombre nuevo (cfr. Ef 4, 24), que si se permanece en el mismo sitio, se obra mal.

La divinización consiste, pues, en renovar perseverantemente lo que aconteció en el bautismo: despojarse del hombre viejo y revestirse del hombre nuevo, es decir, revestirse de Cristo.

San Agustín.

La afirmación de que sólo quien es Dios puede deificar la hemos encontrado en la patrística griega. Es uno de los argumentos principales que utilizan Atanasio o Basilio para mostrar la divinidad del Espíritu Santo, tomando como punto de partida su obra divinizadora.

La terminología usada por Agustín -deificatus, deificari-, no deja lugar a dudas en cuanto a la radicalidad con que ha de tomarse la profunda transformación que tiene lugar en el hombre.

Se trata de una auténtica divinización. La estructura de esta divinización es también clara: consiste en una identificación con el Hijo hecho carne por la que somos adoptados como hijos. Diviniza Aquel que justifica, porque al justificar nos convierte en hijos de Dios, es decir, en hijos del Padre.

La divinización, pues, tiene estructura esencialmente trinitaria: el hombre es referido al Padre por su unión al Hijo en la fuerza del Espíritu.

He aquí un texto agustiniano idéntico a las afirmaciones tan citadas de Ireneo de Lyón: «Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios (Rm 8, 14). En efecto, el único que es Hijo de Dios por naturaleza, debido a su misericordia, se ha hecho hijo del hombre por nosotros, para que nosotros por medio de Él nos hagamos hijos de Dios por gracia».

La encarnación del Verbo tiene como objeto nuestra adopción filial, que es una auténtica divinización. Las citas de los textos agustinianos podrían multiplicarse sobreabundantemente. A veces, su contexto puede ser diverso, pero la realidad a la que apuntan es la misma que aquella a la que apuntan los Padres griegos, incluso con idéntica rotundidad en las formulaciones.

Advierte Moriones que San Agustín, debido a la controversia pelagiana, tuvo que insistir más en el aspecto medicinal y sanante de la gracia que en su aspecto positivo, es decir, en su causalidad deificante al hacernos hijos de Dios, pero que no existe oposición alguna entre el pensamiento agustiniano y el pensamiento griego.

Es claro que tal oposición no existe, pero también es claro que los acentos son muy diversos. La historia atestigua, sin embargo, que numerosos autores latinos otorgaron escaso lugar a los aspectos positivos de la justificación y de la filiación divina, empobreciendo gravemente la soteriología y la antropología teológica.

En muchos de estos autores, la liberación del pecado ocupó el primer plano dejando en la penumbra la divinización del hombre.

La historia de estas últimas décadas atestigua también que la atención simultánea a la pneumatología, a la doctrina trinitaria y a los aspectos deificantes de la justificación amplía notablemente la contemplación teológica, pues coloca el misterio trinitario en el centro de atención.

El Hijo se ha hecho hombre para que, unidos a Él por la fuerza del Espíritu, nos hagamos, en Él, hijos del Padre. Se trata de una elevación del hombre que llega hasta lo más profundo de su ser y que se ha de calificar como una auténtica divinización que tiene como punto de referencia último a la Persona del Padre.

Todo procede del Padre y todo vuelve hacia Él.

(Nota del Editor: Se recomienda la lectura de la versión original completa del ensayo)


VII) SALVACIÓN.

El término salvar, según el DRAE, tiene 12 acepciones. De acuerdo con el objeto de nuestro estudio son dos las que nos interesan:

1°. Librar de un riesgo o peligro, poner en seguro.

2°. Dicho de Dios: Dar la gloria y bienaventuranza eterna.

El contexto religioso en que se aplica la doctrina cristiana de la salvación está dado por el pecado original y nuestros pecados personales que nos separan de Dios y por la consecuencia de estos pecados que es la muerte. (Romanos 6:23; 1 Corintios 15: 21).

En ese contexto, la doctrina bajo análisis trata sobre la liberación de las consecuencias del pecado y el resguardo de nuestra alma, vale decir el libramiento de nuestra alma del peligro de la condenación y su seguridad definitiva mediante el acceso a la gloria y la bienaventuranza eterna.

En otras palabras, la doctrina cristiana de la salvación versa sobre el camino que nos llevará a la absolución en el juicio de Dios al pecado (Romanos 5:9; 1 Tesalonicenses 5:9) y el ingreso al Reino de los Cielos. (Mateo 18:3; Romanos 6:17-18)

A) La salvación es potencialmente alcanzable por todos los seres humanos.

El punto de partida que utilizamos para el abordaje de la doctrina de la salvación del alma humana es que: < Nadie viene a este mundo sin chances de salvar su alma> (1 Corintios 10:23; 2 Corintios 5:21)

En consecuencia, sostenemos que todas las personas nacen con la posibilidad de ser absueltas en el juicio particular que deberán afrontar al morir sus cuerpos. Sin perjuicio de lo cual, somos plenamente conscientes que la mayoría, por su exclusiva culpa, desperdiciará su oportunidad de ser salvos. Dado que sólo un reducido número se logrará salvar mientras que la gran mayoría será condenada y arrojada al fuego del infierno, tal como nos alertan las Sagradas Escrituras. (Mateo 7:13-14; Lucas 13:22-27)

Esa posibilidad universal de salvación es proporcional para todos los seres humanos. Unos reciben gracias y dones en mayor medida que otros, pero a cada uno el Señor le exigirá de acuerdo con lo que Le haya dado. (Mateo 25:14-30; 1 Corintios 12:1-31)

Las citas bíblicas referidas (entre otras existentes en igual sentido) nos hacen Saber que por la estrecha puerta que lleva al paraíso pasarán pocos y por el inmenso portón que desemboca en el infierno serán empujados muchos. Sepamos también que en ambos lados los hay -y seguirán sumándose- de todas las condiciones personales y circunstancias de vida. Ningún ser humano es verdaderamente salvo antes de ser absuelto y nadie está irremediablemente perdido antes de ser condenado.

De modo que podrán salvar su alma quienes tuvieron la fortuna de nacer entre los cristianos y recibir una gran cuota de bendiciones y también podrán ser salvos quienes nunca han escuchado hablar de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, ni de su condición de Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Las tradiciones cristianas más importantes sostienen la solución opuesta y la fundamentan en algunos versículos bíblicos cuya letra parece limitar el camino de la salvación a los cristianos (por fe o por fe y obras). Pero -en nuestra opinión- estas interpretaciones restrictivas caen en irremediable contradicción con el inmenso Amor de Dios y Su Justicia de Perfección Absoluta.

Frente a la imposibilidad cierta de que Dios haya hecho acepción de personas  entendemos que es de toda prudencia y cristiandad reconocer la altísima probabilidad de que se esté determinando incorrectamente el alcance de los Textos de las Sagradas Escrituras y la forma en que corresponde aplicar los mismos, privándolos de concordancia con el espíritu que impulsa a las Revelaciones y al Plan Divino que ellas transmiten.

Asimismo, al momento de valorar las causas que subyacen detrás de los puntos de vista mayoritarios, no debemos pasar por alto que los grupos de poder y los intereses sectoriales no pierden la oportunidad de construir monopolios toda vez que les sea posible.  

En ese marco creemos que las prescripciones del Antiguo y del Nuevo Testamento obligan a aquellos que tienen la posibilidad efectiva de acceder a ellos y que, a contrario sensu, no alcanzan de modo perjudicial a aquellas personas que no han conocido la Biblia sin culpa de su parte.

La regla de oro en el juicio particular es que las personas son condenadas por ser imputables, culpables y responsables según la valoración llevada adelante por Dios desde una perspectiva divina. Quedan entonces descartadas las condenas por decisiones arbitrarias del Altísimo (ajenas a Su perfección) o basadas en el empleo de un enfoque legal humano (ajenas a Su naturaleza), como sería considerar que el derecho se presupone conocido por todos y su desconocimiento no constituye un eximente de responsabilidad.

Es pues una obviedad que Dios Trino -fuente de todo Amor y Justicia- jamás permitirá que un hijo suyo pierda su alma por el sólo hecho de no haber sido evangelizado por causas ajenas a su voluntad o por padecer alguna patología que le impida comprender el mensaje de Cristo o por tratarse de un ser humano abortado o fallecido todavía niño, entre otras circunstancias posibles de exculpación divina.

Un párrafo aparte en la misericordia del Señor, seguramente, merecerán aquellos hermanos que vieron eclipsada su fe y abandonaron su lucha asqueados por las conductas repugnantes de una minoría de jerarcas eclesiásticos y religiosos profesionales dedicados a la búsqueda del lucro y/o a la satisfacción de sus pasiones pervertidas.

B) La salvación se puede alcanzar: Sólo por fe; sólo por obras; sin fe ni obras y por fe y obras, según las circunstancias de cada persona.

Las discrepancias entre las distintas tradiciones sobre si la salvación procede sólo por fe o por fe y obras parece obedecer más a disputas políticas surgidas en el seno de la Iglesia Universal que a cuestiones religiosas propiamente dichas; en el desenvolvimiento de los conflictos que produjeron los sismas y que dieron lugar a los enfrentamientos entre católicos y protestantes que perduran hasta hoy y contribuyen a la aparición de las numerosas sectas pseudo cristianas que se vienen sucediendo ininterrumpidamente en el trascurso del tiempo.

Por nuestra parte, siguiendo el criterio expuesto en el apartado A) precedente, consideramos que:

* La salvación es posible en base a distintos parámetros de evaluación.

* La determinación de cuál de ellos resulta aplicable la hace exclusivamente Dios frente a cada caso en concreto.

Así tendremos que, de acuerdo con las realidades que evaluará el Padre al juzgar a sus hijos, habrá quienes alcancen la salvación:

Sólo por fe;

Sólo por obras;

Sin fe ni obras;

Por fe y obras.

Las exigencias para cada persona se ajustarán a sus circunstancias de vida particulares y serán éstas las que determinarán la categoría en que Dios habrá de incluirlos al momento de juzgarlos.

De modo que algunos alcanzarán el cielo:

     a) Sólo por una fe verdadera y un arrepentimiento sincero por las faltas cometidas, producto de una gracia tardía sobre el final de sus vidas. (El ejemplo más conocido es el ladrón crucificado junto a Cristo. Este pecador no redimido a ese momento salvó su alma en los últimos instantes de su vida con la sincera defensa que hizo del Señor).

     b) Otros únicamente responderán por sus obras, como es la situación de quienes han vivido sin tener noticias de nuestro Señor Jesucristo. (En este caso serán juzgados por su compromiso con la búsqueda del bien y la no cooperación con el mal. Seguramente se valorará el grado de docilidad a los dictados de la conciencia que Dios imprime en todos los seres humanos y la forma en que usen la libertad que Dios les concede a los hombres para que puedan elegir sus conductas)

     c) Otros entrarán en el paraíso sin necesidad de responder ni por su fe ni por sus obras. (Según sucede, por ejemplos, con las personas muertas en el seno materno y los bebés que fallecen).

     d) Y, por último, los cristianos y quienes han tenido la posibilidad cierta de serlo deberán responder por la madurez de su fe y por sus obras.

¿Cómo producirá el Hacedor de la Creación el “Proceso de Salvación” (Justificación, Regeneración y Santidad) en quienes no conocen a Cristo? No lo sabemos. De la misma manera que tampoco sabemos ¿Por qué Dios maneja los tiempos humanos (que no existen para Él) con semejantes intervalos terrenales? Al igual que desconocemos ¿Por qué, en tiempo humano, Dios tardó tanto en enviar a su Hijo Unigénito para redimir a toda la humanidad? Y tampoco sabemos ¿Cuándo Jesús será conocido por todos los seres humanos? De modo que todos esos son misterios que nos ha planteado la religión cristiana y que a la fecha siguen respuesta.

Nosotros ya bastante tenemos con la difícil situación en la que nos coloca nuestra condición de cristianos y los obstáculos que ésta nos obliga a superar para lograr la salvación de nuestra alma.

C) Nuestra situación particular.

En consecuencia, nos circunscribiremos a continuación a meditar sobre la posición en la que nos encontramos como cristianos y el modo en que de acuerdo a ella seremos juzgados al final de nuestros días.

a) ¿Qué nos exigirá Dios para absolvernos?

La circunstancia de haber nacido en sociedades en las que el cristianismo está ampliamente difundido -existen disponibles múltiples y accesibles ofertas de evangelización- y el hecho de encontrarnos meditando sobre los “caminos de salvación”, son signos de que muy probablemente se nos incluirá en el grupo de personas que deberán rendir cuentas por la madurez de su fe y por las obras realizadas.

El hecho de haber recibido importantes bendiciones en gracia y dones parece indicar que Dios nos ha puesto la vara alta. Y, como sabemos, a mayores medios disponibles más diligencia deberemos tener para que estos no se desaprovechen por nuestra culpa.

Si recibimos más se nos exigirá más y eso se traducirá en un mayor rigor en el juzgamiento al que seremos sometidos, sin que por ello quedemos excluidos de la misericordia de nuestro Padre.

Sostuvimos previamente que “muy probablemente” seremos juzgados por la madurez de nuestra fe y las obras que hayamos realizado. ¿Podemos avanzar en nuestro análisis y afirmar que hay certeza de que esto será así? No. Se trata de un razonamiento humano y, por lo tanto, falible. Dios es el único que sabe las posibilidades que verdaderamente nos da con los medios que pone a nuestro alcance y las dificultades que permite que nos afecten en el curso de nuestras vidas y, en base a ello, resolverá con justicia divina.

Entonces debemos conformarnos con asumir que, en virtud de la situación en la que aparentemente nos encontramos, hay una alta probabilidad de que seamos juzgados por la madurez de nuestra fe y por las acciones y omisiones de las que debamos hacernos cargo. Y que, de manera excepcional, podremos eventualmente ser juzgados sólo por nuestra fe; si el Altísimo así lo determinara procedente en el marco de Su Criterio Infalible y Su Justicia Absoluta.

Por lo tanto consideramos que es de toda prudencia que nos manejemos con un criterio conservador y nos ubiquemos en la categoría más exigente entre las posibles, a fin de llegar a nuestro juicio particular en las mejores condiciones que podamos.

b) ¿Qué debemos entender por “Obras”?

El significado del vocablo “Obras” debe ser interpretado como una sucesión de hechos relacionados y encaminados a nuestra salvación.

Las “Obras” que contribuyen a que logremos ser salvo están vinculadas con: Un modo de vida enfocado a dar Gloria al Señor, el abandono a Su voluntad, el convencimiento de que actuamos en presencia de Dios, el hacerlo con temor de Dios, la exteriorización objetiva de nuestro amor a la Santísima Trinidad y a nuestros prójimos, el cumplimiento de las leyes morales y el desarrollo de las virtudes cristianas, el llevar una vida de oración y una  firme decisión de transitar el camino de retorno al Padre.

De modo que las obras no son solo hechos buenos o malos considerados aisladamente, sino que en su conjunto deben conformar un proceso eficiente para conservar e incrementar nuestra santidad y contribuir a la restauración de nuestra naturaleza dañada por el pecado original.

Al final de nuestra vida, deberemos presentarnos ante Dios vueltos a su imagen y semejanza, tal como Él nos creó. Y la dificultad de esta empresa está inequívocamente anticipada en la propia advertencia bíblica ya mencionada: “Pocos entrarán en el “Reino de los Cielos” (Mateo 7:13)




VIII) EPÍLOGO.

En síntesis:

La providencia nos permitió ser cristianos, comprender el drama que ha significado la caída original para las criaturas, entender la inclinación al mal resultante de ella (Concupiscencia) y el modo en que ésta afecta al ser humano desde ese entonces hasta la actualidad.

Asumimos que en un comienzo el espíritu del hombre tenía la facultad de unirse a Dios y gobernar al alma, que era su sierva sumisa y, por intermedio de ésta, dirigir al cuerpo.

Creemos que ese era el diseño con el que Dios creó al hombre y a la mujer. Y que como consecuencia del primer pecado cometido por Adán y Eva sobrevino la muerte espiritual de toda la humanidad, quedando privado el ser humano del trato con su Creador y sometido al sufrimiento y la muerte física.

Sin embargo, creemos también que el inmenso Amor de Dios nos dio otra oportunidad a través del sacrificio en la Cruz de su Hijo Unigénito, por medio del cual redimió a toda la humanidad.

A partir de esos maravillosos gestos de Amor y Misericordia por parte del Padre y de Obediencia y Auto-negación por parte del Hijo, el ser humano tiene la posibilidad de reconstruir su naturaleza dañada con la guía del Espíritu Santo.

Por decisión inescrutable del Altísimo estamos entre los elegidos que conocemos la labor que debemos ejecutar -al amparo de la Gracia y los Dones recibidos- para retornar nuestra naturaleza dañada a su estado inicial.

Somos conscientes que el Padre nos Justifica, nos Regenera y nos Santifica y que nosotros, con las herramientas que Él nos provee, debemos trabajar arduamente para crecer en santidad hasta divinizar nuestro ser; con la esperanza de que al final de nuestros días habremos de ser merecedores de ingresar en el reino de los cielos.

¿Estamos seguros que es posible divinizar nuestro ser? Sí.

¿Por qué? Por fe y por la palmaria demostración que recibimos al tratar con personas que han llegado a ese objetivo.

Al relacionarnos con un hombre divinizado notaremos que su entendimiento de los sucesos que nos rodean y la comprensión de la vida misma son completamente distintos a los de un hombre común.

Advertiremos que tiene niveles de virtud inmensamente más elevados que los de una persona carnal.

Esto nos lleva a alertar sobre dos asuntos:

El primero es que deberemos estar atentos para no desperdiciar la oportunidad de interrelacionarnos con un hombre divinizado, ya que al verlo distinto a nosotros sentiremos un primer impulso orientado a rechazarlo, en lugar de reconocer sus enormes méritos y tratar de aprender de él y alcanzar nuestra propia divinización. (Divinización que como ya dijimos sólo es posible con la gracia y los dones dados por Dios y el esfuerzo puesto de nuestra parte)

El segundo es que debemos ser cuidadosos para evitar ser engañados por verdaderos profesionales de la simulación. Muchos sujetos viven de fingirse santos bajo el disfraz que les provee su conocimiento teórico (más o menos profundo, según los casos) y/o la posición que ocupan.

El hombre divinizado habla como un santo, pero, sobre todo, actúa como un santo. Sin vida de santidad no hay hombre divinizado, ya que la divinización no es otra cosa que la cumbre de la santidad.

Pocos son los hombres divinizados y están dispersos entre las distintas actividades y condiciones, por lo que hay que estar sumamente atentos para saber encontrarlos dentro de los ámbitos en que cada uno se desenvuelve.

Por nuestra parte, como verdaderos profesos cristianos, sabemos de dónde venimos, a dónde vamos y qué debemos hacer para arribar al destino buscado. Pues, entonces, no seamos ingratos frente a semejantes regalos recibidos del Altísimo. Aprovechemos las oportunidades que Dios no da y recordemos que deberemos responder por todos y cada uno de los medios que Él ha puesto a nuestra disposición para que nos integremos exitosamente al plan divino.

El hecho que Dios nos haya hecho partícipes del sistema espiritual y moral más evolucionado de los que se conocen hasta el momento, permitiéndonos acceder al nivel más alto de unión con Él, implica pagar un precio en Fe, Esperanza,  Amor y Virtud. Y nadie que quiera transponer las puertas de la Ciudad Celestial podrá eximirse de oblar el mismo mediante la divinización de su ser.

Como cierre de este trabajo incorporamos una hermosa oración[10] al Dios Trino implorando por nuestra salvación.

Oh Verbo de Dios, Hijo Unigénito que eres inmortal,
Te dignaste para nuestra salvación, encarnarte de la
Santa Madre de Dios y siempre Virgen María, y Te
hiciste hombre sin alteración y fuiste crucificado, oh
Cristo nuestro Dios y triunfaste de la muerte, por la
muerte. Tú que eres uno de la Santa Trinidad,
glorificado con el Padre y el Espíritu Santo, sálvanos.

Queridos Hermanos, hemos así llegado al final de nuestra tarea. Sólo nos queda despedirnos implorando a la Santísima Trinidad para que nos de las fuerzas necesarias para cargar nuestra cruz y perseverar en la fe y en las obras que nos permitan restaurar nuestras naturalezas dañadas y llegar al destino de felicidad eterna que Dios pone al alcance de todos los seres humanos.


Dr. Alejandro Oscar De Salvo.
                                                 Abogado - Coach Directivo.









[1] El artículo citado fue tomado de la página Web http://www.aguasvivas.cl/revistas/38/04.htm
Fuente original: Revista Aguas Vivas Nº 38  (Marzo - Abril 2006).
[2] El contenido ha sido tomado de la página Web http://obrerofiel.s3.amazonaws.com/vida%20cristiana/pdf/La%20doctrina%20de%20la%20justificacion.pdf
[3] Este ensayo autoría de Philip Goyret fue tomado de la página Web del Opus Dei.
http://www.opusdei.org/es/article/tema-18-el-bautismo-y-la-confirmacion/
[4] El contenido de este ensayo fue tomado del blog  “Todo sobre Dios. La doctrina cristiana presentada claramente.”  http://www.allaboutgod.com/spanish/doctrina-cristiana.htm
[5] Comisión Centros Cristianos. Se autoriza la reproducción mencionando la fuente.
http://200.67.183.219/calacoaya/editoria/varonrestaurado.html
[6] Este artículo ha sido extraído de la página web: http://www.elcristianismoprimitivo.com/doct30.htm
No figura en la fuente el autor del mismo.
[7]Doctrina de la Salvación. Blog del pastor Luis E. Llanes.
 http://doctrinadelasalvacion.blogspot.com.ar/search/label/5.%20La%20Santificaci%C3%B3n
[8] El contenido de este ensayo ha sido extraído de la página Web: http://www.christianuniversalist.org/espanol/articulos/divinizacion.html
[9] El contenido ha sido publicado por la Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa de Antioquía, Arquidiócesis de México, Venezuela, Centroamérica y el Caribe en su página Web: http://www.iglesiaortodoxa.org.mx/informacion/?p=9883
[10] Contenido publicado por la Iglesia Ortodoxa de la Santa Transfiguración, Guatemala. https://www.facebook.com/iglesiaortodoxadelasantatransfiguracion/photos/a.501556839901854.1073741826.450121751712030/633651160025754/?type=1&fref=nf

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